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Gene Wolfe: La espada del Lictor

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Gene Wolfe La espada del Lictor
  • Название:
    La espada del Lictor
  • Автор:
  • Издательство:
    Minotauro
  • Жанр:
  • Год:
    1993
  • Город:
    Barcelona
  • Язык:
    Испанский
  • ISBN:
    84-450-7143-2
  • Рейтинг книги:
    5 / 5
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La espada del Lictor: краткое содержание, описание и аннотация

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Severian, desterrado por el “pecado” de misericordia, ha llegado a Thrax, la Ciudad de los Cuartos sin Ventanas, y se prepara para desempeñar el papel, a menudo desagradable, de funcionario del gobierno. Los acontecimientos perturbadores se precipitan. Dorcas deja a Severian y vuelve al Lago de los Pájaros. Severian es perseguido por una bestia mortífera. Ha empezado a cuestionarse su oficio de torturador y al fin deja libre a una mujer y escapa de la ciudad. Ya en las montañas sobrevive a otro encuentro con Agia, que pretende vengar la muerte de su hermano, y sigue huyendo en compañía de un niño, huérfano a causa de un alzabo. Más tarde, en una ciudad desierta, la Garra revive a un hombre que había sido enemigo del Conciliador. El niño muere, pero Severian mata al hombre, reparando de este modo una antigua deuda de venganza. Severian se une entonces a las gentes de las islas flotantes, y los ayuda a atacar el castillo donde volverá a encontrarse con Calveros y el doctor Talos.

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La callejuela me traicionó, como habría esperado si hubiese conocido mejor Thrax. Pues aunque muchas de las tortuosas calles que serpentean por las laderas puedan cruzarse, en general corren de arriba abajo; de modo que para ir de una a otra casa apretada al risco (a menos que estén muy cerca o una encima de otra) hay que bajar hasta la franja central cercana al río y luego volver a subir. Así, al poco rato me encontré tan alto en el acantilado oriental como la Víncula estaba en el opuesto, con menos perspectivas de llegar a ella que las que había tenido al abandonar la posada.

A decir verdad, el hallazgo no me desagradó del todo. Me esperaba trabajo, y llena como tenía aún la mente de pensamientos sobre Dorcas, no sentía ningún deseo especial de hacerlo. Me atraía más agotar mis frustraciones usando las piernas, y resolví seguir la cabriolante calle hasta el final, si era preciso, y ver la Víncula y el castillo de Acies desde aquella altura, y luego mostrar mi insignia de oficial a los guardias de las fortificaciones y caminar por ellas hasta el Capulus, para cruzar el río por el camino más bajo.

Pero después de media guardia de esfuerzo tenaz descubrí que no podía seguir adelante. La calle terminaba contra un precipicio de tres o cuatro cadenas de altura, y en verdad quizás había terminado antes, pues la última veintena de pasos yo la había dado por lo que probablemente no era más que el sendero privado de la miserable choza de adobe y cañas que tenía delante de mí.

Tras cerciorarme de que no había manera de rodearla, y ningún camino hacia la cumbre en una buena distancia a mi alrededor, iba a alejarme disgustado cuando una criatura salió de la choza, y deslizándose hacia mí entre temerosa y audaz, observándome sólo con el ojo derecho, extendió una mano pequeña y muy sucia en el ademán universal de los mendigos. Es posible que si yo hubiera estado de mejor humor, me habría reído de la pobre criatura, tan tímida e inoportuna; el caso es que dejé caer unos aes en la manchada palma.

Envalentonada, la criatura se arriesgó a decir: —Mi hermana está enferma. Muy enferma, sieur. —Por el timbre de la voz decidí que era un niño; al hablar había vuelto la cara casi hacia mí, y vi que tenía el ojo izquierdo cerrado, hinchado por alguna infección. Unas lágrimas de pus se le habían secado en la mejilla.— Muy, muy enferma.

—Ya veo —le dije.

—Oh, no, sieur. No puede desde aquí. Pero si lo desea puede mirar por la puerta… No la molestará. En ese momento un hombre cubierto con un rasguñado delantal de albañil llamó en voz alta. —¿Qué pasa, Jader? ¿Qué quiere? —Trajinaba sendero arriba hacia nosotros.

Como cualquiera habría previsto, el único efecto de la pregunta fue asustar al niño y hacerlo callar. Yo dije: —Estaba preguntando cuál es el mejor camino hacia la zona de abajo.

Sin responder, el albañil se detuvo a unos cuatro pasos de mí y cruzó unos brazos de aspecto mas duro que las piedras que rompían. Parecía irascible y desconfiado, aunque me era imposible saber por qué. Quizá mi acento había delatado que yo era del sur; quizá sólo fuera por mi vestimenta, que, si bien nada rica o fantástica, indicaba que pertenecía a una clase social superior a la de él.

