David Camus - La espada de San Jorge

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Una fascinante aventura épica en el siglo XII de las grandes sagas.
Cuando aún es un niño, el intrépido Morgennes es testigo del asesinato de toda su familia. Más tarde, tras pasar unos años en el Monasterio de Troyes, donde da muestras de gran inteligencia, parte con su amigo Chretien en busca de aventuras. En Bizancio, tras superar la iniciación, será armado caballero. Y ya en Jerusalén deberá volver a probarse a sí mismo enfrentándose al mundo de la memoria y al de los muertos, a las sombras y a los recuerdos…
Una recreación histórica apasionante de los tiempos de la caballería, el honor y la devoción por la causa.
Una historia muy intensa, que no decae en ningún momento: héroes caballerescos, búsqueda de reliquias, el contexto histórico de las cruzadas y los templarios, todo ello acompañado de grandes dosis de fantasía y acción sin límite.

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– ¿Competidores? Pero ¿no sirven a la misma causa?

– ¡Les gustaría tanto ser los únicos en servirla! Una disputa les enfrenta. Se trata de saber cuál de las dos tiene más mérito. Es absurdo. Un día pagaremos por ello. ¡Ya veréis! De modo que, por favor, mi querido hermano Morgennes, no os mezcléis en todo eso, Chrétien y vos. Manteneos apartados de este odio, de estas mentiras. Otros contarán tan bien como vosotros cómo la Virgen y los apóstoles fueron acogidos por el Hospital durante la Pasión de Cristo, y qué sé yo qué sandeces más. ¿Queréis acercaros a la cruz? ¿Poneros a su servicio?

Morgennes no respondió. Por primera vez desde hacía mucho tiempo tenía miedo.

– Partid al norte -prosiguió Guillermo-. Que se olviden de vos. Aquí nunca seréis aceptado. Es demasiado pronto. A ojos de todos solo sois, y seréis siempre, el Caballero de la Gallina.

– Pero el rey…

– El rey tiene otros asuntos de que preocuparse antes que de vuestra educación. Debe impedir que Siria ataque su reino, evitar que se le meta en la cabeza conquistar Egipto, y además, y sobre todo, guardarse de sus nobles… Lo que es, sin duda, lo más complicado. Os lo digo seriamente: haceos un nombre en el extranjero, y luego volved si os lo pide el corazón.

Había algo en la voz de Guillermo que impulsó a Morgennes a escucharle. Por esa razón mi amigo y yo abandonamos Jerusalén al apuntar el día para dirigirnos a Constantinopla, y dejamos que el buen Guillermo se las arreglara como pudiera para reemplazarnos.

Por desgracia, no tuvo nuestro éxito. Porque en lugar de ofrecer a los creyentes el misterio que nosotros debíamos representar, presentó un texto de su propia cosecha que empezaba así: «De cómo los hospitalarios iniciaron su modesto camino…».

Fueron muchos los que se marcharon antes del final de la representación. Y un viejo tosedor llamado Algabaler incluso gruñó: «¡Tal vez sea verdad, pero es un aburrimiento!».

17

Es esclavo de su haber quien lo amasa y lo acrecienta cada día.

Chrétien de Troyes,

Clig è s

En Tierra Santa sucede con los milagros algo parecido a lo que ocurre con las chinches en la cabeza de un niño o con los hongos en las bodegas de nuestros monasterios: proliferan. Allí se reúnen todas las condiciones para que eclosionen, y no hay nada de extraño en ello. Igual que Flandes tiene sus coles, Provenza sus melones, Italia sus uvas y Grecia sus olivos, Tierra Santa tiene sus milagros.

El único inconveniente es que no se exportan -excepto bajo la forma de reliquias o de ideas- y que para asistir a ellos hay que ir al lugar de origen. Y así, Morgennes y yo atravesamos Canaán, «donde Jesús transformó el agua en vino y sanó a distancia al hijo de cierto oficial real», para dirigirnos luego hacia «la colina donde el hijo de Nuestro Señor multiplicó los panes», y poco después a Nazaret. Allí hicimos un alto para ir a ver al célebre comerciante de reliquias Masada.

Este, sin embargo, estaba ausente; de modo que fue Olivier, su joven esclavo, quien nos recibió en su lugar.

– Hoy es sábado -nos dijo-. El doctor no trabaja. Pero si queréis comprar alguna de nuestras maravillas, puedo informaros, porque yo soy cristiano.

– ¿Os queda -le pregunté- un poco de Santa Sangre? Hemos venido de muy lejos para conseguirla.

