David Camus - La espada de San Jorge

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Una fascinante aventura épica en el siglo XII de las grandes sagas.
Cuando aún es un niño, el intrépido Morgennes es testigo del asesinato de toda su familia. Más tarde, tras pasar unos años en el Monasterio de Troyes, donde da muestras de gran inteligencia, parte con su amigo Chretien en busca de aventuras. En Bizancio, tras superar la iniciación, será armado caballero. Y ya en Jerusalén deberá volver a probarse a sí mismo enfrentándose al mundo de la memoria y al de los muertos, a las sombras y a los recuerdos…
Una recreación histórica apasionante de los tiempos de la caballería, el honor y la devoción por la causa.
Una historia muy intensa, que no decae en ningún momento: héroes caballerescos, búsqueda de reliquias, el contexto histórico de las cruzadas y los templarios, todo ello acompañado de grandes dosis de fantasía y acción sin límite.

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– ¿De qué, o de quién, habéis venido a salvarme?

– ¡Del dragón!

– ¿Qué dragón? Aquí no hay dragones.

– Está en el exterior, en el laberinto…

– Ah, comprendo -dijo la joven-. Pero no, os equivocáis. No hay ningún dragón. Estas bestias ya no existen. Lo que habéis tomado por un dragón es el propio laberinto.

– ¿De modo que conocéis ese lugar?

– Un poco, ya que de ahí vienen mis carceleros.

– Creía que no tenían derecho a visitaros.

– ¿Y quién podría impedírselo? Por otra parte, no vienen a menudo. Aquí tengo todo lo que necesito para bordar, y este jardín me proporciona bastante alimento…

– Entonces, ¿por qué vienen?

– ¿Por qué os parece?

– Para contemplaros, sois tan hermosa.

Morgennes se interrumpió bruscamente y bajó la cabeza.

– Perdón, mi reina.

En lugar de parecer ofendida, la joven le preguntó:

– ¿Me diréis por fin quién sois?

– Me llamo Morgennes -dijo él levantando la cabeza-. Y he venido para salvaros.

La joven le miró, entre divertida y confusa.

– Yo me llamo Guyana -dijo.

– ¡A vuestro servicio!

– ¿Puedo saber quién os envía?

– Mi rey, Amaury I de Jerusalén. Pero hablaremos de todo ello más tarde. ¡Ahora debemos partir!

La joven se estremeció.

– No os preocupéis -dijo Morgennes-. ¡Estoy aquí!

Hubo un movimiento en el fondo del jardín. Una yegua paseaba. Cosa extraordinaria, tenía una especie de cuerno en la cabeza, en medio de la frente; pero Morgennes se dijo que tal vez fuera un rayo de luz, porque la yegua estaba medio en sombras, bajo un claro del follaje por el que se filtraba un espejeo de fulgores, que en ocasiones caían perpendicularmente sobre su pelaje, sembrándolo de hilos de oro.

– ¿Estoy viendo un unicornio? -preguntó a Guyana.

– Sí.

– Creía que no existían…

– Depende.

– ¿De qué?

– De lo que mejor os convenga. Si no creéis en ellos, no los veréis.

Entonces Morgennes se acercó lentamente a la yegua y se dio cuenta de que el supuesto cuerno solo era el fruto de un juego de sombras y luces. Había tantos unicornios en ese jardín como dragones en los montes Caspios. Curiosamente, se sintió decepcionado.

– Creo que habría preferido equivocarme -dijo a Guyana.

– Y yo hubiera preferido no tener que elegir nunca.

Se levantó del brocal, se arregló los pliegues del vestido, y dijo:

– He esperado tanto este momento que ya no sé si es una suerte o una desgracia.

– Os comprendo perfectamente -dijo Morgennes-. Pero yo os ayudaré. No me iré de aquí sin vos. Tomaos el tiempo que queráis, saldremos por donde he entrado.

– No, es imposible. Esta puerta es la del dragón. No tengo derecho a franquearla.

– Pero entonces, ¿cómo lo haremos? Se dice que el Cofre donde vivís no tiene puerta.

– Es falso. Hay dos.

– Desde el exterior no se ven.

– Es porque solo conducirán al exterior si yo acepto abrirlas. Dejad que os lo muestre.

Guyana le acompañó en un recorrido por sus dominios. Aquí y allá, las celosías se abrían sobre el jardín, en lugar de dar, como es habitual, a la agitación de las calles. Algunas habitaciones, excavadas en los muros, hacían las funciones de vivienda; pero lo más interesante eran las dos enormes puertas de madera, adornadas con grandes clavos negros y separadas por una especie de nicho. Una de estas puertas, orientada hacia el oeste, estaba provista de una aldaba en forma de pez. Representaba la religión cristiana. La otra puerta, vuelta hacia oriente, representaba la religión musulmana. Su aldaba tenía forma de media luna.

