David Camus - La espada de San Jorge

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Una fascinante aventura épica en el siglo XII de las grandes sagas.
Cuando aún es un niño, el intrépido Morgennes es testigo del asesinato de toda su familia. Más tarde, tras pasar unos años en el Monasterio de Troyes, donde da muestras de gran inteligencia, parte con su amigo Chretien en busca de aventuras. En Bizancio, tras superar la iniciación, será armado caballero. Y ya en Jerusalén deberá volver a probarse a sí mismo enfrentándose al mundo de la memoria y al de los muertos, a las sombras y a los recuerdos…
Una recreación histórica apasionante de los tiempos de la caballería, el honor y la devoción por la causa.
Una historia muy intensa, que no decae en ningún momento: héroes caballerescos, búsqueda de reliquias, el contexto histórico de las cruzadas y los templarios, todo ello acompañado de grandes dosis de fantasía y acción sin límite.

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– ¡No es normal que haya sobrevivido! ¡Nadie, nadie os digo, puede pasar por semejante diluvio de golpes y salir vivo! Y dado que no es san Jorge, tiene que haber una explicación. Dejad que le plante mi daga en el cuerpo; si es del Diablo, no morirá.

Dodin el Salvaje se llevó la mano a la daga que tenía en la cintura; pero, una vez más, Colomán (el bizantino) intervino.

– Interroguémosle primero -dijo aprisionando la mano del templario en la suya-. No me gustan demasiado vuestros métodos; nos privarían de un excelente soldado si os dejáramos continuar.

Raimundo de Trípoli tosió discretamente y se acercó a Morgennes para interrogarle.

– ¡Dinos cómo conseguiste sobrevivir! ¿Llevas sobre el pecho uno de esos pentáculos que los musulmanes trazan en el suyo y que les protegen de todo?

– No, y es fácil de probar -respondió Morgennes levantándose la camisa para mostrarles el torso, virgen de toda inscripción.

– Entonces, ¿conoces alguna fórmula mágica que desvíe las flechas y te mantenga a resguardo de los golpes?

– Es verdad, en efecto, que el superior de mi abadía me enseñó una oración de este tipo, que recité a lo largo de todo el combate. Sin embargo…

Morgennes, que había posado la mirada en la daga que Dodin el Salvaje llevaba al costado, bajó la voz hasta callarse.

– ¿Sin embargo? -inquirió Raimundo de Trípoli.

– Sin embargo -prosiguió Morgennes-, más bien creo que tuve suerte. Y que san Jorge y Dios no me abandonaron.

– ¡Eres del Diablo! -bramó Galet el Calvo-. ¡Vamos, abrid los ojos! -dijo a los presentes-. ¡Es evidente! ¿No veis que os tiene cautivados con sus hechizos?

– No -dijo Keu de Chènevière-. No lo vemos. Porque no es ese el caso.

La tensión había llegado al límite. Morgennes se preguntaba por qué Galet el Calvo y Dodin el Salvaje mostraban tanto encono contra él, y luego recordó que los había visto, en Jerusalén, en compañía de Sagremor el Insumiso. Parecían buenos amigos.

Además, Dodin el Salvaje no quería que se dijera de los templarios: «No fueron ellos quienes salvaron el Krak. ¡Fue ese individuo, Morgennes, que ni siquiera es un caballero!».

El silencio era tan pesado que decidí intervenir. Desde el hogar donde me calentaba las manos, pronuncié:

Omnia orta cadunt…

– ¿Perdón? -dijo Galet el Calvo.

– Todo lo que nace debe morir -tradujo Colomán en tono impasible.

– Si no está muerto -añadí-, es que no había llegado su hora…

– ¡Basta! -gritó una vez más Galet el Calvo.

– ¡Y vos -dijo Raimundo de Trípoli-, dejad de destrozarnos los oídos con vuestros aullidos! Tal vez estemos en una ciudadela, pero también es un edificio religioso. De modo que un poco de contención.

Por toda respuesta, Galet el Calvo escupió en la paja.

– ¿Y bien? ¿Realmente he dicho algo tan increíble? -añadí-. ¿No decide Dios sobre todo? ¿Tanto sobre el momento de nuestro nacimiento como sobre el de nuestra muerte? Si Morgennes todavía está con vida, es simplemente porque Dios lo ha decidido así. Dejad de ver milagros donde no los hay…

Y acercándome a Morgennes, proseguí mi alegato:

– No queréis a este hombre en vuestra orden -dije a los templarios-. Pues bien, nadie os obliga a aceptarlo. Y vosotros -dije luego a los hospitalarios-, ¿dudáis en aceptarlo entre los vuestros?

