John Toland - Los Últimos Cien Días

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Los últimos cien días de la Segunda Guerra Mundial en el escenario europeo son la culminación del drama que se ha desarrollado a lo largo de toda la contienda. En esos tres meses los Aliados darán el golpe de gracia al Tercer Reich pero, antes de que éste se hunda definitivamente, Alemania tendrá que soportar una tragedia con escasos precedentes en la historia de la humanidad. Víctima de intensos bombardeos, del frío y la falta de alimento, de los excesos cometidos por las tropas rusas y del terror impuesto por los últimos guardianes del nazismo, la población germana acabará recibiendo la noticia de la derrota con indisimulado alivio.
En estas páginas, el historiador John Toland ofrece una extensa, documentada y apasionante reconstrucción de esos últimos y dramáticos días. Su lenguaje ameno y directo, más cercano al periodismo que al propio de los libros de historia, transporta al lector a los diferentes escenarios en los que se libra esa partida final, en un fascinante relato de interés creciente que logra captar toda su atención desde el primer momento.
Los últimos cien días, un clásico imprescindible del que se han vendido millones de ejemplares desde su aparición en 1965, está considerado hoy día como la obra más completa sobre el final de la Segunda Guerra Mundial en Europa.

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El problema inicial de Horrocks consistió en llevar doscientos mil hombres, así como tanques, cañones y vehículos, a la zona boscosa situada detrás de Nimega, sin que fuera observado. Durante las tres semanas anteriores, pero sólo por la noche, se habían trasladado 35.000 vehículos con soldados y suministros a la nueva posición, a pesar de la pertinaz lluvia que caía en aquellos momentos, que llegó a hacer intransitables numerosas carreteras.

Cuando Horrocks observó el horizonte, no pudo advertir ningún movimiento enemigo desacostumbrado, pero ello no hizo que disminuyera su preocupación. Los bosques y los alrededores de Nimega se hallaban atestados de tropas alemanas. ¿Qué ocurriría si llevaban a cabo un eficaz ataque aéreo, o si comenzaban de nuevo las lluvias?

Crerar no dijo a los corresponsales que una vez que los alemanes enviasen rápidamente refuerzos desde el sur, para detener la operación «Veritable», el flanco derecho de Montgomery avanzaría hasta la zona desocupada por esas tropas. Esa sería la operación «Granada», destinada a obligar al Alto Mando alemán a enviar de nuevo las reservas al sur. En la confusión subsiguiente, Horrocks se infiltraría rápidamente hasta el Rhin.

Para dirigir la operación «Granada», Montgomery había elegido al general William Simpson, comandante del 9.° Ejército de Estados Unidos. El «Gran Simp» -para distinguirlo del «Pequeño Simp», otro general americano de igual apellido- era alto, calvo y poseía recias facciones. Aunque tenía el aspecto de un fiero jefe indio, no había probablemente otro comandante de ejército que fuera menos temido por sus oficiales y más admirado, al mismo tiempo. Hablaba suavemente, rara vez perdía el control de sí mismo, y le bastaba una sola palabra de reproche para corregir al que cometía un error.

A unos cien kilómetros al sur de Nimega, Simpson aconsejó a sus comandantes que no mezclasen sus unidades.

– Manténgase en orden en el campo de batalla. Conserven intactas las unidades -manifestó.

Luego les reveló que el Día D era el 10 de febrero. Faltaban, pues, tres días. Pero por muy cuidadosamente que Simpson planease el ataque, su éxito final dependía del comandante de otro grupo de ejército, y también de un río, el Roer, que se dirigía hacia el norte, desde las Ardenas, y que era la primera barrera que Simpson tenía que atravesar en su marcha hacia el Rhin. El general era Courtney Hodges, y sus tropas trataban en aquellos momentos de tomar intactos los embalses del Roer. Si los alemanes los destruían, millones de toneladas de agua anegarían la zona, impidiendo a Simpson que alcanzase el otro lado durante dos semanas al menos, o lo que era peor, aislando a las tropas que ya hubieran cruzado.

Por consiguiente, el resultado de la operación «Veritable» dependía del agua: de los embalses situados cien kilómetros al sur, y de la lluvia. Al anochecer de aquel día el cielo aparecía despejado y la calma reinaba sobre la zona de Nimega. A las nueve de la noche Horrocks oyó el sordo rumor de los aviones: 769 bombarderos pesados británicos que se dirigían hacia Cleve y Goch, en la otra orilla del Reichswald.

