David Camus - La espada de San Jorge

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Una fascinante aventura épica en el siglo XII de las grandes sagas.
Cuando aún es un niño, el intrépido Morgennes es testigo del asesinato de toda su familia. Más tarde, tras pasar unos años en el Monasterio de Troyes, donde da muestras de gran inteligencia, parte con su amigo Chretien en busca de aventuras. En Bizancio, tras superar la iniciación, será armado caballero. Y ya en Jerusalén deberá volver a probarse a sí mismo enfrentándose al mundo de la memoria y al de los muertos, a las sombras y a los recuerdos…
Una recreación histórica apasionante de los tiempos de la caballería, el honor y la devoción por la causa.
Una historia muy intensa, que no decae en ningún momento: héroes caballerescos, búsqueda de reliquias, el contexto histórico de las cruzadas y los templarios, todo ello acompañado de grandes dosis de fantasía y acción sin límite.

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Se detuvo e hizo que su yegua se tendiera, después de haber soltado a Taqi. Saladino se acurrucó entre las patas de su montura y comprimió a Taqi contra el hueco del vientre del animal. Luego esperó. El viento seguía soplando, enterrándolos bajo la arena. Saladino, imperturbable, se balanceaba suavemente hacia delante y hacia atrás, recitando sus oraciones:

– En nombre de Dios, el Muy Misericordioso, el Misericordioso, el rey del Día y del Juicio. A Ti adoramos, a Ti imploramos socorro. Guíanos por la vía de la rectitud, la vía de aquellos a los que colmaste con tus dones, no la de los que osan desafiarte, ni la de los que se han extraviado…

Una lágrima cayó por su mejilla, pero cuando se llevó la mano al rostro para tocarla, solo encontró un poco de arena. Arena, arena, arena… ¿No había nada que no fuera arena?

«¡No! -se dijo Saladino-. Los ancianos contaban que en otro tiempo un inmenso océano cubría este desierto. Peces gigantes nadaban en él, así como todo tipo de criaturas hoy desaparecidas. Noé no había podido salvar a todos los animales de la creación. Algunos habían debido ser sacrificados. Había llovido, durante cuarenta días y cuarenta noches, y luego las aguas se habían retirado y el mar había muerto, aniquilado…»

Saladino dejó escapar un profundo suspiro. Curiosamente esto evocó en él la imagen de un dragón muy grande y muy poderoso a punto de expirar, mientras el mar donde vivía perecía. Un suspiro. Un mar. Un dragón. ¿Y si el jamsin fuera el postrer suspiro del último dragón de este desierto? ¿Un soplo tan poderoso que todavía recorría lo que en otro tiempo había sido su territorio?

– Tal vez consiga calmarle si le doy un poco de lo que perdió.

Saladino cogió la cantimplora de Taqi, la abrió y vertió el agua sobre la arena.

«¡Es una locura! Pero, al fin y al cabo, ya no tengo nada que perder, vale la pena probar.»

Curiosamente, el agua se dirigió hacia lo alto. Entonces Saladino levantó los ojos para ver cómo se elevaba hacia la tormenta, donde se abrió un camino hacia el cielo.

– Es un milagro -murmuró-. ¡Que Alá sea loado!

En efecto, poco a poco, el minúsculo cuadrado de cielo azul que el agua había hecho aparecer se hizo más grande, tanto que los vientos se calmaron y luego se desvanecieron por completo. Finalmente el sol volvió a brillar, como si nada hubiera ocurrido. Saladino se preguntó si no lo había soñado.

«¿Era posible que hubiera sido un espejismo?»

Se incorporó sobre sus piernas, se limpió de arena las mangas y la chaqueta y se desanudó el keffieh. Después de haberlo hecho chasquear en el aire varias veces, para eliminar el polvo que se había acumulado, se volvió hacia su yegua, que seguía medio cubierta de arena. Saladino tuvo una desagradable sorpresa cuando le pasó un paño por la cabeza: el jamsin la había mordido hasta el hueso, dejándola en carne viva, torturada. Estaba muerta. Saladino lanzó un aullido de dolor que arrancó a Taqi de su sopor.

– ¿Dónde estoy? -preguntó el niño.

– Todo va bien -le respondió Saladino-. El jamsin tenía sed. Le he dado de beber y se ha ido.

Taqi se iba rehaciendo poco a poco, trataba de recuperar el dominio de sí mismo. Pronto, una línea de polvo empezó a formarse sobre el desierto, hacia oriente, y los estandartes del ejército de Shirkuh aparecieron en el horizonte, como velas de navíos que llegaban en su ayuda.

