David Camus - La espada de San Jorge

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Una fascinante aventura épica en el siglo XII de las grandes sagas.
Cuando aún es un niño, el intrépido Morgennes es testigo del asesinato de toda su familia. Más tarde, tras pasar unos años en el Monasterio de Troyes, donde da muestras de gran inteligencia, parte con su amigo Chretien en busca de aventuras. En Bizancio, tras superar la iniciación, será armado caballero. Y ya en Jerusalén deberá volver a probarse a sí mismo enfrentándose al mundo de la memoria y al de los muertos, a las sombras y a los recuerdos…
Una recreación histórica apasionante de los tiempos de la caballería, el honor y la devoción por la causa.
Una historia muy intensa, que no decae en ningún momento: héroes caballerescos, búsqueda de reliquias, el contexto histórico de las cruzadas y los templarios, todo ello acompañado de grandes dosis de fantasía y acción sin límite.

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A veces tenía lugar una desenfrenada persecución por los pasillos del palacio; ganaba quien atrapaba primero al fugitivo. Y Colomán otorgaba una recompensa a quien conseguía esta proeza: generalmente, una noche con una de sus esclavas o un ascenso.

Morgennes empezó en lo más bajo de la jerarquía, en el puesto de lavaplatos. Poco le importaba, estaba acostumbrado. Porque tanto en Tierra Santa como en Europa, ¿había acaso algo más bajo que un trovador? ¿Un titiritero? ¿Un monje a quien hubieran despojado de los hábitos? ¡Un judío, y quizá ni eso!

El primer combate de Morgennes se llamaba «montón de platos sucios». Era un monstruo de no menos de cincuenta pies de altura y con una anchura de doscientos, que le pidieron que atacara por la cima.

– ¡Piensa que si no lo haces así, todo podría derrumbarse sobre nosotros!

Una escalera doble colocada sobre una mesa, que a su vez descansaba en equilibrio -precario, no hace falta decirlo- sobre otra mesa, permitía a Morgennes alcanzar los platos situados más arriba, que, para desgracia suya, resultaron no ser los más pequeños.

Yo miraba a mi amigo desde el suelo, preguntándome cómo se las arreglaría para que la pila no se derrumbara.

Los primeros días, Morgennes no se atrevió a tocar nada. Tenía demasiado miedo de que se desplomara el edificio, tan frágil como un castillo de naipes, y de verse obligado a lavar los platos de los demás como castigo. Dicho de otro modo: le esperaban varias semanas (si no meses) de trabajo sin poder acceder a un ascenso.

– «En el combate -me dijo Morgennes, citando un tratado militar que habíamos encontrado en la biblioteca-, ignorar las consecuencias proporciona mayor resolución que el razonamiento. La reflexión corrige la decisión antes del combate, pero la enturbia en el curso de este.» De modo que observo… No hay ninguna prisa.

Así, Morgennes pasó muchas horas observando su montaña de platos sucios para estudiar su configuración. Era tan alta, tan increíblemente mugrienta, que a su lado los establos de Augías eran un modelo de limpieza.

Una noche, mientras el maestro cocinero le vigilaba, moviendo nerviosamente el pie, Morgennes se echó a reír de repente.

– ¿Por qué te ríes? -le preguntó el cocinero.

– ¡Porque he tenido suerte!

– ¿Cómo es eso?

– ¡No he tomado postre!

El maestro cocinero se alejó encogiéndose de hombros, y Morgennes se calmó. Luego vino a buscarme.

– Ayúdame -me dijo.

– ¿A qué? -le pregunté, levantando apenas la nariz de la maravillosa obra que estaba leyendo, que llevaba por título: Diferentes modos de servir los dragones.

– A encontrar lo que necesito. Creo que tengo la solución a mi problema.

Partimos a explorar la cocina, para tratar de encontrar el objeto que buscaba Morgennes. El lugar era tan grande que necesitamos media jornada para descubrirlo, en un armario donde colgaba como una inmensa telaraña.

– ¡Ahí está! -exclamó Morgennes, mientras cargaba con una red de pescar de una longitud de varias toesas y tan pesada como una carreta de heno.

Luego volvió a encaramarse a lo alto de su escalera doble, y desde allí lanzó la red sobre el montón de platos.

Secundo, ¡sorprender al enemigo por la espalda!

– ¡Buena pesca! -dije yo observando cómo Morgennes recogía su captura.

Platos, platillos, fuentes, escudillas, comederos, copas y cubiertos cayeron al unísono con gran estruendo en la trampa, y quedaron tan bien aprisionados que no se rompió ni uno solo.

