– Sí -dijo Saladino-. Solo la ciudad vieja ha sido alcanzada por las llamas.
En ese momento, Chawar y su cortejo de regalos llegaron hasta ellos. El visir lucía la mejor de sus sonrisas. Tenía una expresión alegre y jovial, y como una balanza, que siempre está encantada de inclinarse hacia un lado y luego hacia el otro, se frotaba las manos y se preguntaba qué provecho podría sacar de la situación. «Vamos -se decía-. Sobre todo no hay que tener miedo. No hay que temblar. Tienes frente a ti a tus nuevos amos. No les acaricies a contrapelo, susúrrales gentilezas, ¡y procura sacar de ellos el máximo beneficio!»
Cuando llegó cerca de Saladino y de Shirkuh, ronroneó con voz melosa:
– ¡Que la salud os acompañe siempre, oh gloriosos protegidos de los cielos! ¡Oh príncipes de nuestros destinos, oh insignes defensores de la ortodoxia! ¡Oh amados de…!
– ¡Ya basta! -escupió Shirkuh empuñando las riendas de su montura-. ¡No eres más que un miserable gusano modelado con la orina de tu padre! Guárdate tu miel corrompida y dime por qué Fustat está ardiendo.
– ¡Fustat arde -silbó Chawar- para que, a cambio, El Cairo viva!
– ¿Que viva? ¿Hasta tal punto estaba amenazada?
– ¡Por las barbas del Profeta, no sabes hasta qué punto! Pero conseguí expulsar a los francos. Retrocedieron…
– Son hombres sabios. No son como tú, cerdo vil que no tiene más Dios que el dinero. Pero dime, a propósito de Fustat…
– Tesoro de Ala, sé lo que vais a preguntarme. Pero, por desgracia, oh sí, para mi gran desgracia, la respuesta es sí… ¡Para salvar a Egipto, tuve que sacrificarla!
– ¡Carroña inmunda! ¿La has sacrificado? ¿Está muerta? Que la vergüenza caiga sobre ti -dijo Shirkuh llevándose la mano al sable.
– ¿Muerta? Pero noble Shirkuh, ¿de qué estáis hablando?
– ¡De mi hija, hijo de perra!
– ¿Vuestra hija? ¡Yo creí que hablabais de nuestra flota de guerra! Ya debéis de saber que estaba fondeada en Fustat, y…
– Me importan un rábano tus barquitos. Te construiremos diez mil más. ¡Lo que me interesa es mi hija! ¿Debo recordarte que he venido únicamente por ella? ¿O tendré que arrojar a tus pies la cabeza de tu hijo para que recuperes la memoria?
Chawar palideció. No, no lo había olvidado. Evidentemente había tomado medidas y había enviado a varios de sus ofitas al Cofre para que sacaran de él a Guyana después deprender fuego a la ciudad. Por desgracia, le habían dicho que había perecido, quemada como su yegua.
– Señor -silbó Chawar-, no sabéis cómo lo lamento, pero ha muerto…
– ¡Explícate!
– Algunos de mis hombres entraron en el Cofre, por el camino de la Serpiente, una ruta que solo nosotros conocemos y que está protegida por un dragón. Pero al entrar en el jardín donde vuestra hija estaba recluida, solo encontraron su cadáver, junto al de su yegua. ¡«La mujer que no existe» ya no está entre nosotros! Perdón.
Chawar alzó hacia Shirkuh una mirada implorante. A modo de respuesta, se escuchó un silbido metálico, y la cabeza del visir rodó por el suelo.
– Ahora estás perdonado -dijo Shirkuh devolviendo la espada a la vaina.
Toda la noche besa la cabellera, y cuando contempla el cabello
se cree el amo del mundo. Amor transforma al sabio en loco,
cuando alguien como Alejandro puede exultar por un cabello.
Chrétien de Troyes,
Cligès
Morgennes se tendió junto a Guyana y le acarició los cabellos.
– ¿Cómo está? -preguntó a Azim.
– No sabría decirlo -respondió este-. Es un caso muy peculiar, que mi ciencia, por desgracia, es incapaz de resolver. Aparentemente no tiene ninguna herida, y sin embargo está sumergida en un profundo coma.
– Entonces, todo lo que queda por hacer es…
– Rezar.
Los dos hombres se arrodillaron junto al lecho donde reposaba la joven y rezaron al estilo copto, con las palmas vueltas hacia el cielo.
