David Camus - La espada de San Jorge

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Una fascinante aventura épica en el siglo XII de las grandes sagas.
Cuando aún es un niño, el intrépido Morgennes es testigo del asesinato de toda su familia. Más tarde, tras pasar unos años en el Monasterio de Troyes, donde da muestras de gran inteligencia, parte con su amigo Chretien en busca de aventuras. En Bizancio, tras superar la iniciación, será armado caballero. Y ya en Jerusalén deberá volver a probarse a sí mismo enfrentándose al mundo de la memoria y al de los muertos, a las sombras y a los recuerdos…
Una recreación histórica apasionante de los tiempos de la caballería, el honor y la devoción por la causa.
Una historia muy intensa, que no decae en ningún momento: héroes caballerescos, búsqueda de reliquias, el contexto histórico de las cruzadas y los templarios, todo ello acompañado de grandes dosis de fantasía y acción sin límite.

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Guillermo, por su parte, oscilaba entre la cólera y la tristeza; no sabía si era más apropiado dar rienda suelta a su odio o estallar en sollozos. No hizo ni una cosa ni la otra, pero no pudo evitar pensar: «No hace falta ser adivino para leer en estas entrañas el fin de los sueños de Amaury».

Esta victoria no era tal.

Peor aún, era una espantosa derrota, porque acababa de levantar contra ellos a los pocos egipcios que aún eran aliados de los francos.

«¿Quién lo ha querido? -se preguntaba Guillermo-. ¿Quién ha permitido esto? ¿Dios? ¿Alá?»

De pronto se sintió aturdido y se llevó la mano a la frente. «Alá…» Pero ¿qué decía? ¿Estaba loco? Seguramente estaba delirando, porque de otro modo nunca habría acudido a su mente el nombre de este falso dios. Notando la boca sucia -había pronunciado el nombre de ese demonio-, escupió al suelo, y su flema cayó sobre un enjambre de moscas, dispersándolo.

Tres días atrás, el ejército franco y los hospitalarios se habían presentado ante las murallas de Bilbais para negociar la rendición. Amaury esperaba conseguirla a cambio de algunas monedas de oro, o de la vaga promesa de un feudo por inventar (¿no había concedido ya a sus vasallos, aliados y señores más tierras de las que tenía Egipto?); el rey había esperado que la ciudad se sometiera sin oponer demasiada resistencia.

Pero, para sorpresa de los francos, cuando Amaury reclamó al joven gobernador de Bilbais un lugar donde acampar, este respondió: «No tienes más que acampar sobre la punta de nuestras lanzas. ¿Crees que esta ciudad es un queso que podéis devorar?».

Metáfora culinaria que Amaury había aprovechado enseguida para replicar: «Un queso, sí. Del que El Cairo es la crema».

Unas horas más tarde, el sitio empezaba, y tres días más tarde -es decir, en ese 4 de noviembre de 1168 de siniestra memoria- Bilbais, con sus frágiles murallas demolidas por los francos, era tomada.

Bajo el mando de su maestre Gilberto de Assailly, los hospitalarios y sus cohortes de mercenarios fueron los más ardientes propagadores de la fe cristiana. Ávidos por convertir esta ciudad en la pieza maestra de sus futuras posesiones egipcias, se encargaron de limpiarla de todo lo que en ella había vivido al margen de sus leyes y, hasta ese momento, en una paz relativa. A niños que salían corriendo de una casa que era pasto de las llamas se les clavaba al suelo de una lanzada; las mujeres eran violadas bajo las miradas de los hombres; las hijas, bajo las de sus padres, y todos acababan decapitados, en el mejor de los casos. Porque, dominados por un ardor demoníaco, los hospitalarios -a los que habían prometido mucho y que querían ofrecer un adelanto de las penas del infierno a esos infieles- pretendían demostrar el vigor de su fe desplegando todo el abanico de sus capacidades para innovar en materia de crueldad.

Pobres niños desmembrados a los que hacían correr, por diversión, con los brazos arrancados por las calles de la ciudad, para verles tropezar y luego agonizar sobre el cadáver de otro. Piernas medio cortadas, cuellos rajados, manos, dedos, sexos y senos entregados a perros adiestrados para atacar, a los que habían «olvidado» alimentar en previsión del sitio.

Los mantos negros con la cruz blanca se teñían de rojo, y hasta las patas de los caballos, que chapoteaban entre los intestinos, triturando las vísceras y mezclando las tripas entre una sinfonía de bufidos, estaban cubiertas de sangre.

¿Se podía ser más cruel? Seguramente. Pero Amaury, asqueado hasta la náusea por este espectáculo, ordenó detener la carnicería.

– ¡Deteneos!

No le escuchaban. Tal vez fuera el rey, pero no era Dios ni el Papa. Y en esa hora, Dios había ordenado: «¡Matad! ¡Aniquilad sin distinción de religión, edad ni sexo! ¡Matadlos a todos!».

