John Toland - Los Últimos Cien Días

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Los últimos cien días de la Segunda Guerra Mundial en el escenario europeo son la culminación del drama que se ha desarrollado a lo largo de toda la contienda. En esos tres meses los Aliados darán el golpe de gracia al Tercer Reich pero, antes de que éste se hunda definitivamente, Alemania tendrá que soportar una tragedia con escasos precedentes en la historia de la humanidad. Víctima de intensos bombardeos, del frío y la falta de alimento, de los excesos cometidos por las tropas rusas y del terror impuesto por los últimos guardianes del nazismo, la población germana acabará recibiendo la noticia de la derrota con indisimulado alivio.
En estas páginas, el historiador John Toland ofrece una extensa, documentada y apasionante reconstrucción de esos últimos y dramáticos días. Su lenguaje ameno y directo, más cercano al periodismo que al propio de los libros de historia, transporta al lector a los diferentes escenarios en los que se libra esa partida final, en un fascinante relato de interés creciente que logra captar toda su atención desde el primer momento.
Los últimos cien días, un clásico imprescindible del que se han vendido millones de ejemplares desde su aparición en 1965, está considerado hoy día como la obra más completa sobre el final de la Segunda Guerra Mundial en Europa.

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Dijo también que el mes de marzo le parecía demasiado pronto para celebrar la primera entrevista. La lucha estaba en su punto culminante, y la suerte del mundo era aún demasiado incierta. Stettinius deslizó una nota ante Roosevelt:

«Stimson piensa de igual forma.»

Pero a Roosevelt le interesó más otra nota que recibió de Hopkins, y que decía:

«Detrás de estas conversaciones hay algo cuya base desconocemos.

»Será mejor que esperemos hasta más tarde, para ver cuáles son sus propósitos.»

Debajo Roosevelt escribió: «Todo esto es repugnante», y subrayó la palabra «repugnante», añadiendo a continuación: «Es política localista.»

Mientras tanto, un ayudante entregaba a Molotov el proyecto sobre Polonia, y el ministro soviético comenzó a leerlo en voz alta. Tanto Roosevelt como Churchill fruncieron el ceño cuando Molotov leyó la tercera parte: «Resulta muy de desear que en el Gobierno Polaco Provisional se integren algunos de los líderes democráticos procedentes de los círculos polacos emigrados.»

– Sólo hay una palabra que no me gusta -observó Roosevelt-, y es la palabra «emigrados».

Churchill intervino y explicó, como para dar a Stalin una lección de Historia, que la palabra se había originado durante la Revolución Francesa, y su significado era: una persona que sale de su país por voluntad de sus compatriotas.

Luego Roosevelt escribió otra nota a Hopkins con su conciso estilo: «Tenemos para media hora.» Roosevelt ya había bromeado a veces en privado acerca de los largos discursos del «viejo y querido Winston», que consideraba a veces improcedentes, y que sin duda irritaban a Stalin.

Churchill estaba declarando que deseaba que Polonia recibiera territorios en el este de Alemania para compensar el que la Unión Soviética iba a tomar de Polonia Oriental, pero advirtió que no debería dárseles a los polacos mucho de ese territorio alemán.

– No quiero atracar al ganso polaco para que muera de indigestión germana -manifestó, e hizo notar que muchos ingleses quedarían sorprendidos ante la transferencia por la fuerza de unos seis millones de alemanes.

– Ya no habrá alemanes allí -dijo Stalin-. Cuando nuestras tropas entraron en la zona, los alemanes salieron huyendo.

– Entonces está el problema de cómo manejarlos en Alemania -siguió diciendo Churchill-. Ya hemos matado a seis o siete millones y probablemente daremos muerte a otro millón antes de que termine la guerra.

– ¿Uno, o bien dos millones?-interrumpió Stalin, jocosamente. -Bueno, no estoy poniendo límites -replicó Churchill, de no menos buen humor, y preguntó a Stalin si le parecía bien añadir las palabras «y algunos dentro de Polonia».

Stalin, siempre de buen talante, contestó:

– Sí, me parece aceptable.

– Bien -concluyó Churchill-; estoy de acuerdo con el presidente en que debemos suspender la sesión hasta mañana.

– También yo lo considero oportuno -dijo Stalin.

Una vez que se hubo levantado la sesión, Leahy opinó que había sido la reunión más prometedora hasta aquel momento, y varios norteamericanos comentaron la habilidad de Roosevelt para conciliar las discusiones que se suscitaron entre los otros dos dirigentes.

