David Camus - La espada de San Jorge

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Una fascinante aventura épica en el siglo XII de las grandes sagas.
Cuando aún es un niño, el intrépido Morgennes es testigo del asesinato de toda su familia. Más tarde, tras pasar unos años en el Monasterio de Troyes, donde da muestras de gran inteligencia, parte con su amigo Chretien en busca de aventuras. En Bizancio, tras superar la iniciación, será armado caballero. Y ya en Jerusalén deberá volver a probarse a sí mismo enfrentándose al mundo de la memoria y al de los muertos, a las sombras y a los recuerdos…
Una recreación histórica apasionante de los tiempos de la caballería, el honor y la devoción por la causa.
Una historia muy intensa, que no decae en ningún momento: héroes caballerescos, búsqueda de reliquias, el contexto histórico de las cruzadas y los templarios, todo ello acompañado de grandes dosis de fantasía y acción sin límite.

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Desarrollé una teoría según la cual esa tierra, al igual que los ríos en las crecidas, que se desbordan por exceso de agua, estaba tan inundada de lo divino que Dios surgía por todos sus poros, bajo la forma de milagros.

– De los más pequeños a los más grandes -precisé-. En Tierra Santa, los milagros no se oponen al orden natural. Son lo natural, y no hay más que hablar.

Este «no hay más que hablar» resonó mucho tiempo en la cabeza de Morgennes, que conducía su montura hacia el nordeste, donde el tembloroso horizonte se mudaba en una cadena de montañas. La tierra se abría, henchida del fuego solar, que hacía surgir de la llanura imágenes de capas de agua y estremecimientos de la luz. Pero todo se disipaba cuando nos acercábamos, de manera que el objetivo hacia el que nos dirigíamos se alejaba cada vez más.

– Me gustaría -dijo Morgennes- que se me concediera un milagro, aunque fuese pequeño. Solo para mí. Ya sabes, uno de esos jocus jogandi, como los que produjo Bernardo de Claraval. No es mucho pedir, ¿no crees?

– ¿Y qué tipo de milagro sería ese?

– ¡Tener, aunque solo fuera una vez, una sola, la ocasión de probar mi valor!

– Vigila que Dios no te escuche, hermano. Podría ser que te otorgara ese deseo, y mucho antes de lo que piensas…

18

Según nos cuenta la historia, era un caballero bueno y

fuerte, pero se había comportado como un insensato.

Chrétien de Troyes,

Erec y Enid

Cuando se produce un milagro, es raro que avise.

Por eso Morgennes y yo avanzábamos con toda calma hacia el norte, en dirección al Krak de los Caballeros. Hablábamos de esto y de lo otro, cuando de repente Morgennes me ordenó:

– ¡Desmonta!

Como solo teníamos un caballo, y él me dejaba montarlo, pensé que quería descansar un poco.

– Desde luego -le dije-. Debes de estar agotado…

– No se trata de eso. ¡Vamos, desmonta! ¡Rápido!

Su tono era cortante, casi agresivo.

– Pero, en fin, querrás explicarme…

– ¡Están atacando el Krak de los Caballeros!

Mi sorpresa fue tan grande que estuve a punto de caerme de la silla.

– ¡Por la sangre de Cristo! ¿Cómo lo sabes?

– Está en el aire… Lo siento.

– ¿Lo sientes?

– Sí. No puedo explicártelo… Pero en el aire hay algo que me recuerda a ese trágico día de mi infancia, cuando los caballeros surgieron para atacarnos. Hoy el objetivo es el Krak.

– ¿Unos caballeros atacan el Krak?

Morgennes me miró, con los ojos muy abiertos, y me dijo:

– Más bien pensaba en los sarracenos de Nur al-Din.

– Y bien, ¿qué piensas hacer?

– Prevenir a los hospitalarios.

No me atreví a dar a Morgennes las riendas de Iblis, y le advertí:

– ¡Es una locura! Por otra parte, seguramente ya deben de estar al corriente…

– ¿Y si no es así?

– ¡Los sarracenos nunca permitirán que atravieses sus líneas!

– De todos modos tengo que intentarlo.

– Te lo ruego, no lo hagas. Es más prudente volver atrás e ir a hablar con los templarios de Nazaret…

Morgennes me cogió con suavidad las riendas de Iblis y me devolvió la jaula de Cocotte con una extraña sonrisa:

– Chrétien, hermano, ¿qué te ocurre? ¿Has perdido la fe?

– Claro que no, pero…

– ¿No había pedido a Dios un pequeño milagro?