Esa matanza debía servir para alimentar el feroz apetito del Dios de los hospitalarios.

– ¡Deteneos! -volvió a gritar Amaury.

En vano.

Sabiendo que debía tomar distancias si no quería ver su autoridad, ya vacilante, reducida a la nada, volvió a su tienda en el linde de la ciudad. Allí ordenó que le trajeran la Vera Cruz y se encerró con ella.

– Tú -gritó a la reliquia-, ¿es eso lo que querías? ¿Nuestra p-p-perdición? ¿No comprendes que p-p-por ti han emprendido esta expedición? ¿Qué esperas de nosotros? ¿Matanzas, muertes, sangre? ¿Nada más? ¿No te complace la p-p-paz?

Luego, volviéndose hacia la entrada de su tienda, aulló:

– ¡Guillermo!

Guillermo de Tiro asomó la cabeza.

– ¿Sire?

– ¡Ven!

Guillermo se acercó a Amaury, esforzándose en contener la cólera que hervía en su interior.

– Dime -le preguntó Amaury-, ¿qué p-p-pensamientos ocupan tu espíritu?

– Majestad, no sé.

– Guillermo, nunca me has mentido. De todos los seres que c-c-conozco, eres uno de los pocos en cuyas manos pondría la vida de mi hijo, que es mi bien más precioso. ¿Qué p-p-piensas de mi real persona? Dime la verdad.

– Sire, realmente no…

– ¡Habla, o a fe mía que te c-c-corto la lengua!

Guillermo tragó saliva, y luego dio su opinión al rey, tal como este le había ordenado.

– Majestad, creo que habéis traicionado vuestra palabra, por dos veces, y vuestro cometido… Creo que un castigo terrible nos espera, creo que…

– ¿Por dos veces?

– La palabra que disteis, a través de mi persona, al emperador de Bizancio, Manuel Comneno. Habíais convenido que le esperaríais un año, antes de atacar.

– Esta es una.

– Y la palabra que disteis este verano al califa al-Adid y a su visir, Chawar. Recordad esa ceremonia en el curso de la cual insististeis en estrechar la mano desnuda del califa. Se sometió a vuestras exigencias, sin comprenderlas, y…

– Entonces, según tú, ¿soy un t-t-traidor?

– Uno de los peores.

– Veamos, tampoco soy Judas, ¿no?

– Igual que el califa de Egipto no es Jesús. Aquellos a los que habéis traicionado se encontraban de vuestro lado, dispuestos a ayudaros. Habéis traicionado a vuestro hermano, a vuestro padre. Pero sobre todo os habéis traicionado a vos mismo. Y con vuestro gesto habéis indicado el valor que otorgáis a vuestros antepasados, a vuestros sueños, a vuestro pueblo, a vuestro cometido y, para acabar, a vuestra propia persona.

Como un león enjaulado, Amaury caminaba de un lado a otro de su tienda, cogiéndose continuamente el mentón con una mano y pasándose la otra por su rala cabellera.

– Vamos, busquemos, tiene que haber una solución.

– Majestad, si puedo permitirme…

– Sigue.

– Cuando el vino se ha escanciado…

– Hay que beberlo. ¿Quieres que p-p-prosiga con esta expedición?

– Perderéis Egipto, es un hecho. Porque todos los egipcios se pondrán del lado de Chawar y os hostigarán siempre que puedan, en todas partes, aunque consigáis manteneros en El Cairo. Algo que dudo que podáis hacer si Nur al-Din decide enviar a Shirkuh contra vos…

– ¿Shirkuh? P-p-por lo que sé, aún no está ahí. En cuanto a que me hostiguen, no voy a preocuparme por algunas escaramuzas cuando tengo a mis órdenes, o eso espero, un ejército tan p-p-poderoso como el de Jerusalén. Por no hablar de los hospitalarios, de la armada (que en este momento debe de estar remontando el Nilo) y de Constantinopla, que aún p-p-puede acudir en nuestra ayuda.

– Majestad, ningún ejército, por poderoso que sea, puede esperar vencer en territorio enemigo si no consigue una victoria total.

– ¿De modo que es un p-p-problema sin solución? ¿Me dices que siga adelante, y sin embargo no crees que existan p-p-posibilidades de éxito?

– Majestad, todo lo que podéis esperar ganar es un poco de tiempo. El tiempo que necesitaréis para rehaceros y para lograr que los bizantinos os den su apoyo dentro de un año. Bilbais llevará para siempre los estigmas de nuestro paso por ella. Y si los hospitalarios no han hecho diferencias entre los musulmanes y los coptos, ¿cómo queréis que estos últimos las hagan entre los hospitalarios y vos mismo? Habéis perdido a un aliado precioso. Hay que dejar que las heridas se cierren y confiar en Dios.

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