—¿He entrado en terreno privado? —pregunté—. ¿Es suyo este lugar?

No hubo respuesta. Pensara lo que pensase de mí, estaba claro que no habría comunicación entre nosotros. Yo sólo podía hablarle como un hombre le habla a un animal, y ni siquiera como a un animal inteligente, por cierto, sino apenas como un arriero le grita a una res. Y él, por su parte, sólo podía hablar como hablan los animales a un hombre, con un sonido formado en la garganta.

He notado que en los libros, al parecer, nunca se dan estos puntos muertos; los autores tienen tal ansiedad por llevar adelante las historias (por muy inexpresivas que sean, y aunque avancen como carros de mercado con infatigables ruedas chirriantes, y sólo vayan a pueblos polvorientos donde el encanto del campo se ha perdido y nunca se encontrarán los placeres de la ciudad) que no hay tales malentendidos, ninguna negativa que exija una negociación. El asesino que ha puesto la daga en el cuello de la víctima está impaciente por discutir el asunto, y con todo el detenimiento que la víctima o el autor deseen. La apasionada pareja unida en amoroso abrazo se muestra al menos igualmente dispuesta a retrasar la estocada, si no más.

En la vida no es así. Yo miraba fijamente al albañil, y él me miraba a mí. Se me ocurrió que podría matarlo allí mismo, aunque no estaba seguro, pues parecía insólitamente fuerte, y nada garantizaba que no tuviera un arma escondida, o amigos en las miserables viviendas próximas. Sentí que estaba a punto de escupir en el trecho de sendero que nos separaba, y si lo hubiera hecho yo le habría arrojado la chilaba a la cabeza y lo habría apuñalado. Pero no lo hizo, y cuando ya hacía un buen rato que nos estábamos mirando, el niño, que tal vez no tuviera idea de lo que estaba pasando, volvió a decir:

—Puede mirar desde la puerta, sieur. A mi hermana no le molestará. —En el empeño de mostrar que no había mentido se atrevió incluso a tirarme un poco de la manga, sin darse cuenta, por lo visto, de que su sola apariencia justificaba cualquier mendacidad.

—Te creo —dije. Pero entonces comprendí que decir que le creía era insultarlo, mostrando que yo no confiaba en lo que me decía, no tanto al menos como para ponerlo a prueba. Me incliné y espié por la rendija, aunque al principio, como miraba desde el día brillante hacia el tenebroso interior de la choza, lo que pude ver fue poco.

La luz me daba casi de lleno en la espalda. Sentía su presión en la nuca, y era consciente de que el albañil podía atacarme con impunidad ahora que yo no lo veía.

Pequeña como era, la habitación no estaba atiborrada. Contra la pared opuesta a la puerta habían amontonado unas pajas, y allí yacía la chica. Estaba en esa fase de la dolencia en la que ya no sentimos compasión por el enfermo, que se ha convertido en objeto de horror. La cara parecía una calavera sobre la que se estiraba una piel fina y translúcida como el parche de un tambor. Los labios ya no le cubrían los dientes, ni siquiera durante el sueño, y la guadaña de la fiebre le había arrebatado el pelo hasta dejarle apenas unos mechones.

Apoyé las manos en el muro de barro y mimbres que enmarcaba la puerta y me enderecé.

—Ya ve que está muy enferma, sieur —dijo el niño—. Mi hermana. —Y volvió a estirar la mano.

Yo lo veía —lo veo ahora como si lo tuviera delante— pero no dejaba ninguna huella en mi mente. Sólo podía pensar en la Garra; y me parecía que me estaba oprimiendo el esternón, no tanto como un peso sino como los nudillos de un puño invisible. Me acordé del ulano, muerto en apariencia hasta que yo le toqué los labios con la Garra, y que ahora parecía pertenecer al pasado remoto; y me acordé del hombre-mono y su muñón, y de cómo se habían desvanecido las quemaduras de Jonas al pasarles la Garra por encima. No la había usado ni pensado en usarla desde que no había conseguido salvar a Jolenta.

Ahora había guardado el secreto tanto tiempo que temía volver a probarla. Habría tocado con ella a la niña moribunda, tal vez, si su hermano no hubiese estado mirando; habría tocado el ojo enfermo del niño de no haber sido por el hosco albañil. Lo cierto es que sólo traté de respirar contra la fuerza que me agobiaba las costillas, y sin hacer nada, me alejé camino abajo ignorando hacia dónde iba. Oí que la saliva del albañil le volaba de la boca y daba a mis espaldas contra el sendero de piedra; pero no supe qué era ese ruido hasta que casi estuve de nuevo en la Vincula y me sentí más o menos recuperado.

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