David Camus - La espada de San Jorge

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Una fascinante aventura épica en el siglo XII de las grandes sagas.
Cuando aún es un niño, el intrépido Morgennes es testigo del asesinato de toda su familia. Más tarde, tras pasar unos años en el Monasterio de Troyes, donde da muestras de gran inteligencia, parte con su amigo Chretien en busca de aventuras. En Bizancio, tras superar la iniciación, será armado caballero. Y ya en Jerusalén deberá volver a probarse a sí mismo enfrentándose al mundo de la memoria y al de los muertos, a las sombras y a los recuerdos…
Una recreación histórica apasionante de los tiempos de la caballería, el honor y la devoción por la causa.
Una historia muy intensa, que no decae en ningún momento: héroes caballerescos, búsqueda de reliquias, el contexto histórico de las cruzadas y los templarios, todo ello acompañado de grandes dosis de fantasía y acción sin límite.

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Lo más curioso fue que, durante las semanas que siguieron al incendio de Fustat y mientras Guyana permanecía en coma, los tres hombres llegaron casi a establecer lazos de amistad. Estaban haciendo un trabajo excelente. Más viejos que Morgennes, Galet el Calvo y Dodin el Salvaje le narraban sus antiguos hechos de armas, jactándose de tal o cual hazaña que les había valido una generosa recompensa en armas, armaduras o en especies contantes y sonantes.

– Creía que vuestra orden proscribía la posesión de riquezas.

– No las poseemos -aclaraba Galet el Calvo, cuyo rostro estaba surcado por tantas cicatrices como relámpagos cruzan el cielo en una noche tormentosa-. Nos limitamos a entregarlas a nuestra orden, que a su vez está encantada de prest á rnoslas.

Al ver que Morgennes reaccionaba a esta declaración con una mueca extraña, Dodin el Salvaje creyó conveniente precisar:

– Nuestros primos del Hospital hacen lo mismo.

– No os reprocho nada -dijo Morgennes, que sabía cuán tentador puede ser llegar a un arreglo con la propia conciencia.

Gracias a su mediación, los coptos habían aceptado proporcionar a los francos todas las informaciones que necesitaban, así como contactos entre los guardias negros, que solo soñaban con derrocar a Shirkuh.

Su plan incluía varias fases, la primera de las cuales consistía en decapitar a los sunitas y envenenar a Shirkuh. Esta misión recayó en Morgennes, convertido, gracias a la difunta Shyam, en maestro cocinero… en materia de venenos.

Él sería el encargado de acercarse, durante un festín, al nuevo visir, para servirle todo tipo de platos, cada uno de los cuales estaría ligeramente envenenado. Shirkuh tenía un apetito tan voraz que de todos los comensales sería el único en ingerir una dosis letal. En el peor de los casos, los demás sufrirían un buen cólico y pasarían algunos días en cama, pero nadie llegaría a sospechar que Shirkuh había sido envenenado. Para todo el mundo, la causa de su muerte sería su gula.

– ¡Que es, mis queridos hijos y hermanos -les recordó Azim-, un pecado mortal!

Así, una noche Morgennes se enfundó en las ropas de un sirviente del palacio del visir y sirvió numerosos manjares y bebidas durante una de las formidables fiestas que daba Shirkuh en honor de los suyos -en esta ocasión, de Taqi, que cumplía diez años-. Durante el banquete se llevaron a la mesa más de treinta platos, de los que los comensales apenas tomaban cinco o seis bocados antes de pasar al siguiente. Excepto en el caso de Shirkuh. Porque ahí donde los demás se conformaban con un poco, él lo devoraba todo. «El León», como le apodaban, trasegaba ánforas enteras de vino y no dejaba en el fondo de las cuscuseras más que el reflejo cobrizo de las antorchas que sostenían los sirvientes.

– ¡A beber! -gritaba.

Y se echaba al coleto el contenido de una barrica. Morgennes se mantenía a una distancia respetable del visir, pero bastante cerca de Saladino y de Taqi para captar sus palabras.

– ¿Por qué bebe tanto? -preguntaba Taqi a Saladino.

– Por Alá Todopoderoso, ¿cómo voy a saberlo? Seguramente para olvidar que su hija está tan muerta como ese chacal de Chawar.

– Pero el hijo de Chawar aún vive. ¿Por qué no le interrogan? ¿No podrían pedirle que pasara Fustat por el tamiz?

– No. Este perro sarnoso de Palamedes ha desaparecido. Sin duda asustado por la suerte que hemos reservado a su padre.

– ¡Si le encuentro, lo mato! -exclamó Taqi.

