John Connolly
Los amantes
Charlie «Bird» Parker, 8
Estoy muy agradecido a varias personas que cedieron generosamente su tiempo y sus conocimientos mientras llevaba a cabo la investigación para este libro. En concreto, desearía dar las gracias a Peter English, antes al servicio de la comisaría del Distrito Noveno de Nueva York, que dio vida a sus calles para mí; sin él, este libro sería mucho más pobre. Dave Evans y todo el personal del Great Lost Bear (www.greatlostbear.com), el mejor bar de Portland, Maine, me brindaron una gran hospitalidad y no tuvieron reparos en darle empleo a un detective que andaba de capa caída. Vaya también mi agradecimiento a Joe Long, Seth Kavanagh, Christina Guglielmetti, Clair Lamb (www.answergirl.net), Mark Hall y Jane y Shane Phalen, quienes me ayudaron a camuflar mi ignorancia en diversas etapas del libro. Los errores son solamente míos, y pido disculpas por ellos.
Entre los libros y artículos que me fueron de utilidad se incluyen New York: An Illustrated History de Ric Burns y James Sanders, con Lisa Ades (Alfred A. Knopf, 1999); The Columbia Guide to America in the 1960s de David Farber y Beth Bailey (Columbia University Press, 2001); The Sixties: Years of Hope, Days of Rage de Todd Gidin (Bantam, 1993); The Movement and the Sixties: Protest in America from Queensboro to Wounded Knee de Terry H. Anderson (Oxford University Press, 1995); The Neighborhoods of Brooklyn, John B. Manbeck, asesor editorial (Yale University Press, 1998); y «Spider manipulation by a wasp larva» [La manipulación de la araña por una larva de avispa] (Nature, vol. 406, 20 de julio de 2000).
Gracias a Sue Fletcher, mi editora en Hodder & Stoughton en Londres, y al personal de Hodder; a Emily Bestler, mi editora en Atria en Nueva York, y a todos en Atria y en Simon and Schuster; a mi agente, Darley Anderson y su magnífico equipo; y a Madeira James (www.xuni.com) y Jayne Doherty, que se ocupan de mi página Web pero cuya amabilidad y apoyo van mucho más allá de eso. Estaría perdido sin todos vosotros.
Por último, deseo expresar mi amor a Jennie, Cameron y Alistair, quienes han de sobrellevar todo lo que sucede entre bastidores.
A menudo la verdad es un instrumento de agresión
atroz. Es posible mentir, incluso asesinar, en
nombre de la verdad.
Problems of Neurosis, Alfred Adler (1870-1937)
Me digo que esto no es una investigación. Es a otros a quienes hay que investigar, no a mi familia, ni a mí. Ahondaré en la vida de desconocidos y sacaré a la luz sus secretos y sus mentiras, a veces por dinero y a veces porque ésa es la única manera de enterrar los viejos fantasmas, pero no deseo escarbar así en lo que siempre he creído acerca de mis padres. Ya no están en este mundo. Dejémoslos en paz.
Pero quedan demasiadas preguntas sin respuesta, demasiadas inconsistencias en la narración de sus vidas, un relato iniciado por ellos y proseguido por otros. Ya no puedo abstenerme de examinarlo.
Mi padre, William Parker, Will para los amigos, murió cuando yo tenía casi dieciséis años. Era agente de policía en la comisaría del Distrito Noveno, en el Lower East Side de Nueva York, amado por su esposa, y fiel a ella, con un hijo al que adoraba y quien a su vez lo adoraba a él. Decidió seguir de uniforme, sin aspirar al ascenso, porque se conformaba con servir en las calles como policía de a pie. No tenía secretos, o al menos ninguno tan horrendo como para que él, o las personas cercanas a él, pudiera sufrir algún daño irreparable si salía a la luz. Llevaba una vida de pueblo, una existencia normal y corriente, o tan corriente como era posible considerando que sus ciclos diarios venían determinados por los turnos de guardia, los asesinatos, los robos y la drogadicción, y por los abusos de los fuertes y crueles sobre los débiles e indefensos. Sus defectos eran menores; sus pecados, veniales.
