– Yo me refería a las tres grandes potencias aquí representadas -contestó Churchill-, elevándose colectivamente hasta tal altura que las demás terminarían por considerar que estaban tratando de dominar el mundo.
Stalin explicó que el problema era mucho más serio.
– Mientras vivamos cualquiera de los tres -manifestó-, no dejaremos que nuestros países incurran en acciones agresivas. Pero dentro de diez años ninguno de nosotros puede hallarse presente. Llegará una nueva generación que no habrá experimentado los horrores de la guerra, y que olvidará todo lo que nosotros hemos pasado. Nos gustaría asegurar la paz al menos durante cincuenta años. Esa es la idea que yo tengo. Creo que debemos establecer una estructura que origine cuantos obstáculos sean posibles para llegar a la dominación del mundo… El mayor peligro para el futuro reside en los conflictos que puedan crearse entre nosotros mismos.
El presidente de Estados Unidos trató de cambiar de tema trayendo a colación el asunto de Polonia…, el más delicado de todos. Durante varios meses Churchill había insistido vanamente ante Roosevelt para que forzase a los polacos de Londres a hacer concesiones a Stalin en nombre de la colaboración con Rusia; pero ahora era Churchill el que salía en defensa de Polonia.
– Gran Bretaña no tiene interés material en Polonia -comenzó diciendo el primer ministro-. Su interés reside puramente en el aspecto del honor, ya que nosotros sacamos la espada para defender a Polonia del brutal ataque de Hitler. Nunca me contentaré con una solución que no deje a Polonia como Estado libre e independiente. Nuestro más firme deseo, que estimamos tanto como nuestras propias vidas, es que Polonia sea dueña de su propia casa y de su propia alma.
Luego Churchill sugirió que las tres grandes potencias podían concertar un gobierno en aquel mismo momento.
– …Un gobierno provisional o interino, como ha dicho el presidente, que quedará pendiente de elecciones libres, de modo que los tres podamos otorgar nuestro reconocimiento… Si lo conseguimos, podremos abandonar esta mesa habiendo dado un gran paso hacia la paz futura y la prosperidad del centro de Europa.
Stalin propuso un descanso de diez minutos, y entonces entró en el salón el mayordomo del palacio donde se alojaba Roosevelt -era el maître del hotel Metropole-, seguido de varios camareros vestidos de etiqueta, que portaban bandejas con pasteles, bocadillos y té caliente en unos vasos altos, de fino cristal. Los rusos se mostraron divertidos al ver los apuros que pasaban los norteamericanos para tomar aquel té hirviente.
Se reanudó la sesión con un vehemente discurso de Stalin en el que señaló que en los últimos treinta años Alemania había pasado por Polonia dos veces para invadir a Rusia. Ni Roosevelt ni Churchill mencionaron, claro está -pues eran lo suficientemente corteses-, que la marcha de Alemania a través de medio territorio polaco, en 1939, había coincidido con la de sus ahora aliados, los rusos, en la otra mitad, para encontrarse con ellos.
Hizo notar Stalin que la Línea Curzon no había sido inventada por rusos, sino por extranjeros, y que él no podía volver a Moscú con menos de lo que Curzon y Clemenceau habían ofrecido en una ocasión.
– Y ahora, por lo que se refiere al gobierno -prosiguió diciendo Stalin-, el primer ministro ha solicitado que formemos un gobierno polaco aquí mismo. Me temo que haya sido una equivocación involuntaria. Sin la participación de los polacos no podemos formar ningún Gobierno polaco. Ellos dicen que soy un dictador -añadió sonriendo levemente-, pero tengo el suficiente sentido democrático como para no constituir un gobierno polaco sin polacos.
Al terminar Stalin este discurso, Roosevelt, que parecía agotado, dijo que siendo ya las ocho menos cuarto era mejor que se suspendiese la sesión. Pero Churchill quería decir la última palabra, y manifestó:
– Tal vez estemos equivocados, pero considero que el Gobierno de Lublin sólo representa a un tercio del pueblo polaco… Creo que el Gobierno de Lublin no tiene derecho a representar a la nación polaca.