– Es un método poco ortodoxo -señaló el maestro cocinero.

– No querríais que desviara un río.

– Y ahora, ¿cómo te las arreglarás para lavarlos?

– Muy sencillo: los sumergiré en el agua.

– ¡Me gustaría verlo! -dijo el maestro cocinero echándose a reír-. ¡No tenemos ningún barreño de este tamaño!

– ¿Quién necesita un barreño cuando tenemos el Bósforo a dos pasos?

Morgennes se dirigió hacia la escalera, arrastrando tras de sí la montaña de platos sucios.

Una vez en la planta baja, recordó el camino que conducía a la terraza donde habíamos cenado el día de nuestra llegada. Tras atropellar en su avance a varios sirvientes asustados por ese extraño convoy, volcó su captura en las aguas, donde desapareció entre un surtidor de espuma.

Como si se tratara de un simple cesto para escurrir la ensalada, Morgennes sacudió vigorosamente la red en las aguas del Bósforo -que, a Dios gracias, aquel día eran de una limpidez excepcional-. Luego, saltando por encima de la balaustrada, la arrastró hasta la orilla. Allí, el quintal de vajilla quedó tendido entre las hierbas y las flores del Bósforo, como un pez reventado que derrama sus entrañas en el mostrador del pescadero. Tras haber frotado las últimas impurezas y haber enjuagado todo el montón volviendo a sumergirlo en el Bósforo, Morgennes dejó que se secara al sol. Luego pasó toda una semana colocando cada una de las piezas en su lugar.

Cuando terminó, a pesar de la fatiga, lucía una sonrisa insolente.

– ¿No hay nada más que lavar? -preguntó al maestro cocinero.

– No. Tu período de lavaplatos ha acabado. ¡Ahora eres sirviente!

– ¿Y en qué consiste eso?

– Pues en servir, claro está.

Tras el lavado venía el servicio. La primera tarea de Morgennes no ofrecía, en apariencia, ninguna dificultad. Se trataba de llevar una taza de té a Colomán.

– Lo encontrarás en sus aposentos.

– ¿Es decir?

– No es complicado, está arriba de todo.

– ¿En lo alto de la escalera?

– Arriba.

Morgennes cogió la bandejita de plata sobre la que habían depositado una delicada taza de porcelana china, y se alejó en dirección al primer piso y a la gran escalera que había visto el primer día.

– ¿Quieres que te acompañe? -le propuse.

– No, gracias, no vale la pena. ¡No tardaré mucho!

– Como quieras.

Volví a mis libros de cocina, con Cocotte pegada a mis talones. La gallina, a la que los pinches lanzaban de vez en cuando un puñado de maíz, empezaba a recuperarse. Sus plumas, que volvían a crecer, adoptaban un hermoso color rojo anaranjado, como si fuese una llama escapada del hogar.

Después de llegar al final de la escalera de caracol que conducía de las cocinas a la planta baja, Morgennes se dirigió hacia la gran escalera de mármol que daba acceso al primer piso. Ingenuamente había creído que esta escalera permitía acceder también al segundo, tercer y cuarto pisos del palacio, pero no era así. Cada nivel tenía su propia escalera, y no eran tan fáciles de encontrar como la de la entrada. Morgennes recorrió un interminable número de pasillos, asomó la cabeza por todo tipo de puertas, descubrió salas inmensas y tan vacías como aparentemente inútiles, antes de hallar la escalera que subía al segundo piso. Allí recorrió a lo largo y a lo ancho un laberinto de pasillos y corredores que se cruzaban, se entrecruzaban, e incluso a veces acababan en un callejón sin salida.

«Demonios -se decía-. ¡Es para volverse loco! Suerte que tengo buena memoria, porque si no…»

Si no, su suerte tal vez habría sido la misma que la del hombre cuyos restos distinguía, con la bandeja todavía en la mano, muerto de agotamiento en el cruce de cuatro pasillos.

Esta vez la escalera se encontraba detrás de lo que parecía una vulgar puerta de armario.

– ¡No hay que fiarse de las apariencias!

El tercer piso estaba casi tan desierto como el precedente, con la diferencia de que había seis muertos en lugar de uno solo; entre ellos, uno clavado contra una pared con una estaca en el estómago.

– Tendré que redoblar las precauciones…

Temiendo una trampa, Morgennes avanzó pegado a las paredes, caminando de puntillas, vigilando dónde ponía el pie y aguzando el oído, al acecho del menor ruido. Pero, aunque recorrió este piso varias veces en todos los sentidos y abrió todas las puertas de armario, no había rastro de escalera.

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