La tormenta, que había ido cobrando fuerza durante toda la mañana y había avanzado lentamente desde el Yebel al-Teladj hasta situarse sobre la Bekaa, había acabado por evaporarse sin lluvia, relámpagos ni truenos. El cielo, de un azul infinito, volvía a ser el habitual, el de los días ardientes. Pero un rayo cayendo del cielo no habría causado más sorpresa que Morgennes cuando se lanzó contra las primeras tiendas del campamento. Empujando a su montura hasta el límite de sus fuerzas, la convirtió en un arma con la que golpeó a sus adversarios -de momento algunos desgraciados y desgraciadas que habían tenido la mala suerte de cruzarse en su camino-. Después de coger en un armero una larga espada curvada, cortó tantas cuerdas como pudo, para aprisionar a los musulmanes bajo la tela de sus tiendas. Estas se agitaron como el vientre de una mujer a punto de dar a luz; en su interior, los sarracenos se debatían buscando una salida, aun a riesgo de reventarle la panza.
Aún no habían dado la alerta, y Morgennes ya había tenido tiempo de matar a varios mahometanos. Luego golpearon un gong. Resonaron golpes de címbalos, toques de trompeta. Se lanzaron gritos.
– ¡Por san Jorge!
El efecto sorpresa había pasado. Pronto habría acabado todo…
Faltaba saber para quién.
Dos musulmanes se acercaron con la lanza apuntando hacia delante. Iblis se encabritó y soltó violentas patadas contra el suelo. Se oyó un ruido como de fruta demasiado madura que revienta, y luego los soldados se desplomaron, con el cerebro supurando del cráneo.
¡Cambiar el plan!
Reflexionando febrilmente, Morgennes se dijo que ya solo le quedaba escapar o lanzarse a la batalla, y eligió esta última opción. Picando espuelas, condujo a Iblis hacia el centro del campamento, es decir, hacia su jefe. En un momento en el que otros habrían rezado o huido, Morgennes atacó con mayor vigor aún. Su oración era su galope, y ponía su suerte en las manos de Dios.
Haciendo caso omiso de las flechas que volaban sobre él, Morgennes golpeaba a derecha e izquierda, se inclinaba sobre Iblis para hacerlo cocear, rozaba el suelo para, con un violento golpe de su espada, liberar de sus ataduras a los caballos y a los camellos, hacía molinetes con el brazo, lanzaba patadas, espantaba al adversario riendo a carcajadas.
– ¡Este hombre está loco! -gritaban los sarracenos.
– ¡No es un hombre, es Sheitán!
– ¡Ha venido para castigarnos!
– ¡Huid! ¡Huid!
Era tan fácil que casi resultaba divertido. ¡Nada podía alcanzarle!
En ese momento vio en el cielo un destello, un resplandor. Levantó la mirada un instante y descubrió una estrella. Brillaba en pleno día, a la altura del Krak de los Caballeros, y lanzaba destellos de luz a un ritmo regular. Luz. Nada. Luz. Luz. Nada. Luz…
¿Qué era? ¿Un código? ¿Una señal enviada por Dios?
Luz. Luz. Luz.
¿Qué era aquello? Morgennes no lo sabía, pero los poderosos castillos de la región -los del Hospital (como el Krak) o los del Temple (como Chastel Blanc y Chastel Rouge)- habían unido sus fuerzas, y de resultas de este acuerdo se habían dotado de un ingenioso juego de espejos, con ayuda de los cuales se enviaban mensajes.
Así, prevenidas de la llegada de Nur al-Din por los vigías del Krak desde el inicio de la mañana, las tropas reunidas de Chastel Rouge y Chastel Blanc, oportunamente reforzadas con tropas llegadas de Constantinopla, y también con caballeros francos de vuelta de una peregrinación a Jerusalén, habían acudido sin tardar a socorrer a los hospitalarios.
Varias decenas de caballeros, seguidos por centenares de infantes, se lanzaban al asalto del campamento de Nur al-Din. Y los del Krak les incitaban:
– ¡Atacad! ¡Atacad!