– Desconfía, sobrino. Ese hombre es como una serpiente: no deja de mudar de piel para adaptarse a los peligros. Es un adversario poderoso, y a tus diez años, aún no estás preparado para enfrentarte a él. Limítate a seguirnos y a mantener los ojos bien abiertos. Pero este es momento de celebraciones. De manera que, como dijo el poeta: «Abre tu corazón y bebe tu vino, no lances tu vida al viento…». Tienes la vida ante ti, mi querido Taqi. ¡Aprovéchala!

«La vida ante ti», murmuró Morgennes. También era lo que parecía tener Shirkuh. Con la cantidad de comida que había tragado, ya debería haber estirado la pata hacía rato. Finalmente, cuando Morgennes ya se preguntaba si no sería mejor esfumarse, el León ordenó que le llevaran un limón.

– ¡Para refrescarme! ¡Porque este tentempié -dijo señalando la montaña de víveres que había arrasado- está tan especiado que tengo la boca ardiendo!

Con ayuda de un cuchillo, hizo un pequeño agujero en el limón que un sirviente acababa de llevarle, lo apoyó sobre sus labios, inclinó la cabeza hacia atrás y lo apretó. Un hilillo de líquido cayó en su boca, y Morgennes sonrió. «Esto debería bastar -se dijo-. Porque yo personalmente he preparado este limón. »

Y efectivamente alguien gritó:

– ¡El visir!

Shirkuh, con los ojos en blanco, se llevó la mano al corazón, soltó el limón, eructó ruidosamente, se levantó de su cojín y tendió la mano, mientras pronunciaba esta extraña frase:

– Gacela mía, ¿eres tú?

Luego se desplomó pedorreando. Un fuerte hedor invadió la sala, que enseguida fue desalojada. Para auscultar a Shirkuh llamaron al médico personal del califa, un tal Moisés Maimónides. En el momento en el que Morgennes era expulsado de la sala en compañía de varias decenas de sirvientes, oyó cómo el médico decía:

– Vista la cantidad de alimentos que ha ingerido, apostaría a que se trata de una indigestión.

Dos o tres invitados empezaron a quejarse entonces de ardor de estómago. Habían bebido demasiado, comido demasiado; pero nadie se preocupó en exceso: cada fiesta se cobraba su cuota de arrepentidos. Y esa noche no eran más que de costumbre.

– ¡La fiesta ha acabado! -dijo Saladino, despidiendo a los invitados.

– Vaya aniversario -refunfuñó Taqi.

A la mañana siguiente, las calles y las casas de El Cairo se cubrieron de paños negros en señal de duelo. Cafetines y posadas se cerraron por las mismas razones, así como las casas de placer. Los que querían divertirse, beber o darse un revolcón debían asumir el riesgo y entrar por la puerta de atrás. Así fue durante setenta días.

Morgennes volvió al monasterio de San Jorge, donde reinaba una atmósfera extraña. Todo el mundo estaba muy alterado y caminaba de un lado a otro por el patio.

«¿Cómo? ¿Ya están enterados? ¿Saben que he tenido éxito?», se preguntó Morgennes.

Pero no. No era eso. Galet el Calvo corrió hacia él para decirle:

– ¡Ha despertado!

– ¡Tienes que bajar a verla ahora mismo! -añadió Dodin el Salvaje.

– ¡Es increíble, ha hablado de su padre!

– ¿De su padre? -preguntó Morgennes, con la voz temblando de emoción.

– ¡De Shirkuh!

– ¡Gracias, ya sé quién es! Pero cómo es que…

– Escucha -dijo Azim-. ¡Es un verdadero milagro! Ha despertado gritando: «¡Padre!».

– ¿Es todo? -preguntó Morgennes.

– Es todo -respondieron los otros.

– Nosotros rio le hemos dicho nada -añadió Azim.

– Y nunca le diremos nada -precisó Dodin el Salvaje.

– Es mejor para ella -dijo Galet el Calvo-. Por otra parte, aún tiene a su madre.

Morgennes le miró, sonrió vagamente y no hizo ningún comentario. Estaba de un humor tan sombrío que los tres hombres se apartaron para dejar que fuera con Guyana. Después de bajar la escalera del monasterio, se dirigió hacia la celda donde estaba acostada.

Guyana parecía en plena forma, y recibió a Morgennes con una amplia sonrisa.

– He soñado con mi padre…

– Tengo que hablarte -dijo Morgennes.

Pero, aunque Morgennes tenía buenas dosis de coraje, no las tenía todas. De modo que no encontró fuerzas para confesarse a Guyana. A pesar de que ya le había contado cómo había emprendido su búsqueda, por orden de Amaury, calló que había matado a su padre por orden del mismo hombre.

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