David Camus - La espada de San Jorge

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Una fascinante aventura épica en el siglo XII de las grandes sagas.
Cuando aún es un niño, el intrépido Morgennes es testigo del asesinato de toda su familia. Más tarde, tras pasar unos años en el Monasterio de Troyes, donde da muestras de gran inteligencia, parte con su amigo Chretien en busca de aventuras. En Bizancio, tras superar la iniciación, será armado caballero. Y ya en Jerusalén deberá volver a probarse a sí mismo enfrentándose al mundo de la memoria y al de los muertos, a las sombras y a los recuerdos…
Una recreación histórica apasionante de los tiempos de la caballería, el honor y la devoción por la causa.
Una historia muy intensa, que no decae en ningún momento: héroes caballerescos, búsqueda de reliquias, el contexto histórico de las cruzadas y los templarios, todo ello acompañado de grandes dosis de fantasía y acción sin límite.

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El tiempo apremiaba. El calor estaba aumentando, y ya les costaba respirar.

– ¡No está aquí! -aulló uno de los hombres.

– ¡Tenemos que encontrarla, o Chawar nos matará!

– ¡A vuestras órdenes!

El ofita entrechocó los talones y se alejó.

– ¡Por Alejandro! -renegó el oficial-. ¡En algún lugar tiene que estar!

Recorrió el jardín con su mirada de serpiente, preguntándose dónde podía haberse escondido Guyana. De repente, un cubo colocado sobre el brocal del pozo atrajo su atención. Llevándolo en la mano, caminó hacia el árbol al que estaba atado. Por un momento, el oficial dudó en tirarlo al pozo. Pero después de pensarlo un poco, le pareció que no tenía ningún interés. En el fondo del pozo solo había una profunda oscuridad. Despechado, volvió a dejar el cubo donde estaba y gritó a sus hombres:

– ¡Debe de haberse quemado, como su yegua! ¡Larguémonos de aquí!

Morgennes y Guyana esperaron en silencio a que se alejaran. Luego, tras escuchar el estruendo de una puerta que se cerraba, Guyana murmuró al oído de Morgennes:

– Estamos salvados.

– Por desgracia, no -replicó él-. Diría incluso que es todo lo contrario.

Y se inclinó sobre ella para besarla.

50

¡Un poco de lluvia basta para que el gran viento amaine!

Chrétien de Troyes,

Perceval o El cuento del Grial

A varios centenares de leguas de Fustat, un poderoso ejército luchaba contra el jamsin.

Este viento, que muchos asociaban al djinn de la guerra y la muerte violenta, se encarnizaba con sus presas con una furia tal que era difícil creer que no estuviera dotado de conciencia. Peor que los maraykhât -esos bandidos del Sinaí-, peor que el sol o la sed, peor que las bestias salvajes, el jamsin disfrutaba del maligno placer de espiar a sus víctimas para atacarlas en el momento oportuno.

Así, era inútil esperar una encalmada o sondear el humor del desierto enviando exploradores. Porque el jamsin siempre se transformaba en una débil brisa que te invitaba a entrar en su territorio. Y cuando te encontrabas a varios días de camino del oasis más próximo, surgía de pronto de la tierra y del cielo y se lanzaba contra ti para destriparte.

«El jamsin os dejará tranquilos -había anunciado al ejército de Nur al-Din el mago Sohrawardi, su consejero más próximo-. He convocado a los djinns y he obtenido de ellos que lo encierren en una jaula de arena durante vuestro viaje.»

Sin embargo, al parecer, el jamsin había roto los barrotes de la jaula, porque en cuanto los jinetes de Shirkuh se encontraron lo bastante lejos de Damasco para que fuera más peligroso volver que proseguir hacia El Cairo, empezaron a soplar fuertes ráfagas de viento.

– ¡Por Alá Todopoderoso! Ese chacal de Sohrawardi ha vuelto a equivocarse -graznó Shirkuh-. ¡Saladino, coge a diez hombres y reúne a nuestras tropas! Acamparemos aquí mientras esperamos que la tormenta amaine.

Saladino se cubrió el rostro, aguijoneado por la arena. Tenía la impresión de que un millar de avispas le atacaban, burlándose de las numerosas capas de tejido en las que se había envuelto. El jamsin se mofaba de los hombres y de Dios -lo que había demostrado, una vez más, abatiéndose sobre sus presas en el momento de la oración.

Saladino echaba chispas. Estaba furioso con el viento, al que calificaba de impío, y sobre todo consigo mismo. ¡Por Alá Todopoderoso! ¡Lo sabía! Esta enésima campaña militar no prometía nada bueno. Ya, en Alejandría, había estado a punto de perder la vida. Y ahora su tío había conseguido convencer a Nur al-Din de la necesidad de emprender una nueva expedición contra Egipto. ¿Todo eso para qué? Para adelantarse a los francos, apoyar a ese veleta de Chawar y recuperar a esa extraña jovenzuela de la que decían que «no existía».

