David Camus - La espada de San Jorge

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Una fascinante aventura épica en el siglo XII de las grandes sagas.
Cuando aún es un niño, el intrépido Morgennes es testigo del asesinato de toda su familia. Más tarde, tras pasar unos años en el Monasterio de Troyes, donde da muestras de gran inteligencia, parte con su amigo Chretien en busca de aventuras. En Bizancio, tras superar la iniciación, será armado caballero. Y ya en Jerusalén deberá volver a probarse a sí mismo enfrentándose al mundo de la memoria y al de los muertos, a las sombras y a los recuerdos…
Una recreación histórica apasionante de los tiempos de la caballería, el honor y la devoción por la causa.
Una historia muy intensa, que no decae en ningún momento: héroes caballerescos, búsqueda de reliquias, el contexto histórico de las cruzadas y los templarios, todo ello acompañado de grandes dosis de fantasía y acción sin límite.

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Pues si su corazón le gritaba que confesara, su razón le decía: «Sobre todo no lo hagas».

Fue él quien la escuchó a ella.

– Gracias por velar por mí -dijo Guyana rozándole las manos-. Tus amigos me han contado lo que has hecho. A veces tenía la sensación de que te oía hablar. Porque me hablabas, ¿verdad?

– Continuamente -dijo Morgennes.

Ella sonrió, encantada.

– No conozco a nadie tan noble y generoso como tú, lo eres todo para mí.

– No, por favor.

– ¿Te he dicho lo que pensé al verte en el fondo del pozo?

Él le apretó la mano, y Guyana prosiguió:

– Que tú eras mi Dios.

Morgennes retrocedió, asustado.

– ¡No digas eso!

– Sí, lo digo. ¡Porque entonces comprendí que había que ser dos para ver a Dios! Cuando estaba sola, ¿qué podía ver sino a mí misma, mi propio reflejo? Pero cuando bajaste al fondo del pozo, comprendí.

– No debes… -dijo Morgennes.

Guyana se volvió sobre la cama y señaló la draconita, colocada junto a su cabeza.

– Gracias por esto también. Sé hasta qué punto te importa.

En ese momento, él entrevió el medio de expiar una ínfima parte del mal que le había causado.

– Tómala. Es tuya.

– No -dijo Guyana-. Es un bien demasiado precioso, no puedo aceptarlo.

– Te la doy. Ya no es mía.

Guyana le ofreció de nuevo una de sus maravillosas sonrisas.

– ¡No, si yo te la devuelvo!

Cogió la draconita y se la tendió a Morgennes. Él puso las manos sobre la piedra, que no reaccionó. Luego sus manos tocaron las de Guyana, y sus miradas se cruzaron. «¿Es eso? -se preguntó Morgennes-. ¿Así lo hicieron mis padres?»

Cerró los ojos y se acercó a Guyana, que se dejó besar.

«Todo vuelve a empezar», se dijo Morgennes, tendiéndose junto a ella.

54

El que solicita e implora piedad debe obtener gracia

en ese mismo instante, a condición de que no se vea

frente a un hombre sin corazón.

Chrétien de Troyes,

Ivain o El Caballero del Le ó n

Los insurrectos, que habían esperado que la muerte de Shirkuh desestabilizara Egipto, no tardaron en sufrir un desengaño. Pues tres días después del fallecimiento del viejo León, el califa al-Adid designó a un nuevo visir: Saladino. ¿Por qué esta elección, cuando el ejército de Shirkuh contaba con multitud de dignatarios más aptos para tomar el mando que el sobrino del general en jefe de Nur al-Din? Pues bien, precisamente porque de entre todos los pretendientes Saladino era el menos apto. Como sucede con frecuencia en estas situaciones, no son los mejores los que prevalecen, sino los más inofensivos, los que representan un peligro menor para el poder establecido.

Así, Saladino debía su puesto de visir a su aparente incompetencia y a que el califa había supuesto que no tendría ninguna dificultad en manipularlo. Era una equivocación de peso. Porque, por fortuna para el islam, la verdadera personalidad de Saladino floreció esplendorosamente, como si una de las mejores semillas depositadas por Alá en la tierra hubiera encontrado en el fango egipcio el más fértil de los terrenos. Apoyándose en su familia, los ayubíes, Saladino consolidó su posición comprando a los que estaban en venta y pasando al resto por el filo de la espada. Una vez en su puesto, renunció a los fastos del palacio del visir y tuvo buen cuidado de no mostrar más que desprecio por el lujo y las riquezas. Como Amaury, él no quería el dinero por el dinero, sino para hacer conquistas y consolidar su autoridad. Como le gustaba decir: «¡Quien se coloca por encima del dinero, se coloca por encima de los hombres!».

