John Toland - Los Últimos Cien Días

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Los últimos cien días de la Segunda Guerra Mundial en el escenario europeo son la culminación del drama que se ha desarrollado a lo largo de toda la contienda. En esos tres meses los Aliados darán el golpe de gracia al Tercer Reich pero, antes de que éste se hunda definitivamente, Alemania tendrá que soportar una tragedia con escasos precedentes en la historia de la humanidad. Víctima de intensos bombardeos, del frío y la falta de alimento, de los excesos cometidos por las tropas rusas y del terror impuesto por los últimos guardianes del nazismo, la población germana acabará recibiendo la noticia de la derrota con indisimulado alivio.
En estas páginas, el historiador John Toland ofrece una extensa, documentada y apasionante reconstrucción de esos últimos y dramáticos días. Su lenguaje ameno y directo, más cercano al periodismo que al propio de los libros de historia, transporta al lector a los diferentes escenarios en los que se libra esa partida final, en un fascinante relato de interés creciente que logra captar toda su atención desde el primer momento.
Los últimos cien días, un clásico imprescindible del que se han vendido millones de ejemplares desde su aparición en 1965, está considerado hoy día como la obra más completa sobre el final de la Segunda Guerra Mundial en Europa.

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– ¿Cómo es el terreno?-inquirió.

– Malo, bastante accidentado.

Rudel sabía que podía desvanecerse en cualquier momento, e hizo un esfuerzo para poder aterrizar. Sintió que el aparato dejaba de obedecer a los mandos y dio un tirón a la palanca. Un dolor insoportable le atenazaba el pie izquierdo, y no pudo impedir un quejido. ¿Pero no era la pierna derecha donde le habían herido?, se preguntó, olvidando que también tenía la izquierda enyesada.

Comenzaban a salir llamas del avión cuando Rudel hizo ascender suavemente la proa del aparato para realizar el aterrizaje de emergencia. Sintió un estrépito ensordecedor, una serie de sacudidas, y luego notó que el aparato se deslizaba ruidosamente sobre el suelo. Después se produjo un repentino silencio. Pasado el momento de tensión, Rudel se desvaneció, abrumado por el dolor. Volvió ligeramente en sí y de nuevo perdió el conocimiento. Cuando lo recuperó del todo se hallaba en la mesa de operaciones de un hospital situado a pocos kilómetros al oeste del Oder.

– ¿Me la han cortado?-inquirió débilmente.

Un cirujano que le miraba atentamente hizo un movimiento afirmativo con la cabeza. Rudel pensó en seguida en lo que aquello significaba. Nunca más podría esquiar, saltar con pértiga y practicar otros deportes. Pero, ¿qué importaba, cuando tantos camaradas habían sido heridos mucho más seriamente?¿Qué era la pérdida de una pierna si había contribuido en algo a salvar a la Patria?

– A excepción de unos restos de músculos y de tejido fibroso -le estaba explicando el cirujano-, nada queda ya de la pierna, por lo tanto…

Poco después se presentó el médico personal de Goering, el cual dijo que el reichsmarschall quería que Rudel fuese trasladado al hospital montado en el bunker del zoológico de Berlín. También contó a Rudel que Goering había informado del accidente a Hitler, el cual, después de expresar su contento porque el mayor héroe de Alemania hubiese salido tan bien librado, dijo: «Esperemos que los polluelos actúen con más juicio que la gallina.»

Si Rudel era el ideal de Hitler en la guerra, el doctor Josef Goebbels lo era en el aspecto intelectual. Goebbels, que contaba entonces cuarenta y siete años, había sufrido a los siete una operación que le dejó la pierna izquierda siete centímetros más corta que la derecha. En el colegio se mostró ya aficionado a las actividades del intelecto, y antes de cumplir los treinta años había sido, en rápida sucesión, novelista aficionado, dramaturgo y guionista, si bien cada intento fue seguido del correspondiente fracaso. Dotado de una serie de cualidades de segundo orden, y amargado por los fracasos, Goebbels se hizo portavoz ardiente de las ideas de Hitler. Si algún comunista alemán dotado del mismo genio político que Hitler, hubiese aparecido en escena en aquel momento, Goebbels se habría convertido igualmente en su eficaz y voluntario instrumento, ya que en el fondo era un espíritu rebelde, y lo que le atraía eran las doctrinas revolucionarias, como la Nacional Socialista.

