John Toland - Los Últimos Cien Días

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Los últimos cien días de la Segunda Guerra Mundial en el escenario europeo son la culminación del drama que se ha desarrollado a lo largo de toda la contienda. En esos tres meses los Aliados darán el golpe de gracia al Tercer Reich pero, antes de que éste se hunda definitivamente, Alemania tendrá que soportar una tragedia con escasos precedentes en la historia de la humanidad. Víctima de intensos bombardeos, del frío y la falta de alimento, de los excesos cometidos por las tropas rusas y del terror impuesto por los últimos guardianes del nazismo, la población germana acabará recibiendo la noticia de la derrota con indisimulado alivio.
En estas páginas, el historiador John Toland ofrece una extensa, documentada y apasionante reconstrucción de esos últimos y dramáticos días. Su lenguaje ameno y directo, más cercano al periodismo que al propio de los libros de historia, transporta al lector a los diferentes escenarios en los que se libra esa partida final, en un fascinante relato de interés creciente que logra captar toda su atención desde el primer momento.
Los últimos cien días, un clásico imprescindible del que se han vendido millones de ejemplares desde su aparición en 1965, está considerado hoy día como la obra más completa sobre el final de la Segunda Guerra Mundial en Europa.

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En la entrevista de febrero, Goebbels anunció que iba a revelar un secreto de Estado, e hizo prometer a los presentes que guardarían riguroso silencio.

– Acabo de ver al Führer -dijo Goebbels, haciendo luego una pausa dramática-. Pase lo que pase, está decidido a no abandonar Berlín.

Todo el mundo comprendió la importancia que tenía defender la capital, pero aquello significaba para Goebbels su primer gran triunfo sobre Bormann. Goebbels siempre había sostenido que el fin de Hitler, si había de llegar, tenía que producirse en Berlín, con todos sus principales allegados presentes. El práctico Bormann, en cambio, aconsejaba que Hitler huyese a Berchtesgaden. En realidad, no se trataba verdaderamente de un triunfo. Aunque Goebbels tiraba en un sentido y Bormann en otro, Hitler ya había decidido quedarse en Berlín por razones personales… que podían cambiar al día siguiente, si la situación variaba.

De todos los gobernantes de Europa, Hitler era el único que se había hecho indispensable a causa del dominio especial que ejercía sobre su pueblo. Era un hombre predestinado, y él lo sabía. Para él era una buena prueba de ello la milagrosa salvación cuando el atentado de la bomba, y aún seguía creyendo lo que había escrito en la prisión de Landsberg, en 1924:

«En espaciados intervalos de la historia de la Humanidad, puede ocurrir ocasionalmente que el político práctico y el político doctrinario coincidan en una misma persona. Cuanto más íntima sea la unión, mayores serán las dificultades políticas. Un hombre semejante no trabaja para satisfacer las demandas de cada individuo, sino que trata de llegar a objetivos que sólo comprenden unos pocos. Por consiguiente, su vida fluctúa entre el odio y el amor de los demás. Las protestas de la actual generación, que no le comprende, luchan con el reconocimiento de la posteridad, para la cual también trabaja.»

En aquella época, los fines de Hitler sólo eran comprendidos por «unos pocos», pero había millones de alemanes que aún le seguían con ciega lealtad.

Capítulo quinto. El juez Roosevelt aprueba

1

La temperatura era apenas de cuatro grados cuando la segunda reunión plenaria se inició, a las cuatro de la tarde, en el gran salón del palacio de Livadia. Un agradable fuego de leña ardía en la chimenea, en la esquina de la estancia, y Churchill, con las mejillas sonrosadas, aparecía vestido con uniforme de coronel y fumaba su sempiterno cigarro. Harry Hopkins, el hombre de confianza de Roosevelt, hacía su primera aparición pública en Yalta. Sufría de hemocromatosis, y en la pasada semana había perdido más de cinco kilos. Se hallaba sentado detrás del presidente, en actitud alerta, a pesar de los espasmos de dolor que experimentaba.

Roosevelt abrió la sesión sugiriendo que se hablara de los asuntos políticos concernientes a Alemania. La partición de este país, después de su derrota, era uno de los mayores problemas a considerar, y había sido tratado extensamente por la Comisión Consultiva Europea, compuesta por representantes de la URSS, Estados Unidos y Gran Bretaña. [11]Dicha comisión ya había recomendado que, terminada la guerra, Alemania debería dividirse en tres zonas de ocupación, siendo el tercio oriental para Rusia, el tercio del noroeste para Gran Bretaña y el del sudoeste para Estados Unidos. Tanto Gran Bretaña como Rusia habían aprobado el plan, pero Roosevelt, descontento con la zona sudoeste, menos accesible, aún no había firmado.