Poco antes del amanecer del 8 de febrero, Horrocks trepó a una pequeña plataforma instalada en el tronco de un árbol -su puesto de mando- y observó una cortina de explosiones, quizá más de un millar a la vez, que se apreciaban sobre todo el frente. Era un amanecer frío y gris, y para disgusto de Horrocks comenzó a llover. Pero a pesar de ello podía seguir observando la mayor parte del campo de batalla. Hasta para una persona avezada a la guerra el espectáculo era estremecedor. De pronto cesó el fuego de los cañones, y entonces se inició entre el barro el avance de los tanques y de los «canguros» (tanques provistos de plataforma, para transportar a la infantería).

A las 21,20 un fuego de artillería comenzó a caer sobre las líneas alemanas, alcanzando su intensidad máxima cuarenta minutos después. A la hora H el blanco de la artillería fue avanzando cien metros cada cuatro minutos, mientras una cortina de humo blanco ocultaba los batallones de asalto de las cuatro divisiones que avanzaban por el valle. Si bien el enemigo no podía ver las tropas que realizaban el avance, Horrocks sí podía divisar con claridad los grupos de hombres y los carros de asalto que se aproximaban al bosque, encontrando escasa resistencia. Pero una hora más tarde, los tanques aminoraron la marcha y parecieron detenerse. Se estaban quedando atascados en el barro.

El cieno no era en modo alguno el peor de los problemas con que se enfrentaba la operación «Veritable». Hacia el sur, el ataque de la 78.ª división, de infantería de Hodges, contra los embalses, había remitido. Hodges llamó por teléfono al comandante del 5.° Cuerpo, general de división Clarence Huebner, y expresó su descontento por los pocos progresos de la 78.ª división. El ataque estaba respaldado por el fuego de potente artillería, y Hodges no comprendía que ésta no pudiese abrir un camino hasta los embalses.

– Debo tenerlos en mi poder mañana mismo -afirmó. Huebner sabía que la 78.ª división estaba agotada. Era necesario enviar una nueva unidad.

– Tengo que usar la 9.ª División -dijo a Hodges.

– Quiero tener los embalses en mi poder por la mañana -repitió Hodges-. La forma de conseguirlo es asunto suyo. Huebner habló con el general de división Louis Craig, comandante de la 9.ª División, el cual acababa de llegar, y le preguntó el tiempo que tardaría en trasladar sus tropas.

– Puedo hacerlo en seguida -manifestó Craig.

4

Los jefes norteamericanos del Estado Mayor se hallaban, sin embargo, mucho más preocupados con el desarrollo de la guerra en el Pacífico. Estaban a la sazón sentados ante una mesa al otro lado de la cual se hallaban los jefes de Estado Mayor soviéticos. La reunión se celebraba en el palacio Yusupov, que albergaba el cuartel general de Stalin, y en ella trataban de solucionar los problemas militares del Extremo Oriente, y en especial las medidas que debería tomar la Unión Soviética una vez que declarase la guerra al Japón.

Mientras se celebraba esta reunión, Roosevelt y Stalin consideraban el mismo asunto a un nivel superior, en presencia de Molotov, de Harriman y de los dos intérpretes, Pavlov y Bohlen. Roosevelt se mostraba partidario de un bombardeo intensivo, que hiciese rendir a los japoneses, evitando tener que invadir el archipiélago. A esto replicó Stalin:

– Me gustaría discutir las condiciones políticas según las cuales las URSS entraría en la guerra contra el Japón.

Tales condiciones, precisó Stalin, habían sido ya detalladas en una conversación con Harriman.

Roosevelt consideró que no había dificultad alguna en que Rusia se quedase con la mitad de la isla de Sakhalin y con las islas Kuriles, como reparación. En cuanto a proporcionar a los soviéticos un puerto de aguas cálidas en el Lejano Oriente, le parecía bien arrendar el puerto chino de Dairen, o bien hacer de él un puerto libre.

Dándose cuenta de la favorable posición en que se hallaba situado, Stalin replicó solicitando algo más: el empleo de los ferrocarriles de Manchuria. También esto pareció razonable a Roosevelt, que sugirió arrendarlos a Rusia, y colocarlos bajo el control de una comisión rusochina.

Stalin se mostró satisfecho.

– Si estas condiciones no se cumplen -dijo con aspereza-, nos resultará difícil explicar, a mí o a Molotov, ante nuestro pueblo, la razón de que Rusia entre en la guerra contra el Japón.

– No he tenido ocasión de hablar con el mariscal Chiang Kai Shek -contestó Roosevelt-. Una de las dificultades con que se tropieza al hablar con los chinos, es que cualquier cosa que se les dice se transmite al mundo por radio al cabo de veinticuatro horas.

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