Finalmente, se ayudó de la religión.

Unos meses después de la muerte de Shirkuh, Saladino reservó el uso de los caballos exclusivamente a los musulmanes, mientras que los demás debían montar en burro o ir a pie. Un nuevo edicto obligó a los cristianos y a los judíos a llevar signos distintivos: cinturón amarillo para los judíos, blanco para los coptos y azul para los ofitas.

El momento de pasar a la segunda parte del plan de Amaury -organizar un importante levantamiento popular- había llegado. Gracias a cómplices introducidos en el interior del palacio califal, los rebeldes recibieron garantías de que podrían contar con el apoyo incondicional del califa al-Adid, que ya no sabía a qué santo encomendarse para que la situación no se le escapara definitivamente de las manos. Como Chawar ya no estaba allí para aconsejarle y Saladino había demostrado ser mejor político de lo previsto -y sobre todo menos manejable de lo esperado-, al-Adid había decidido arriesgar el todo por el todo y apoyarse en aquellos que desde siempre constituían la salvaguarda de Egipto: los coptos y la guardia negra.

Morgennes y Azim habían elegido la fecha de la sublevación: sería en los primeros días de primavera, en el mes de mayo. En este período, la crecida empujaría las aguas del Nilo hasta los muros de numerosos edificios levantados en sus orillas, lo que dificultaría los movimientos de los sunitas, menos acostumbrados que los egipcios a desenvolverse en un terreno inundado. Por otra parte, los rebeldes tenían intención de asociar los beneficios ligados a la próxima crecida del Nilo con el triunfo de su operación. Para los sunitas, las calles enlutadas de negro y el invierno; para los egipcios, la primavera y la resurrección de su patria -aunque estuviera de nuevo en manos de los francos-. En los jardines, la hierba volvería a crecer; en los árboles, los pájaros cantarían de nuevo, y por todas partes el suave olor del limón expulsaría la pestilencia damascena.

Amaury había puesto en guardia a los rebeldes: «El éxito táctico no garantiza nada. Evitad hacer uso de vuestras armas. Y sobre todo, actuemos de forma solidaria».

Todo estaba dispuesto. Ya solo quedaba informar al rey del día preciso de la revuelta; día en el que los francos debían acudir a El Cairo. Porque sin el apoyo de su caballería, los rebeldes no resistirían mucho tiempo frente a las tropas de Saladino.

Por desgracia, cuando un mensajero disfrazado de mendigo abandonó El Cairo para dirigirse a Jerusalén, el azar quiso que su camino se cruzara con el de Taqi ad-Din y el antiguo guardia de corps de Shirkuh, un mameluco llamado Tughril.

– Fíjate -dijo este último a Taqi-. ¿No te parece que este hombre lleva unas sandalias demasiado hermosas para ser un mendigo?

– Tienes razón -respondió Taqi.

– ¡Eh, tú, acércate! -gritó Tughril al mensajero.

Este obedeció, temblando como un azogado. Había cometido un error. Aunque se había preocupado de vestirse con harapos, no había pensado que sus sandalias -totalmente nuevas- llamarían la atención. Y era precisamente allí donde se encontraba oculto el mensaje secreto.

El desgraciado fue conducido al palacio del visir, donde Saladino le ordenó que se descalzara.

– ¿Ocultan algo que yo deba conocer? -le interrogó Saladino, sosteniendo las sandalias en la mano.

– No, mi señor -mintió el mensajero con tanto aplomo como pudo.

Saladino pidió a Taqi que le prestara su puñal y empezó a descoser la suela de las sandalias. Apareció un pergamino. Saladino lo leyó con evidente interés.

– ¡A fe mía que Alá está con nosotros! ¡Porque este plan es excelente!

Se volvió hacia dos de sus guardias y les señaló al insurrecto:

– ¡Que lo descuarticen!

El mensajero cayó de rodillas ante Saladino implorando piedad.

– Muy bien -declaró Saladino-. No salvarás la vida, porque has tratado de ocultarme la verdad, pero como soy bueno, no te impondré un sufrimiento excesivo.

– Gracias, mi señor -clamó el insurrecto besándole los pies.

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