– ¡Salvados! -dijo Taqi, agitando un extremo de su keffieh -. ¡Por aquí! ¡Por aquí!

Saladino, por su parte, cubría de arena a su yegua, mascullando en voz baja unas palabras ininteligibles.

– ¿Qué dices? -le preguntó Taqi.

– Que lo que no se puede obtener por la fuerza, lo consigue un poco de agua.

Meditó sobre esta lección, prometiéndose que no la olvidaría nunca. En adelante, el jamsin sería para él, no un amigo, sino un ser que había aprendido a conocer y a no temer. ¿Un futuro aliado? Tal vez…

51

Siempre sucede así: el estiércol necesariamente debe apestar,

los tábanos deben picar y los traidores, dañar y hacerse odiosos.

Chrétien de Troyes,

Ivain o El Caballero del Le ó n

– Hemos triunfado -exclamó Saladino dirigiéndose a su tío Shirkuh.

– No -replicó este último-. Son los francos los que han fracasado. Si se hubieran comportado con humanidad con los habitantes de Bilbais, sin duda se habrían apoderado enseguida de Fustat y de El Cairo.

– ¡Entonces demos gracias a Alá por haberles inspirado tan erróneamente!

– Que Alá sea loado -dijo Shirkuh, malhumorado.

Aunque él jefe de los ejércitos de Nur al-Din tenía motivos para estar contento, no se sentía totalmente satisfecho. Cierto que habían escapado al jamsin. Cierto que los francos habían abandonado Egipto con el rabo entre las piernas sin siquiera tratar de interceptarlos a la salida del desierto.

Pero Shirkuh parecía preocupado.

Saladino se preguntaba: «¿Tal vez mi tío había esperado otra acogida por parte de los habitantes de El Cairo?».

Sin embargo, bastaba con mirar a Chawar y a su caravana de regalos, que subían al encuentro de «las espadas del islam», para comprender hasta qué punto los egipcios se sentían felices de que los francos ya solo fueran una lejana pesadilla.

Con todo, a pesar de que esta visión debería haber despertado su entusiasmo, aquel a quien llamaban el Voluntarioso, el Tuerto, o también el León, bostezaba hasta desencajársele la mandíbula.

Saladino y su tío permanecieron largo rato en silencio, contemplando El Cairo desde la cima de esa misma duna donde Amaury había tenido que renunciar a apoderarse de la ciudad. La población estaba sumergida en una espesa niebla, de la que sobresalían aquí y allá, como árboles en un extraño bosque, algunos campanarios y minaretes. Luego, cuando empezaban a preguntarse si el resto de la ciudad seguía ahí, se levantó viento del norte. Fue como si, con un toque de su varita mágica, el rey de los djinns hubiera anulado la maldición que había lanzado sobre El Cairo, que apareció en todo su esplendor, de mármol, oro y luz. Ante tanta belleza, y aunque Fustat permaneciera velada por nubes de humo, Saladino no pudo evitar lanzar un grito de admiración.

Shirkuh, por su parte, permanecía silencioso.

– Por Alá Todopoderoso, tío, ¿me diréis por fin qué os preocupa? ¿Acaso no os sonríe todo?

– Ahora que hemos vencido -dijo Shirkuh retorciendo su canoso bigote-, ya no puedo retroceder.

– Tío, no hemos vencido. Aún queda el último objetivo: ¡Jerusalén!

– Jerusalén, sí, desde luego. Hay que reconquistar Jerusalén, tienes razón.

Parecía que sus papeles se hubieran invertido. Saladino estaba impaciente por lanzarse a la batalla, mientras que Shirkuh parecía cansado. Sus ojos no brillaban cuando pronunciaba el nombre de la tercera ciudad santa del islam. Para él no era un combate importante. A decir verdad, ningún combate era importante, excepto el que consistía en encontrar…

– Mi hija -suspiró Shirkuh.

– ¿Cómo? -dijo Saladino-. Pero si se ha quedado en Homs, en vuestro feudo.

– No, no me refiero a ella. Pensaba en mi otra gacela, esa a la que nunca he visto y que estoy ansioso por conocer. ¿Querrá aceptarme? ¿O me expulsará de su vida, como a un ser indigno y enojoso? ¿Tendrá los dulces ojos de su madre? ¿Sus andares de cierva?

Volvió la mirada hacia el gigantesco incendio que consumía Fustat desde hacía varias semanas y que duraría hasta el final del mes.

– ¿Qué es esto? Se diría… ¡Pero es imposible! Los francos no pueden haber causado tantos destrozos. Por suerte, El Cairo parece indemne.

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