– El jocus jogandi de Bernardo de Claraval consistía en expulsar del monasterio a las moscas que lo habían invadido. ¡Me parece que hay una gran diferencia entre un ejército de sarracenos y unos insectos!

– ¿Tú crees?

Morgennes soltó del lomo de Iblis la armadura y la espada de Sagremor el Insumiso, y me las tendió diciendo:

– ¡Si las cosas se ponen mal, protégete con esto!

– ¿Y tú?

– ¿Acaso no tengo ya la armadura y la espada de que hablaba san Bernardo?

– ¿Las de la fe?

– ¡Ten confianza! -me dijo.

Espoleó a Iblis y desapareció entre una nube de polvo, en dirección a la montaña envuelta en pesadas nubes grises en cuya cima se levantaba el Krak de los Caballeros.

«Morgennes -me dije-, espero que no te hayas equivocado. Porque no es pequeño el milagro que solicitas de Dios…»

Morgennes era feliz.

Sin saber por qué, volvía a pensar en su padre. Tenía la impresión de que estaba allí, con él. Muchos años atrás, su padre había estado en esta región. ¿Por qué razones? Morgennes no lo sabía. Pero le saludó en silencio, como si efectivamente galopara a su lado.

Sin reducir la marcha, Morgennes se sacó la sobrevesta de lana, y se quedó solo con una túnica de lino blanco con una gran cruz de oro: su atuendo para la escena, las ropas de san Jorge.

– ¡Montjoie! -gritó haciendo girar sobre su cabeza la chaqueta que acababa de sacarse-. ¡Por Nuestra Señora y por san Jorge! ¡Al ataque!

Los sarracenos.

Morgennes nunca los había visto, y sin embargo, como una raposa que olfatea a su presa, había adivinado su presencia. Estaban ahí delante, parapetados en las oquedades y las fallas del Yebel al-Teladj, como hormigas que hubieran partido al asalto de un montón de grava. La cima de la montaña, que apuntaba a través de un racimo de nubes, se engrandecía en la lejanía, mientras que las más cercanas -grandes montañas de laderas escarpadas, igualmente nevadas- disminuían a medida que avanzaba.

Luego el sol escapó de la amenazadora tormenta y empezó a brillar justo por encima de Morgennes, que no dejaba de repetir:

Impetum inimicorum ne timueritis.

¿Cuántas veces había oído Morgennes murmurar esta frase, una respuesta de breviario, al padre Poucet? ¡Centenares, miles de veces! En realidad habría podido indicar la cifra exacta (mil ciento ochenta y cuatro), tan extraordinaria era su memoria.

«¡No temas el ataque del enemigo!»

Lleno de confianza en su padre, en Dios y en Poucet, Morgennes irrumpió en el campamento de los sarracenos. Era la hora sexta, la de la oración de ed dhor para los musulmanes. Morgennes se dijo que era una buena hora para san Jorge, cuya victoria contra el dragón negro había tenido lugar a la hora de la comida. «Si no me toman por loco, lo que tal vez soy, forzosamente tendrán que creer en un milagro.» «Aunque no sea el caso…»

Las tropas sarracenas acampaban en la llanura de la Bekaa, al sudeste del Krak.

La fortaleza, en manos de los hospitalarios desde 1142, se levantaba sobre un espolón rocoso que dominaba el paso de Homs, el único acceso de Damasco al mar. No era, pues, casual que Nur al-Din hubiera decidido lanzar allí su ataque, después de que Amaury, al invadir Egipto, hubiera roto la tregua que él le había ofrecido. El sultán de Damasco se había puesto a la cabeza de sus ejércitos para golpear al más débil de los estados cruzados: en el Krak de los Caballeros. Después se dirigiría hacia Trípoli, y acabaría con ese pequeño condado y con su conde, Raimundo de Trípoli.

Morgennes distinguió una multitud de camellos, unos tendidos, libres de equipaje, y otros de pie, cargados de armas y víveres. Los esclavos circulaban entre ellos, o llevaban cubos de cebada a los caballos o paja a los mulos. Mujeres con velo deambulaban en grupitos, pasando de una tienda a otra, con un caldero en la mano. Hacía tanto calor que no se veía soldados por ninguna parte, y un delicioso olor a sopa flotaba en el aire.

– No temas el ataque del enemigo -se repitió Morgennes.

Dios estaba con él.

«¿Como antaño con los caballeros?»

Para expulsar de su mente este pensamiento, espoleó a Iblis con más energía aún, y el campamento se irguió súbitamente ante él, a solo unos latidos de su corazón.

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