En lugar de venir del sur, como Morgennes, llegaron del noroeste, descendiendo por las laderas delYebel Ansariya en medio de una avalancha de polvo. Una larga columna de caballeros, en fila de a dos, había aprovechado la mole indestructible del Krak de los Caballeros para avanzar a cubierto.
Morgennes vio cómo los blancos estandartes con la cruz roja y los negros con la cruz blanca surgían bruscamente del parapeto de la montaña y se lanzaban contra los sarracenos.
– ¡Los refuerzos, por fin!
¡Lo había conseguido!
De repente, un sablazo lo devolvió a la realidad. Un soldado damasceno acababa de hundirle el sable en el vientre, y un dolor fulgurante atravesó su cuerpo.
Debería haber muerto, perder los estribos y desplomarse del caballo. Pero no murió, sino que todavía encontró fuerzas para levantar su espada y abatirla contra el cráneo del soldado, que partió en dos. Al verlo, los demás musulmanes, que se habían acercado con la esperanza de acabar con él, emprendieron la huida aterrorizados.
Apretando los dientes, Morgennes espoleó a Iblis y se lanzó en dirección a la gran tienda blanca coronada por una media luna de oro, que creía que debía de ser la de Nur al-Din.
Este último, advertido primero por las ligeras sacudidas del suelo que habían hecho temblar su té y luego por los alaridos que oía fuera, ya sospechaba que se estaba produciendo una catástrofe. Hasta ese momento, su plan se había desarrollado a la perfección; pero he ahí que de pronto surgía lo imprevisto encarnado en un caballero sin armadura, montado en un caballo blanco, que gritaba a voz en cuello: «¡San Jorge! ¡San Jorge y el dragón! ¡Adelante!».
El jinete sembraba el pánico entre sus tropas; dispersaba a sus monturas y a sus animales de carga, derribaba sus tiendas, destrozaba sus víveres, mataba o hería a sus soldados, a sus súbditos, arruinando sus ambiciones.
Nur al-Din salió precipitadamente de su tienda para ponerse a la cabeza de sus hombres. Ya se disponía a montar su corcel cuando -como un relámpago blanco- el misterioso caballero surgió a su espalda, con el sable en la mano.
– ¡Por san Juan Bautista! -aulló Morgennes.
– ¡Por las barbas del Profeta! -exclamó Nur al-Din.
Y al distinguir a uno de sus guardias de corps, le gritó:
– ¡Tú, protégeme!
Y luego, a otro que corría en su auxilio, con la mano en la empuñadura de su espada:
– ¡Y tú, ve a buscar refuerzos! ¿Dónde están mis oficiales?
De hecho, sus hombres habían tratado de detener a Morgennes, pero el terror se había apoderado de ellos al ver que sobrevivía a ese golpe en el vientre. Sin poder creer lo que estaban viendo, habían redoblado sus esfuerzos, y uno de ellos incluso había conseguido herirle en el brazo con su lanza -sin por ello lograr detenerle-. Entonces, trastornados por ese espantoso prodigio, y viendo que caían uno tras otro bajo sus golpes sin poder frenarle, la mayoría habían huido, o se habían dirigido hacia el noroeste del campamento, donde la carga de los cruzados había abierto una brecha en las filas de los sarracenos.
Frente a Morgennes solo quedaban, pues, dos personas: el sultán y su guardia de corps, al que Nur al-Din gritó de repente:
– ¡Suelta mi montura!
El guardia de corps tal vez habría tenido tiempo de golpear a Morgennes o de huir, pero se sacrificó y descargó su sable contra las ligaduras que mantenían trabada la montura de su jefe.
Un instante después, Morgennes le cortó la cabeza, que rodó bajo los cascos del caballo de Nur al-Din. Este, con el rostro sudoroso y el cuerpo helado, huyó al galope hacia Damasco abandonando tras él una babucha, que Morgennes recogió después de haber bajado de su caballo. Tras acercarla a sus ojos para contemplar los ornamentos, la frotó sobre su pecho, justo al lado de la cruz.
A su memoria acudieron las imágenes de los caballeros que habían atacado a sus padres y a él mismo.
¿Acaso era como ellos?
No. Porque si bien él también había atacado por sorpresa, su adversario era un ejército, y no dos niños y sus padres.
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