– ¡Dios!
Furioso, Amaury sujetó la Vera Cruz, se la cargó al hombro y salió de su tienda. Luego, volvió a montar a Passelande, aún con la cruz a cuestas, y se dirigió hacia la carnicería de Bilbais.
Allí se plantó en lo alto de una ruina y miró alrededor.
A la entrada de la ciudad, sobre la puerta de una casa con las paredes medio derruidas, distinguió un león, clavado con las patas en cruz. Le habían abierto el pecho con un golpe de espada y sus vísceras colgaban hasta la arena, como un estandarte macabro. Si este león había sido crucificado de ese modo, era porque, a ojos de los hospitalarios, representaba el mal. La fiera, probablemente atraída por el olor a carne fresca, debía de haber sido capturada por los caballeros del Hospital y clavada con un lanzazo, antes de serlo de forma definitiva con verdaderos clavos. Su melena, empapada de sangre, le caía sobre la cara y. le daba un aire afligido. Parecía una imitación siniestra de Cristo, con su parodia de corona de espinas y sus costillas salientes, visibles bajo la piel desollada.
Amaury cerró los ojos un instante, y luego volvió a abrirlos para ver quién lanzaba aquellos gritos, quién aullaba de aquel modo. Eran los mercenarios contratados por los hospitalarios, que volvían al campamento con los brazos cargados con el fruto de su rapiña. Con el rostro negro de hollín y las manos y la barba teñidos con la sangre de sus víctimas, se llevaban de Bilbais objetos tan insignificantes como mesas o taburetes medio quemados, viejos vestidos de lana, haces de cañas o jarrones de gres. Algunos iban vestidos con ropas que habían sustraído, y no pocos de entre ellos llevaban ropas de mujer, que habían robado para sus prostitutas. Otros, glotones, habían cogido todo lo que habían encontrado en materia de víveres y lo habían arrojado descuidadamente sobre un paño que arrastraban tras de sí, cargado de ánforas medio vacías, mendrugos de pan, algunos puñados de arroz o restos de carne, tras los cuales gruñían los perros.
Al verlos, Amaury sintió de nuevo ganas de vomitar. Pero se contuvo y levantó la Vera Cruz hacia el cielo. Si hacía un momento su lanza no había tenido ningún efecto, esperaba que la Santa Cruz le permitiera hacerse escuchar por su ejército y por el de los hospitalarios.
– ¡Soldados!
Varios centenares de pares de ojos se volvieron hacia él.
– ¡Solo hemos escrito el p-p-prólogo de nuestras aventuras! ¡Seguidme ahora a El Cairo para redactar la continuación! ¡A El Cairo!
– ¡A El Cairo! -repitieron después de él los mercenarios, los caballeros y los infantes, los escuderos y todo el que llevaba un arma en nombre de la cristiandad-. ¡A El Cairo! ¡A El Cairo!
Amaury sonrió ampliamente y murmuró a Guillermo:
– Ves, he vuelto a coger las riendas…
Pero a Guillermo aquello no le pareció un buen augurio. Además, un buitre fue a posarse sobre la Vera Cruz y lanzó un grito estridente, mientras paseaba, al extremo de su largo cuello, una mirada interesada sobre el ejército franco.
Como para ahuyentar este funesto presagio, Amaury espoleó a Passelande, se lanzó hacia los prisioneros y penetró entre sus filas.
– Los de la izquierda son p-p-para mí. El resto son vuestros… -dijo a los soldados.
Finalmente, volviéndose hacia los prisioneros que se había adjudicado, les dijo:
– Os devuelvo la libertad, en reconocimiento por la gracia que Dios me ha otorgado al conquistar Egipto. Volved a vuestras casas, si aún es p-p-posible…
Diez días más tarde, los francos llegaban a los alrededores de El Cairo. Pero, entretanto, un emisario enviado por Chawar se había acercado a ellos con la intención de sondearlos. Este emisario era el segundo que Chawar enviaba a Amaury -el primero había sido comprado con la promesa de concederle un feudo en los futuros territorios francos de Egipto.
