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Gene Wolfe: La espada del Lictor

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Gene Wolfe La espada del Lictor
  • Название:
    La espada del Lictor
  • Автор:
  • Издательство:
    Minotauro
  • Жанр:
  • Год:
    1993
  • Город:
    Barcelona
  • Язык:
    Испанский
  • ISBN:
    84-450-7143-2
  • Рейтинг книги:
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La espada del Lictor: краткое содержание, описание и аннотация

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Severian, desterrado por el “pecado” de misericordia, ha llegado a Thrax, la Ciudad de los Cuartos sin Ventanas, y se prepara para desempeñar el papel, a menudo desagradable, de funcionario del gobierno. Los acontecimientos perturbadores se precipitan. Dorcas deja a Severian y vuelve al Lago de los Pájaros. Severian es perseguido por una bestia mortífera. Ha empezado a cuestionarse su oficio de torturador y al fin deja libre a una mujer y escapa de la ciudad. Ya en las montañas sobrevive a otro encuentro con Agia, que pretende vengar la muerte de su hermano, y sigue huyendo en compañía de un niño, huérfano a causa de un alzabo. Más tarde, en una ciudad desierta, la Garra revive a un hombre que había sido enemigo del Conciliador. El niño muere, pero Severian mata al hombre, reparando de este modo una antigua deuda de venganza. Severian se une entonces a las gentes de las islas flotantes, y los ayuda a atacar el castillo donde volverá a encontrarse con Calveros y el doctor Talos.

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Gene Wolfe

La espada del Lictor

Montículos,
las cabezas humanas desaparecen en la distancia.
Voy menguando; ya quedo inadvertido.
Pero en libros afectuosos, en juegos infantiles,
me alzaré de los muertos para decir: ¡el sol!

OSIP MANDELSTAM

I — Señor de la Casa de las Cadenas

—Lo tenía pegado al pelo, Severian —dijo Dorcas—. Así que me quedé bajo la cascada de la sala de piedras calientes… No sé si el ala de los hombres está dispuesta de la misma manera. Y cada vez que me apartaba del agua las oía hablar de ti. Te llamaban carnicero negro, y otras cosas que no quiero contarte.

—Es muy natural —dije—. Probablemente hayas sido la única desconocida que entró allí en todo el mes; bien puede entenderse que chismorrearan sobre ti, y que las pocas que sabían quién eras estuvieran orgullosas y tal vez contaran algún cuento. En cuanto a mí, estoy acostumbrado, y en el camino habrás oído muchas veces esas expresiones; sé que yo las oí.

—Sí —admitió, y se sentó en el alféizar de la tronera. Abajo, en la ciudad, las lámparas de los comercios hormigueantes empezaban a colmar el valle del Acis de un resplandor amarillo como los pétalos de un narciso, pero ella no parecía verlas.

—Ahora comprenderás por qué las reglas del gremio me prohíben tomar esposa… Aunque, como te he dicho muchas veces, por ti las quebrantaré cuando lo desees.

—Quieres decir que me convendría vivir en otra parte, y venir a verte sólo una o dos veces por semana, o esperar a que vayas tú.

—Es lo que se suele hacer. Yen algún momento las mujeres que hoy hablaban de nosotros comprenderán que quizás un día a sus hijos, a sus maridos o a ellas mismas les toque estar bajo mi mano.

—Pero ¿no ves que no se trata de eso? Se trata de… —Aquí Dorcas calló y, luego de que los dos estuviéramos un rato en silencio, se levantó y empezó a pasearse por el cuarto, agarrándose los brazos. Nunca antes la había visto hacer aquello, y me resultó inquietante.

—¿De qué se trata, pues? —pregunté.

—De que entonces no era cierto. De que ahora lo es.

—Practiqué el Arte cada vez que hubo un trabajo que hacer. Me alquilé a tribunales de las ciudades y el campo. Varias veces tú me miraste desde una ventana, aunque nunca quisiste estar entre la multitud… Cosa que apenas puedo reprocharte.

—No te miraba —dijo ella. —Yo recuerdo haberte visto.

—No. No mientras sucedía realmente. Tú estabas absorto en tu tarea, y no me veías retroceder y taparme los ojos. Solía mirarte, y te saludaba con la mano en el primer momento, cuando te encumbrabas en el patíbulo. Estabas tan orgulloso…, y derecho como tu espada, tan bello… Eras sincero. Recuerdo que una vez te miré; estaban contigo un oficial de alguna clase, y el condenado y un hieromonje. Y el rostro más sincero era el tuyo.

—Es imposible que lo vieras. Sin duda llevaba puesta la máscara.

—Severian, no me hacía falta verlo. Sé cómo es tu rostro.