Los ingleses no hicieron tantos elogios, y algunos se hallaban resentidos por el papel de mediador que el mismo Roosevelt se había asignado. Unos pocos hablaron incluso de lo que consideraban como una total ignorancia de la historia de Europa Oriental. Eden manifestó que Roosevelt estaba demasiado impaciente «por demostrar a Stalin que Estados Unidos no se estaba "confabulando" con Gran Bretaña "en contra de Rusia"», lo cual sólo originaba «confusiones en las relaciones angloamericanas, de lo que se aprovechaban los soviéticos». Para él Roosevelt era un consumado político, capaz de visualizar claramente un objetivo inmediato, pero «cuya perspectiva a largo plazo no era muy acertada».

En las últimas horas de la noche, Churchill envió un largo telegrama a Clement Attlee, jefe del partido Laborista y primer ministro suplente.

«Hoy ha salido mucho mejor. Todas las proposiciones americanas para la constitución de Dumbarton Oaks han sido aceptadas por los rusos, quienes declararon que ello se debía principalmente a nuestra explicación, que les había tomado en una actitud propicia para aceptar el plan en su totalidad. También disminuyeron su petición de dieciséis miembros votantes en la asamblea, a sólo dos… A pesar de nuestros sombríos presentimientos, Yalta ha resultado bastante propicia hasta el momento…»

Mencionó asimismo la carta que Roosevelt había enviado a Stalin en relación con el nuevo Gobierno polaco, más representativo. Si ocho o diez polacos democráticos como Mikolajczyk quedaban integrados en el nuevo Gobierno, resultaría beneficioso para Gran Bretaña reconocer tal Gobierno en seguida.

«…Entonces podremos enviar embajadores y misiones a Polonia, y averiguar al menos lo que está sucediendo allí, así como si es posible establecer los fundamentos para unas elecciones libres y válidas, que puedan dar vida a un Gobierno polaco. Esperamos que en este difícil terreno nos darán plena libertad de acción…»

Attlee se mostró complacido con el extenso telegrama. Aunque él y Churchill eran los polos opuestos en el terreno político, el Gobierno inglés de la época de guerra actuaba casi con completa exclusión del aspecto interior. Ocultando una notable capacidad bajo una apariencia incolora, Attlee parecía un insignificante empleadillo. Pero sentía afecto por el rutilante Churchill, y respetaba su indudable competencia, aun cuando aseguraba que el primer ministro «se descarriaba» en algunas ocasiones. «Winston -dijo en cierta oportunidad- está formado por un noventa por ciento de genio y diez por ciento de necio impetuoso. Lo que necesita es una buena secretaria que le diga con energía: «¡No sea tan necio e impetuoso!»

También recordaba Attlee el comentario de Lloyd George acerca de Churchill: «Ese es Winston. Tiene media docena de soluciones para cada problema, de las que sólo una es acertada. Lo malo es que no sabe cuál es la buena.»

3

Aquel día, 7 de febrero, el teniente general H.D.G. Crerar, comandante del Primer Ejército Canadiense, llamó a los corresponsables de guerra a su cuartel general táctico situado en Tillburg, Holanda, y les dio a conocer los planes de la operación «Veritable», que constituía el primer paso para el avance de Montgomery hasta el centro de Alemania.

La operación «Veritable» se iniciaría al día siguiente desde el flanco norte de las tropas de Montgomery. El campo de batalla se hallaba delimitado por dos ríos: el Rhin, que se internaba por Alemania hacia el norte y luego se dirigía bruscamente hacia el oeste, a Holanda. Pasaba entonces por Nimega, a sólo diez kilómetros al norte del Mosa, el segundo río, que procedía de Bélgica. El ataque canadiense comenzaría en esta estrecha franja de diez kilómetros, y seguiría hacia el sudeste, arrollando a todas las tropas alemanas situadas entre ambos ríos.

– Esta operación podrá prolongarse, resultando una lucha dura y fatigosa -manifestó Crerar a los corresponsales-. Todos confiamos, sin embargo, en que se concluirá satisfactoriamente la gran tarea que tenemos el honor y la responsabilidad de llevar a cabo.

El plan era simple en teoría, pero dependía en gran parte del tiempo y de la conformación especial del terreno que Crerar tendría que conquistar. Por la tarde, el hombre que había elegido para dirigir el asalto inicial, teniente general Brian Horrocks, comandante del 30.° Cuerpo británico, se dirigió hasta un puesto avanzado de observación cerca de Nimega, donde tantos americanos habían muerto en la tentativa de desembarco aéreo del otoño anterior. Hacia el sudeste, Horrocks descubrió un pequeño valle que se elevaba unos cincuenta metros en el Reichswald, un bosque de pinos tan denso que la visibilidad quedaba limitada a unos pocos metros. Horrocks tenía que atacar aquel siniestro bosque, y además la carretera que había más allá del mismo y que partía desde Nimega hacia el sudeste.

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