Estas afirmaciones son falsas de la primera a la última, excepto la de que quería a su hijo, aunque a veces su hijo se olvidaba de corresponder a ese amor. Al fin y al cabo, yo era un adolescente cuando murió y, a esa edad, ¿qué chico no se tira los trastos a la cabeza con su padre en un intento de establecer su primacía en la casa sobre ese viejo que ya no entiende el carácter del mundo en continuo cambio que lo rodea? En pocas palabras, ¿quería yo a mi padre? Sin duda, pero en los últimos tiempos me negaba a reconocerlo ante él, y ante mí mismo.
He aquí, pues, la verdad.
Mi padre no murió de muerte natural: se quitó la vida.
Si no ascendió, no fue por decisión suya; fue un castigo.
Su mujer no lo quería, o al menos no tanto como antes, porque él la había traicionado y ella no pudo perdonarle esa traición.
No llevó una existencia normal y corriente, y más de uno murió por salvaguardar sus secretos.
Tenía graves flaquezas, y sus pecados eran mortales.
Una noche, mi padre mató a dos adolescentes desarmados en un descampado de Pearl River, no muy lejos de donde vivíamos. No eran mucho mayores que yo. Primero disparó contra el chico, luego contra la chica. Empleó su revólver particular, un Colt 38 con cañón de cinco centímetros, porque en ese momento no iba de uniforme. Al chico lo alcanzó en la cara, a la chica en el pecho. Tras asegurarse de que habían muerto, mi padre, como en trance, regresó en coche a la ciudad, se duchó y se cambió de ropa en el vestuario de la comisaría, donde esperó a que fuesen por él. Menos de veinticuatro horas después se pegó un tiro.
A lo largo de mi vida adulta siempre me he preguntado por qué actuó así, pensaba que nunca encontraría la respuesta, o tal vez ésa era la mentira que prefería creer.
Hasta ahora.
Ha llegado la hora de llamar a las cosas por su nombre.
Esto es una investigación sobre las circunstancias de la muerte de mi padre.
Odio y amo. ¿Cómo es posible?, me preguntarás,
tal vez. Lo ignoro, pero siento que así es y sufro.
Cantos, 85, Cátulo
El chico de los Faraday llevaba tres días desaparecido.
El primer día nadie hizo nada. Al fin y al cabo, había cumplido los veintiuno y a esa edad los jóvenes ya no tienen que atenerse a horarios y normas familiares. No obstante, era un comportamiento impropio de él. Bobby Faraday inspiraba confianza. Era estudiante de ingeniería, pero se había tomado un año de descanso para decidir qué especialidad seguir, con la idea de marcharse un par de meses al extranjero o trabajar para su tío en San Diego. Sin embargo, al final se quedó en su pueblo, viviendo en casa de sus padres para ahorrar el dinero que ganaba y guardando en el banco tanto como podía, que era un poco menos que el año anterior, ya que ahora estaba autorizado a beber con impunidad, y acaso se entregaba a esa libertad recién adquirida con más entusiasmo del que se habría considerado sensato. Había tenido un par de resacas letales desde Año Nuevo, eso desde luego, y su padre le había aconsejado que se lo tomara con calma antes de que el hígado empezase a pedirle clemencia, pero Bobby era joven, era inmortal, y estaba enamorado, o lo estuvo hasta fecha reciente. Quizá sería más cierto decir que Bobby Faraday seguía enamorado, pero el objeto de su afecto había puesto fin a la relación, y había dejado a Bobby empantanado en sus emociones. Esa chica era la razón por la que había preferido quedarse en el pueblo en lugar de irse a ver un poco de mundo, decisión que sus padres recibieron con sentimientos encontrados: gratitud por parte de su madre, decepción para su padre. Al principio eso dio pie a más de una discusión entre padre e hijo, pero ahora, como dos ejércitos remisos al borde de una batalla no deseada, habían acordado una tregua, si bien cada bando continuaba atento al menor parpadeo del otro, por si acaso. Mientras tanto, Bobby bebía, y su padre se subía por las paredes, pero se callaba con la esperanza de que el final de la relación con esa chica impulsara a su hijo a ampliar sus horizontes hasta el momento de volver a la universidad en otoño.
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