– Es que no es un noble -argumentó uno de los hospitalarios-. Tal vez entre los cuerpos francos, nuestros turcópolos…

– Pero entonces, si hay que luchar por dinero, mejor elegir a quien pague mejor -precisé yo.

– ¡Y en este caso soy yo! -dijo Colomán-. Vamos -añadió dirigiéndose a Keu de Chènevière y a Galet el Calvo-, permitidme que os compense con una donación a vuestras órdenes, y que no se hable más. Llevaré a Morgennes a mi academia para enseñarle el oficio de las armas en el país del primero de todos los caballeros: Alejandro Magno. ¡Y convertiré al hombre que derrotó él solo al ejército de Nur al-Din en el más grande de todos ellos!

– No fue él quien puso en fuga a Nur al-Din -bramó Galet el Calvo-. Si el sultán huyó fue porque llegamos nosotros, no porque tuviera delante a un pobre desgraciado con la túnica ensangrentada… ¡Por otra parte, es a mí a quien debemos este éxito, y no a este individuo!

– Pruébalo -le espetó Raimundo de Trípoli.

Entonces Galet mostró a la asamblea la babucha de Nur al-Din, que poco antes le había entregado Dodin el Salvaje. Todos la miraron con estupefacción. Morgennes, por su parte, estaba a punto de estallar y de sacar a la luz la ignominia de esos canallas que se habían atrevido a tratarle de usurpador; pero no tenía ningún medio de probar lo que iba a declarar, y sus únicos testigos eran todos templarios. Además, sabía que actuar de aquel modo no contribuiría en absoluto a mejorar su situación. Al contrario. Los templarios necesitaban a los hospitalarios, y a la inversa. Y sobre todo aquí, en esta región alejada del centro del reino y a solo unos días de Damasco, la capital de Siria, que había conquistado Nur al-Din. ¿De todos modos, quién le creería? Su palabra no valía nada. Él no era más que un trovador. Un monje sin importancia… Frente a aquellos dos templarios y a todos estos hospitalarios, la prudencia aconsejaba guardar silencio y esperar a que llegara su hora. De manera que Morgennes se abstuvo de realizar ningún comentario. Se tragó su cólera, y recordó las palabras del sabio Guillermo: «Que se olviden de vos. Haceos un nombre en el extranjero».

Para el Caballero de la Gallina había llegado el momento de cambiar de gallinero. El de Constantinopla parecía interesante. Pasó revista a sus últimos años. Su infancia, sus años de estudio en la abadía de Saint-Pierre de Beauvais, sus viajes con Chrétien de Troyes, el concurso del Puy de Arras y el encuentro con la compañía del Dragón Blanco, y luego los meses pasados en Jerusalén, en la comendaduría de los hospitalarios… Todo eso ya había acabado. Necesitaba convertirse en otro hombre. Un hombre parecido al Krak de los Caballeros. Una fortaleza de la fe, un centinela.

Luego volvería.

Cuando comprendió esto, y como si Dios le hubiera aprobado, Morgennes vio cómo Colomán apartaba su mano de la de Dodin el Salvaje, y distinguió por fin la daga con la que ese maldito templario había querido atacarle.

Era la misericordia de su padre.

III

20 Nuestros libros nos han enseñado que en Grecia reinó primero el - фото 5
***

20

Nuestros libros nos han enseñado que en Grecia reinó

primero el prestigio de la caballería y de la cultura.

Chrétien de Troyes,

Clig è s

– ¿Y ahora? -preguntó el general megaduque Colomán (uno de los hombres más poderosos del Imperio)-. ¿Cómo os sentís?

– Tengo mucha hambre -respondió Morgennes, al que solo habían ofrecido un insípido caldo en el Krak de los Caballeros.

Entonces, riendo como solo ríen los ogros, con una risa abierta y atronadora, Colomán declaró:

– Prometo darte de comer hasta hacerte olvidar el significado de la palabra «hambre».

– Será difícil, porque aunque tenga mucha hambre, siempre tengo más memoria que apetito.

– Confía en mí.

Su palacio daba a las orillas del Bósforo. Había sido construido con una piedra rosa que cambiaba de color con la luz. Así, mientras durante la noche resplandecía con el brillo de una perla en medio de un desierto, durante el día se adornaba de malva, lo que hacía que pareciese lleno de dulzura; cuando, en realidad, era todo lo contrario.

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