Se encontraban en la celda que ocupaba Azim en el monasterio de San Jorge. El edificio debía a su proximidad con el acueducto de Fustat el haber salido relativamente bien librado del terrible incendio que había asolado la ciudad vieja hasta ese mes de febrero de 1169. Durante este tiempo, los coptos de Fustat habían vivido replegados sobre sí mismos, consagrando sus días a la oración, al ayuno y a relevarse junto al acueducto para ir a llenar los cubos, que luego vaciaban sobre el incendio. Al final habían sobrevivido. Y muchos decían que había sido gracias a san Jorge:
– Ha tomado este monasterio bajo su protección -dijo Azim a Morgennes.
– Es posible -dijo Morgennes, sin apartar los ojos de Guyana-. Igual que nos protegió, a ella y a mí, cuando estábamos en el Cofre.
– ¿Me dirás por fin cómo conseguisteis salir de allí?
Morgennes inspiró profundamente y recordó los acontecimientos de aquellos últimos días como si acabaran de producirse.
– Como sabes, estábamos en el pozo, ocultos bajo el velo sagrado de la Kaaba. Esperábamos a que los ofitas se marcharan. Por desgracia, cuando estos abandonaron el lugar, el incendio se había propagado a todo el jardín y ya no podíamos hacer nada… Excepto esperar. Afortunadamente, gracias a las provisiones que llevaba conmigo, teníamos comida suficiente. Pero el pozo era húmedo. Guyana tiritaba. Tenía frío, sobre todo de noche. Fuera el aire era caliente y seco. A veces las llamas eran tan vivas que iluminaban el pozo como un sol. Yo había cogido a Guyana entre mis brazos para transmitirle mi calor y para protegerla. Me preguntaba cuánto tiempo iba a durar el incendio y cómo íbamos a salir de allí, cuando sentí que algo se movía en mi bolsillo.
– ¿Qué era? -preguntó Azim.
– Esto -dijo Morgennes sacando la draconita de su limosnera.
La depositó cerca de la cabeza de Guyana y prosiguió su relato:
– Ahora no brilla. Solo es una piedra inerte y negra. Pero en el pozo, por una razón que desconozco, se puso a brillar, a calentar. De hecho, emanaba tanto calor de ella que creí que me quemaría. Mis ropas ya empezaban a chamuscarse.
– ¿Por qué reaccionaba de este modo?
– No lo sé.
– Qué extraña piedra… -dijo Azim, acercando la mano a la draconita.
– ¡No la toques! Podría lastimarte…
Azim interrumpió el gesto.
– Esta piedra es como una serpiente -prosiguió Morgennes-. Muerde a los que se acercan a ella, excepto a su propietario. Es decir, yo.
– Interesante -dijo Azim-. Lo mismo se dice de la Piedra Negra de la Kaaba.
– El caso es que en el interior del pozo la piedra se puso a brillar. Y cuando se la mostré a Guyana, ella exclamó: «¡Una draconita!».
– ¿Sabía qué era?
– Era la primera vez que la veía, pero los ofitas le habían hablado de ella. Me contó que se trataba de un poderoso artefacto del que solo existían dos ejemplares en la tierra. Los ofitas poseían uno. Pero un aventurero se lo había robado, mucho antes de mi nacimiento.
– Humm… -dijo Azim-. Realmente interesante. Pero a ti, ¿quién te la dio?
– Mi amigo Chrétien de Troyes, que la había recibido de su padre, que la había recibido del mío.
– ¿Que la había recibido de…?
– No lo sé.
– Sería interesante saberlo -dijo Azim-. Pero todo esto no me aclara cómo conseguisteis escapar.
– Solo quería que supieras cómo habíamos sobrevivido. Porque sin esta piedra, estoy convencido de que Guyana habría sucumbido al frío. Por esta razón precisamente la pongo a su lado -dijo señalando la draconita.
Luego tosió, se acarició el mentón y continuó su relato:
– Al extinguirse el incendio, escalé el pozo llevando a Guyana a la espalda. No fue fácil, pero conseguí llegar al jardín, que había quedado reducido a cenizas. Los árboles se habían consumido por entero, ya solo quedaban los tocones ennegrecidos a ras de tierra. Pero mientras caminábamos por este campo de ruinas, donde las volutas de humo entorpecían la visión, cuál fue nuestra sorpresa al ver que los muros habían caído. En el lugar donde, justo antes del incendio, se levantaban aún las puertas del islam y de la cristiandad, ya no había nada. Solo algunos ladrillos, aquí y allá, atestiguaban que una muralla había cerrado este jardín… Y eso era todo.
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