—¿Y ahora no es el mismo?

—Sí —dijo ella, reacia—. Pero he estado allá abajo. He visto la gente encadenada en los túneles. Esta noche, cuando tú y yo durmamos en nuestra cama blanda, estaremos durmiendo encima de ellos. ¿Cuántos dijiste que había cuando me llevaste?

—Unos mil seiscientos. ¿De veras crees que los dejarían libres a todos si no estuviera yo para vigilarlos? Cuando llegamos, recuérdalo, ya estaban aquí.

Dorcas se negaba a mirarme.

—Es como una tumba común —dijo. Vi cómo le temblaban los hombros.

—Tendría que serlo —dije yo—. El arconte podría liberarlos, pero ¿quién resucitará a los que ellos han matado? Tú nunca has perdido a nadie, ¿no? Dorcas no respondió.

—Pregúntales a las mujeres y las madres y las hermanas de los hombres que nuestros prisioneros han dejado pudrirse a la intemperie si Abdiesus debería soltarlos.

—Sólo a mí misma —dijo Dorcas, y apagó la vela de un soplo.

Thrax es una daga torcida que entra en el corazón de las montañas por un angosto desfiladero del valle del Acis, y se extiende hasta el castillo de Acies. El coliseo, el panteón y otros edificios públicos ocupan todo el terreno llano entre el castillo y la muralla (llamada Capulus) que cierra el extremo inferior de la zona más estrecha del valle. Los edificios privados de la ciudad trepan a los acantilados de ambas laderas, y muchos están cavados en la propia roca, práctica de la cual Thrax obtiene uno de sus apodos: la Ciudad de las Habitaciones sin Ventanas.

Debe su prosperidad a la posición que ocupa en la cabecera del tramo navegable del río. En Thrax hay que descargar todas las mercancías enviadas al norte por el Acis (muchas de las cuales han navegado nueve décimas partes del Gyoll antes de entrar en la boca del río menor, que bien puede ser la verdadera fuente del otro), y transportarlas a lomo de animal si han de viajar más lejos. Inversamente, los atamanes de las tribus montañesas y los terratenientes de la región que desean despachar lana y maíz a las ciudades del sur los traen para embarcarlos en Thrax, más abajo de la catarata que cae rugiendo del arqueado vertedero del castillo de Acies.

Como siempre ha de ocurrir cuando una plaza fuerte impone el rigor de la ley sobre una región turbulenta, la administración de justicia era la principal preocupación del arconte de la ciudad. Para imponer su voluntad a las gentes de extramuros que en caso contrario la hubiesen rechazado, podía convocar siete escuadrones de dimarchi, cada cual a las órdenes de su propio comandante. El tribunal se reunía todos los meses, desde el primer día de luna nueva hasta el primero de la llena, comenzando con la segunda guardia matutina y continuando todo el tiempo necesario para despachar el orden del día. En tanto ejecutor principal de las sentencias del arconte, a mí se me exigía que asistiese a las sesiones, para garantizar que los castigos por él decretados no se tornaran más blandos o más severos por obra de los encargados de transmitírmelos; y para supervisar con todo detalle el manejo de la Vincula, en la cual se detenía a los prisioneros. En menor escala, era una responsabilidad equivalente a la del maestro Gurloes en nuestra Ciudadela, y durante las primeras semanas que pasé en Thrax me sentí agobiado.

Una máxima del maestro Gurloes decía que no existe prisión bien situada. Como la mayoría de las sabias sentencias proferidas para edificación de los jóvenes, era tan incontestable como inservible. Cualquier fuga entra en una de tres categorías: bien se consuma por astucia, bien por violencia, bien por traición de los destacados para vigilar. En los lugares remotos se hace muy difícil la huida furtiva, y por esta razón han sido preferidos por la mayoría de quienes han meditado largamente la cuestión.

Por desgracia, desiertos, cumbres e islas solitarias son un campo fértil para fugas violentas. Si el lugar es sitiado por amigos de los prisioneros, es difícil advertirlo antes de que sea demasiado tarde, y poco menos que imposible reforzar la guarnición; y de modo similar, si los prisioneros se rebelan, es altamente improbable que las tropas lleguen antes de que la suerte esté decidida.

El emplazamiento en un distrito bien poblado y bien defendido evita estas dificultades, pero ocasiona otras aún más graves. En sitios tales el prisionero no necesita mil secuaces sino uno o dos; y no es preciso que éstos sean combatientes: bastará con una fregona y un buhonero, si son inteligentes y resueltos. Por lo demás, una vez que el prisionero ha traspuesto los muros se mezcla de inmediato con la muchedumbre sin rostro, de modo que su captura ya no será asunto de rastreadores y perros sino de agentes e informadores.

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