Martín Bormann era tan adicto al nazismo como el propio Goebbels, y ambos hombres fueron probablemente los seguidores más entusiastas de Hitler. Los dos eran capaces de hacer cualquier cosa en beneficio del Führer, y los dos desconfiaban de Himmler y eran objeto de la desconfianza de éste. A pesar de estos puntos de contacto, las diferencias que existían entre ellos eran notables. Bormann era bajo, fornido, y poseía un grueso cuello de toro. Su redondo rostro y ancha nariz acentuaban su aspecto rudo, proporcionándole una apariencia cruel, casi animal. De personalidad hosca y un tanto desvaída, prefería mantenerse en segundo plano. Goebbels, por el contrario, era enjuto, quijotesco, exuberante como un ídolo de opereta, y le satisfacía verse bajo las luces de los estrados. Tenía un agudo sentido del humor, y podía atraerse lo mismo a un extenso auditorio que a un solo interlocutor, gracias a su atractivo e ingenio. Mientras que Bormann era concienzudo y preciso en lo que se refería a los detalles, Goebbels era imaginativo y, de acuerdo con el parecer de Speer, poseía una mente latina, antes que germánica, lo cual le permitía ser un consumado orador y un maestro de la propaganda.

Bormann había sido atraído al Nacional Socialismo, posiblemente por su nacionalismo, su apartamiento de la Iglesia y el deseo de progresar. Como ayudante de Rudolf Hess, Bormann careció del menor relieve, y en esos momentos en que era jefe de la Cancillería del Partido, casi se le desconocía en Alemania. Se convirtió en la sombra fiel de Hitler, en el hombre siempre dispuesto para la ejecución de tareas lo mismo triviales que arduas, y una mera insinuación del Führer bastaba para que iniciase una acción inmediata.

Cierto día, por ejemplo, hallándose en su finca de Berchtesgaden, el Führer comentó el lamentable panorama que desde sus ventanas ofrecía la granja de unos ancianos vecinos. Sugirió que cuando estos muriesen se hiciera desaparecer el antiestético edificio. Pocos días más tarde, Hitler descubrió que la granja había desaparecido como por ensalmo. El concienzudo Bormann se había limitado a derribarla, trasladando previamente a sus moradores a otra finca mucho mejor, pero que detestaban.

Bormann era el más enigmático de todos los dirigentes nacional socialistas. Rechazaba cualquier condecoración y los honores que se le quisieran tributar. Eludía toda clase de publicidad, y sus retratos eran tan escasos que muy pocos alemanes eran capaces de identificarle personalmente. Lo que deseaba por en cima de todo era convertirse en un hombre del que Hitler no pudiera nunca prescindir.

En abril de 1943, Bormann fue designado oficialmente secretario del Führer, cargo que le proporcionó un poder desmesurado. Era él quien decidía las personas que podían entrevistarse con Hitler, y los documentos que éste debía leer. Por otra parte, Bormann se hallaba presente, casi siempre, en todas las entrevistas que concedía el Führer.

Tras el atentado de que fue objeto el 20 de julio, Hitler se inclinó a confiar aún más en el reducido círculo de sus allegados, y entre ellos Bormann era el único capaz de reducir las ideas y proyectos en proposiciones claras y sencillas.

– Los conceptos de Bormann -dijo en cierta ocasión Hitler-están elaborados con tal exactitud, que sólo necesito decir sí o no. Con él despacho en diez minutos un montón de papeles que me llevaría varias horas, si me ayudase otro hombre. Cuando le pido que me recuerde cierto asunto al cabo de seis meses, tengo la seguridad de que lo hará.

Y cuando alguien se quejaba de los expeditivos métodos de Bormann para cumplir con sus obligaciones, Hitler replicaba:

– Sé que es brutal, pero realiza lo que se propone. Puedo confiar totalmente en eso.

Los dos altos personajes, con tantas semejanzas y tantas diferencias entre sí, competían vigorosamente por conseguir el afecto y confianza del Führer, pero su duelo era encubierto y silencioso. Comprendiendo lo mucho que el Führer confiaba para sus asuntos en Bormann, Goebbels se mostraba lo suficientemente inteligente como para no desprestigiarle. Bormann, por su parte, sabía que Goebbels seguía siendo amigo personal del Führer, y tampoco deseaba llevar la lucha a terreno abierto.

Además de sus obligaciones como ministro de Propaganda, el doctor Goebbels era también el encargado de la defensa de Berlín. A principios de febrero reunió a un pequeño grupo en su oficina por este motivo. Se hallaban presentes el generalleutnant (general de división) Bruno von Hauenschild, comandante militar de Berlín; el alcalde de la ciudad; el jefe de policía; el secretario de Estado, doctor Werner Naumann; el ayudante de Goebbels, y el capitán Karl Hans Hermann, designado por Hauenschild como oficial de enlace con Goebbels. Durante los nueve días anteriores el joven Hermann había permanecido en casa de Goebbels, ocupando el dormitorio de un hijo de la esposa de éste, habido en un matrimonio anterior. Después de todas las anécdotas que Hermann había oído acerca de la activa vida amorosa de Goebbels, [10]se sorprendió al comprobar que era un esposo atento y considerado, y que a pesar de sus devaneos, el matrimonio se llevaba perfectamente bien. Una noche en que los residentes de la casa se hallaban en el refugio a causa de una alarma aérea, Hermann observó que frau Goebbels cogía la mano de su marido y la presionaba afectuosamente contra su mejilla.

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