Después de las observaciones iniciales del presidente, Stalin declaró llanamente que deseaba la resolución inmediata del asunto de la partición de Alemania. Ante la sorpresa de los asistentes, fue Churchill, y no Roosevelt, quien se opuso a tomar una decisión apresurada.

– Si se me preguntase hoy cómo iba a dividir Alemania -manifestó-, no sabría qué contestar. No tengo una idea definida, y me gustaría que el asunto se estudiase y acordase en unión de mis dos grandes aliados.

Cuando Stalin siguió insistiendo en que el asunto debía resolverse allí, en aquel mismo momento, Churchill contestó obstinadamente:

– No creo posible discutir ahora la forma exacta de llevar a cabo la desmembración del país. Esto se realizará durante la conferencia de paz.

– Los dos están hablando del mismo asunto -intervino Roosevelt con suavidad, actuando de arbitro de los dos antagonistas. Y añadió que sería una buena solución «dividir a Alemania, tal vez en cinco o seis estados…»

– Algo menos -murmuró Churchill-. Por otra parte no veo la necesidad de informar a los alemanes, en el momento de la rendición, de si va o no a dividirse su país, y en qué modo. Harry Hopkins garabateó una nota y se la pasó al presidente Roosevelt. El papel decía:

«Señor presidente:

»Me permito sugerir que diga usted que se trata de un asunto muy importante y urgente, y que los tres ministros de Asuntos Exteriores pueden presentar mañana una proposición [12] para llegar a un pronto acuerdo, en el asunto de la división.

«Harry.»

No bien acababa Roosevelt de leer esta nota, cuando Stettinius le entregó otra, escrita con su prolija caligrafía, y cuya firma terminaba en una optimista rúbrica ascendente:

«Señor presidente:

»Podemos acceder de buen grado a esa primera entrevista de ministros de Asuntos Exteriores.

»Ed.»

– Si este asunto se discutiese por todo el mundo, habría un centenar de planes de partición -manifestó Roosevelt-. Por consiguiente, solicito que quede limitado a nuestros tres países, y que los ministros de Asuntos Exteriores correspondientes presenten mañana un plan.

– ¿Se refiere usted a un plan para estudiar el asunto de la partición, o un plan para la división en sí misma?

– A un plan para estudiar la partición.

Si Churchill pareció estar conforme, Stalin no lo estaba, ciertamente.

– Considero que la sugestión del primer ministro, de no decir la verdad a los alemanes, es un tanto arriesgada. Debemos decírsela, y por adelantado.

– La idea del mariscal, que en cierto modo es semejante a la mía -aclaró Roosevelt-, es que resultaría más fácil si se les informa de lo que se proyecta.

– No querrá usted hacer eso -replicó Churchill-. A Eisenhower no le parece conveniente. Eso impulsaría a los alemanes a luchar con mayor energía. Es necesario que no se divulgue este asunto.

Roosevelt preguntó a Churchill si accedería a que se incluyese la palabra «desmembración» en los artículos del armisticio que la Comisión Consultiva Europea también había redactado.

– Sí, accedería a ello -asintió Churchill, con un gruñido.

– Queda por decidir lo de la zona francesa -prosiguió diciendo Roosevelt.

Churchill y Stalin se miraron uno a otro como dos gallos de pelea. Recientemente, ante la insistencia de De Gaulle, y con el apoyo entusiasta de Churchill, Francia había sido admitida como miembro de la Comisión Consultiva Europea, pero no se le había asignado una zona de ocupación a causa de la firme oposición de Stalin. La noche anterior Churchill había dicho que cualquier cosa que contribuyese a mantener la unidad de los Tres Grandes, recibiría su voto, pero en ese momento estaba dispuesto a arriesgar tal unidad por una causa que lo merecía… como era dar una zona de ocupación a Francia.

Churchill se puso de pie aparentemente para defender la causa de Francia, pero en realidad para detener la agresividad soviética. Tenía la seguridad de que en cuanto la Alemania de Hitler hubiese quedado derrotada, el equilibrio del poder quedaría gravemente alterado, y Rusia trataría de atraer a la órbita comunista al occidente europeo, como ya estaba haciendo con el sudeste. Proporcionar a Francia una zona en Alemania, contribuiría a fortalecer el frente contra el comunismo.

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