– Ah -dijo Olivier-, sus señorías tienen suerte. Justamente nos queda un frasco. Es una reliquia de las más raras…

Después de invitarnos a instalarnos sobre unos cojines dispuestos en torno a una mesita redonda, donde nos sirvieron té, el esclavo desapareció un instante detrás de una fina cortina de algodón y luego volvió con un cofrecillo, que abrió para presentarnos su contenido.

– ¡Ahí tenéis, señorías: el frasco de la Santa Sangre de Nuestro Salvador! ¡Solo existe uno en todo Oriente, y está a su disposición! Desde luego se ofrece con un certificado de autenticidad, firmado personalmente por el propio obispo de Acre…

– ¿Cuánto? -pregunté.

– Habitualmente no la vendemos por menos de seiscientos besantes; pero para los señores, como veo por vuestra tonsura que sois, en cierto modo, de la familia, estoy dispuesto a bajar a la santa cifra de cuatrocientos cuatro besantes, que es, como saben, el número de versículos del Apocalipsis…

– ¿«Habitualmente»? -dijo Morgennes, sorprendido.

El joven hizo como si no le hubiera oído, y Morgennes no insistió. De todos modos no teníamos un céntimo. Solo habíamos ido para curiosear, para admirar lo que esta extraña tienda, famosa en el mundo entero, ofrecía.

– En realidad no hemos venido para comprar, sino para vender -confesé.

– Gracias, pero ya tenemos todo lo que necesitamos -dijo Olivier cerrando el cofrecillo.

– Tal vez. Sin embargo, si por algún milagro un objeto particularmente interesante cayera en nuestras manos…

– Habría que consultarlo con el doctor Masada. No estoy autorizado a responderos…

– ¿Y esta armadura? -preguntó Morgennes-. ¿Nos la cambiaríais por una de vuestras mercancías?

Mostró al joven la armadura rojiza del Caballero Bermejo, para la que no encontraba uso.

– Esto no es una herrería ni una armería. Deberíais ir a informaros en las guarniciones de la Fève o del Krak. Tal vez os la comprarán.

Pusimos fin a la entrevista dándole las gracias por el té y prometiendo que volveríamos en otra ocasión con más fondos.

– ¿Qué tenías intención de venderle? -me preguntó Morgennes cuando nos hubimos alejado unos pasos en dirección a la cuadra donde esperaba Iblis, nuestro semental, que en otro tiempo había pertenecido al Caballero Bermejo.

– Esto -dije sacando del bolsillo el frasco rojo sangre que el conde de Flandes había ofrecido entregarnos en pago por nuestro servicios.

– ¿Se lo cogiste?

– Fue Nicéforo quien me lo dio. Me dijo que el conde quería entregárnoslo de todos modos y que… Resumiendo: es una compensación. En realidad no quería vendérselo, solo tener una idea del precio.

– Ahora ya lo sabes.

– ¡Exacto!

Y mientras lo decía, abrí el frasco y vertí su contenido en el suelo del establo, cerca de un pobre asno maltratado por los años.

– Mira este asno -dijo Morgennes-. Parece tan viejo que no me sorprendería enterarme de que se encontrara en el establo donde nació Cristo. ¡Es increíble que logre tenerse en pie!

– ¡En todo caso es un asno con buen gusto!

Efectivamente, el asno se había acercado al charquito que formaba el líquido del frasco y lo lamía con ávidos lengüetazos.

– ¡Condenado bicho…! -dijo Morgennes mientras le acariciaba la cabeza entre las orejas-. ¡Me gustaría saber qué tendrías que explicar si Gargano estuviera aquí para traducir tus palabras!

El asno le dirigió una mirada vacía, que en un animal de su edad podía pasar por una muestra de reconocimiento, y luego siguió lamiendo; ingirió todo el líquido que contenía el frasco.

– Espero que no le siente mal -dijo Morgennes.

– ¡Eso no le matará, no te preocupes!

Seguimos el camino indicado por Olivier, primero hacia el este, en dirección al monte Tabor, «donde se produjo la Transfiguración de Cristo», y luego de nuevo hacia el norte, «donde san Juan Bautista anunció Su venida».

– Y aquí -preguntó Morgennes-, ¿qué milagro se produjo?

– ¿Por qué me haces esta pregunta?

– Porque tengo la impresión de que cada pulgada de Tierra Santa tiene su milagro particular. ¡Es práctico, no hay riesgo de perderse!

– ¡Los milagros nos permiten encontrar a los santos, no el camino!

– ¿Y cómo es que hay tantos?

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