Vestido completamente de blanco y enarbolando una larga bandera blanca, que -como si se resistiera a cumplir su misión- pendía tristemente entre los cascos de su yegua, el emisario avanzó hacia Amaury con una expresión falsamente radiante. El hombre levantó la mano derecha y dijo:
– ¡Assalam aleikum, rey traidor! Porque ¿cómo podría llamarte de otro modo dadas las funestas intenciones que te han llevado hasta nosotros?
Amaury hizo un gesto con la mano y tartamudeó su respuesta:
– ¡Aleik-k-kum assalam, amigo mío! Que el cielo sea alabado, hermano, pero estás totalmente equivocado. Ve a tranquilizar a Shirkuh (que la paz sea con él), porque no tengo ninguna intención de perjudicarle. ¡Al contrario! He venido a advertirle de un peligro. A algunos cristianos particularmente entusiastas se les ha metido en la cabeza la idea de conquistar vuestro hermoso p-p-país. Temiendo que lo consiguieran, me puse en camino para p-p-proponeros mis servicios como mediador.
– Hermano, dime, ¿qué clase de mediador eres tú? Porque me gustaría saber quiénes son estos cristianos, vestidos con pesadas capas negras adornadas con una cruz blanca, que veo pegados a los cascos de tu ejército.
– Hospitalarios.
– ¡Yo digo que son demonios!
– ¡Están aquí p-p-por mi seguridad y por la vuestra!
– Vamos, hermano, vosotros sois aquí los únicos que pueden amenazarla. ¿Por qué no ordenas a tus hospitalarios que vuelvan tranquilamente hacia la fortaleza que están construyendo al sur del monte Thabor y que lleva por nombre castillo de Belvoir?
– ¡Hermano! ¡Por D-d-dios que me alegra verte tan bien informado!
– En efecto. Es lo menos que te debo, oh gran rey. Pero puedes retirar el pesado manto de la inquietud de tus nobles hombros, porque no tenemos necesidad de tu ayuda. Sin embargo, para darte las gracias por haberte desplazado, Chawar, ¡que Dios le guarde!, me ha autorizado a ofrecerte una compensación. Propone que tú mismo fijes el montante, para mostrarte cuán grande es su afecto por ti.
– ¡Hermano, esto es magnífico! A fe mía que un millón de d-d-dinares bastarán. A este precio creo que podré convencer a los elementos recalcitrantes de mi ejército para que vuelvan a Jerusalén.
– ¡Un millón! Es una suma muy importante, pero tú la vales, sin duda. Hermano, mi corazón sangra porque debo partir a ver a mi príncipe. Vuelve a tu morada, y tendrás mi respuesta en el plazo de unos días.
Pasados diez días, Chawar en persona se presentó ante Amaury y le anunció:
– ¡No, no y no, nunca pagaré semejante suma!
– ¡Desconfía, visir, amigo mío, porque por menos no seré capaz de c-c-convencer a los hospitalarios de que renuncien a sus proyectos! ¡Ya sabes cómo son! Las únicas p-p-palabras que comprenden son las que brillan.
– ¿Las de las armas?
– ¡No, por Dios! Las del oro.
– En otros tiempos -dijo Chawar-, tal vez habría aceptado. Pero ahora ya no. La flota que habías enviado a Tanis está bloqueada en el Nilo, y he tomado algunas disposiciones. Para empezar, debes saber que Egipto está unido ahora en su odio hacia los francos. Además, quiero mostrarte qué magnífico banquete he preparado con ocasión de tu llegada.
Con un gesto, Chawar invitó a Amaury a seguirle al otro lado de la alta duna que les separaba de El Cairo. Al alcanzar la cima, Amaury comprendió que había perdido. En el horizonte, una columna purpúrea ascendía al asalto de los cielos en una mezcla de humaredas. Esta larga línea incandescente era el resultado del incendio del Viejo Cairo, que Chawar -como un Nerón de los tiempos modernos- había ordenado quemar.
– ¿Ves esta humareda? ¡Es Fustat! Ayer noche di orden de que vertieran allí veinte mil jarras de nafta y lanzaran diez mil antorchas. Pronto no quedará nada que te sea útil. Renuncia a tu empresa o El Cairo sufrirá la misma suerte.
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