A continuación se redactó un informe para los periódicos de todo el mundo, anunciando que se había llegado a un «completo acuerdo para realizar operaciones militares conjuntas en la fase final de la guerra contra la Alemania nazi», y que «la discusión de los problemas concernientes al establecimiento de una paz duradera también había comenzado».
El comunicado parecía tranquilizador, pero buena parte de los ' norteamericanos que habían tratado íntimamente con los rusos se sentían preocupados. El antiguo embajador de Rusia, William C. Bullitt, temía que Roosevelt hubiera sido engañado. Recordó que una vez, en privado, el presidente le dijo que convertiría a Stalin de imperialista soviético en demócrata, dándole todo lo que necesitase para luchar contra los nazis. Stalin necesitaba tanto la paz, dijo Roosevelt, que de buena gana colaboraría con el Oeste para conseguirla. Bullitt predijo entonces que Stalin nunca cumpliría sus promesas.
– Bill, no discuto tus razones -contestó entonces Roosevelt-. Las considero justificadas, pero tengo la impresión de que Stalin no es de esa clase de hombres. Harry (Hopkins) asegura eso, y afirma que sólo quiere la seguridad de su país. Yo creo que si le doy lo que pide, y no solicito nada a cambio, como noblesse oblige , él no tratará de apoderarse de nada, y colaborará conmigo para lograr un mundo democrático y pacífico.
Como Bullitt siguiese defendiendo su postura, el presidente dijo que ello le hacía recordar la época en que los alemanes dividieron los ejércitos francés y británico en 1918. Rogó entonces a Woodrow Wilson que enviase soldados norteamericanos para cerrar la brecha; de lo contrario los Aliados serían derrotados. -Wilson me miró y dijo: «Roosevelt, no quiero enviar a nuestras tropas para tapar ese agujero. Lo que pronostica usted tal vez llegue a ocurrir, pero tengo la impresión de que no sucederá así. La responsabilidad es mía, y no suya, y yo voy a actuar de acuerdo con mi corazonada.» Eso es lo que yo le digo, Bill. Es mía la responsabilidad, y no suya, y voy a obrar según mi intuición.
Roosevelt creía en lo que acababa de decir a Bullitt, pero además estaba siguiendo los consejos de sus mejores expertos militares y políticos. Los militares le exhortaban a que continuase una íntima colaboración con el Ejército Rojo, lo que era un importante factor para facilitar el ataque general en el Occidente.
Cuando Marshall se encontró con Eisenhower antes de la reunión de Malta, el comandante supremo hizo hincapié en que el éxito de su ataque final a través de Alemania dependería en gran parte de la continuación de la gran ofensiva que se llevaba a cabo en el Este.
George Marshall se sentía aún más preocupado por la guerra del Pacífico. Ya había advertido a Roosevelt que costaría entre medio millón y un millón de vidas americanas la conquista del Japón, a menos que Rusia entrase en la lucha, y le rogó que obtuviese una promesa definitiva de Stalin, en tal sentido, durante la conferencia de Yalta. Siendo intérprete sensible de la opinión americana, Roosevelt sabía que la mayor parte de la población de Estados Unidos apoyaría con entusiasmo un programa como ése, destinado a ahorrar vidas americanas, por lo que decidió seguir el consejo de Marshall.
Durante las pasadas semanas Roosevelt se había mostrado más propicio que nunca a recibir los consejos del Departamento de Estado. La influencia de hombres tales como el secretario del Tesoro, Henry Morgenthau, y de otros partidarios de una política severa con Alemania, se estaba desvaneciendo y comenzaba a hacerse notar el razonamiento más moderado de diplomáticos de carrera, como Bohlen y Matthews. El presidente prestaba especial atención a los informes de Averell Harriman, quien le había advertido de que aunque Stalin parecía sincero y sin dobleces, la mayoría de la gente cometía el error de tomar por buena su primera declaración.
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