– Pero entonces -preguntó Morgennes-, ¿por qué no habéis salido? ¿No sois, en realidad, una prisionera?

– Soy y no soy una prisionera. Simplemente no tengo religión, y mientras no la tenga, permaneceré aquí, porque no existo. Mis padres se pusieron de acuerdo, en otro tiempo, para dejarme a mí la elección. O bien me hago cristiana, como mi madre, y saldré por aquí (señaló la puerta de la cristiandad), o bien me hago musulmana, como mi padre, y en ese caso saldré por aquí -concluyó señalando a Morgennes la puerta ante la que se encontraban.

– Pero, entonces ¡elegid!

– No lo comprendéis. Para mí, no se trata solo de elegir entre islam y cristiandad, sino entre mi padre y mi madre. Es una elección difícil.

Como si se dispusiera a efectuar un largo viaje, Morgennes se ajustó las correas de su talego y propuso:

– ¿Por qué no vais hacia la cruz?

– Porque no estoy convencida.

Morgennes se acarició el mentón, y luego dijo:

– Creía que en el caso de un niño cuyos padres son de religiones diferentes, pero en la que uno al menos es musulmán, era la religión musulmana la que se imponía.

– Eso es lo que dicen los musulmanes. Pero yo, en todo caso, soy una excepción. Una triste y solitaria excepción.

– Yo soy un poco como vos -dijo Morgennes-. Excepto que yo soy de padre cristiano y de madre judía.

– Venid -dijo ella después de un breve silencio-. Me gustaría presentaros a una mujer honrada por varias religiones.

Le llevó hacia el nicho que se encontraba entre las dos puertas, y le hizo ver lo que había en el interior: un icono que representaba a la Virgen. Era un retrato de un pasmoso realismo, y Morgennes no pudo evitar un estremecimiento al contemplarlo. ¿Quién había podido ejecutar este icono con tanto talento?

– ¿Pixel? ¿Azim?

– No -respondió Guyana-, miradlo mejor, Morgennes, y decidme qué veis.

Morgennes hundió su mirada en la de la Virgen, y tuvo la turbadora sensación de ser observado a su vez. Cuando se desplazaba por el jardín, la Virgen no apartaba sus ojos de él. ¿Era una ilusión óptica? ¿Un truco de magia?

– ¿Qué prodigio es este? Su mirada me sigue allá donde voy…

– Allá adonde vais, sí. Y allí adonde iréis. Porque este retrato representa a la Virgen; pero si es tan especial, y si ha sido colocado aquí para velar por mí, es porque fue pintado por un niño que se encontraba también entre dos religiones.

– ¿Un niño entre dos religiones?

– Jesús.

Morgennes se quedó boquiabierto.

– Pero no es más que una leyenda -prosiguió Guyana, divertida por su desconcierto-. Se ha transmitido de generación en generación, entre los ofitas igual que entre los coptos, si no he entendido mal. Este icono no es de factura humana, sino divina.

– Es increíble -dijo Morgennes-. ¿Puedo tocarlo?

– Si queréis… Después me gustaría mostraros otra cosa.

– ¿Qué?

– El pozo en el fondo del cual está Dios.

48

¡Mata! ¡Mata!

Chrétien de Troyes,

Filomena

– ¡Basta! -gritó Amaury-. ¡Deteneos!

Con la lanza en ristre, espoleó a su caballo y recorrió las principales calles de Bilbais, que el ejército franco estaba saqueando. Pero, por desgracia, Amaury no consiguió en Bilbais lo que había conseguido unos meses atrás en Alejandría. Y la ciudad fue saqueada, por cuarta vez desde el inicio de su reinado.

Passelande, su corcel, avanzaba entre los cadáveres -hombres, mujeres o niños, apenas se distinguían-. Las edades y los sexos habían sido borrados a golpes de espada, e incluso la carne de los animales se mezclaba con la de los humanos. Un hedor infernal saturaba el aire, una fetidez tan nauseabunda que Amaury se inclinó en su silla para vomitar.

«¡Dios mío, qué hemos hecho! ¿Soy yo quien ha autorizado esto? Al menos no lo he p-p-prohibido con suficiente autoridad…»

– Majestad…

Amaury no se volvió, pero levantó la mano izquierda. «Que me dejen t-t-tranquilo.» No tenía ningunas ganas de oír lo que Guillermo de Tiro tenía que decirle. No ahora.

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