Saladino esbozó una sonrisa. Algún día tendría que pensar en casarse. Su padre se lo repetía sin cesar: «¡Cásate, hijo mío! ¡Danos hermosos nietos! ¡Y saca la cabeza de tus libros! ¡Deja de meditar por un rato! ¡Ve a divertirte!».

Después de haber dejado atrás a la vanguardia del ejército, Saladino viró hacia el este para dirigirse hacia el grueso de las tropas, compuesto por dos mil jinetes que llevaban cada uno a un infante a su grupa. Súbitamente, un torbellino de arena se despegó del suelo y se elevó en espiral hacia el cielo. Así recorrió cierta distancia y luego desapareció igual que había nacido. De pronto, el aire era terriblemente seco, y Saladino tuvo la desagradable sensación de tener el pecho saturado de polvo. Escupió, tosió, pero solo consiguió tragar arena. Justo en ese momento su sobrino le alcanzó para tenderle una cantimplora.

– ¡Bebed, tío!

– Gracias, Taqi -dijo Saladino cogiendo la cantimplora que le tendía su sobrino.

Taqi no era más que un chiquillo de nueve años. Era una especie de escudero, cuya tarea consistía en seguir a su tío con un caballo de repuesto, algunas armas, una armadura y víveres. Saladino bebió, teniendo cuidado, como prescribe el islam, de no rozar la cantimplora con los labios; se la devolvió a Taqi y luego exclamó:

– ¡Vamos a buscar a Shirkuh!

Los diez jinetes espolearon sus monturas y se lanzaron tras la pista de la vanguardia del ejército, que, después de dar media vuelta, les había adelantado en su camino hacia el vivaque.

«¡No se respira aire, sino polvo! Tengo arena hasta en la nariz. ¡Y cuando inclino la cabeza de lado, me entra arena y más arena en las orejas!»

Saladino rezongó para sí: «¿Qué demonios estoy haciendo en este lugar?».

Shirkuh había prometido que le daría un feudo, tomado a los egipcios. Saladino nunca olvidaría lo que había respondido a su tío ese día: «¡Por Dios, aunque me dieran todo el reino de Egipto, no iría!».

Pero había cedido. No por él, sino por su padre. El anciano, por él que sentía un profundo amor, había soñado toda su vida con tener un hijo conquistador. Al aceptar seguir a su tío, Saladino contribuía en parte a hacer realidad las esperanzas frustradas de su padre. Pero ¡a qué precio! Porque nadie podía asegurar que los cuatro mil soldados que participaban en aquella expedición salieran con vida de esta empresa. En efecto, el desierto y el jamsin eran unos terribles adversarios; sus víctimas podían verse aquí y allá, tendidas sobre la arena. Animales de carga, cuyos huesos sin carne yacían esparcidos en una siembra estéril. Aves a las que un viento poderoso había aplastado de golpe contra el suelo, donde se habían partido las alas. Pedazos de armadura deslustrados que el jamsin paseaba de un extremo a otro de una duna, para divertirse.

Finalmente, justo en el momento en el que en el horizonte se dibujaba una línea de jinetes, el jamsin cobró fuerza. Gruñó, pareció tensar sus músculos, y encerró a cada uno de los miembros de la pequeña tropa de Shirkuh en un sarcófago de arena.

«Brillante sortilegio -gruñó Saladino para sí-. ¡Somos nosotros los aprisionados por el jamsin!»

Saladino lanzó un grito, llamó. Nadie respondió. Su yegua, espantada, giró súbitamente sobre sí misma, sin saber adónde ir. Entonces puso pie a tierra -era lo mejor que podía hacer- y anudó un paño de algodón en torno a los ojos de su montura para protegerla. «Es por tu bien», dijo a su caballo, acariciándole el cuello.

Mientras caminaba hacia el lugar donde creía que podía encontrarse el campamento, Saladino tropezó con una masa inerte tendida en la arena: un cuerpo. Registrando con las manos, palpando a ciegas, logró reconocer la forma abombada de una cantimplora medio vacía. ¡La del intrépido Taqi! El desgraciado había caído del caballo. Saladino se inclinó hacia su sobrino y lo cogió en brazos. Por suerte aún era un chiquillo todo nervio, que estaba muy lejos de alcanzar el peso de Shirkuh. Ató a su sobrino a la silla de su propia montura, lo sujetó con una cuerda y prosiguió su ruta, al azar. «¡Vamos -se dijo-, lo que estoy haciendo es estúpido! ¡No tengo ninguna posibilidad de éxito! Ni siquiera consigo orientarme. Reflexionemos…»

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