John Toland - Los Últimos Cien Días

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Los últimos cien días de la Segunda Guerra Mundial en el escenario europeo son la culminación del drama que se ha desarrollado a lo largo de toda la contienda. En esos tres meses los Aliados darán el golpe de gracia al Tercer Reich pero, antes de que éste se hunda definitivamente, Alemania tendrá que soportar una tragedia con escasos precedentes en la historia de la humanidad. Víctima de intensos bombardeos, del frío y la falta de alimento, de los excesos cometidos por las tropas rusas y del terror impuesto por los últimos guardianes del nazismo, la población germana acabará recibiendo la noticia de la derrota con indisimulado alivio.
En estas páginas, el historiador John Toland ofrece una extensa, documentada y apasionante reconstrucción de esos últimos y dramáticos días. Su lenguaje ameno y directo, más cercano al periodismo que al propio de los libros de historia, transporta al lector a los diferentes escenarios en los que se libra esa partida final, en un fascinante relato de interés creciente que logra captar toda su atención desde el primer momento.
Los últimos cien días, un clásico imprescindible del que se han vendido millones de ejemplares desde su aparición en 1965, está considerado hoy día como la obra más completa sobre el final de la Segunda Guerra Mundial en Europa.

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Rudel decidió hacer una llamada personal a Goering, que se hallaba en su casa de campo, Karinhall. El reichsmarschall llevaba puesta una bata de vivos colores, cuyas mangas pendían como las alas de una mariposa. [9]

– Fui a ver al Führer hace una semana, en relación con su caso -manifestó Goering-, y esto es lo que me dijo: «Cuando Rudel está en mi presencia, no tengo valor para decirle que tiene que dejar de volar. Me resulta imposible hacerlo. Pero ¿para qué es usted el jefe de la Luftwaffe? Usted puede decírselo. Yo no. A pesar de lo que me satisface ver a Rudel, no quiero volver a recibirle hasta que no se haya resignado a aceptar mis deseos.» Estoy citando las mismas palabras del Führer, y no quiero discutir más sobre esto. Ya conozco sus argumentos y objeciones. Así pues, Rudel no dijo nada, pero regresó al frente decidido a seguir volando. Continuo haciéndolo en secreto, hasta que en un comunicado se le mencionó por haber destruido once tanques en un solo día, y le ordenaron que informase a Karinhall inmediatamente.

Goering estaba furioso, y dijo con voz alterada:

– El Führer sabe que usted sigue volando. Me ha dicho que le advierta que debe abandonar los vuelos de una vez por todas. Espera que no le obligará a tomar medidas disciplinarias por desobedecer una orden. Por otra parte, se halla molesto porque no puede concebirse tal conducta en el hombre que luce la más importante condecoración alemana al valor. No creo necesario añadir mis propios comentarios.

A pesar de todo, dos semanas más tarde Rudel seguía volando, y una noche recibió la visita de Albert Speer, el más capacitado e inteligente ministro de Hitler, encargado de la cartera de Armamento y Producción de Guerra.

– El Führer proyecta un ataque contra los embalses de la industria rusa de armamento, localizada en los Urales -comenzó diciendo Speer-. Con ello espera interrumpir la producción de armas del enemigo durante un año. Usted deberá organizar la operación, pero sin volar. El Führer ha hecho hincapié expresamente en este punto.

Rudel protestó, asegurando que había otras personas mucho más capacitadas que él para llevar a cabo aquella tarea. El estaba entrenado únicamente para realizar bombardeos en picado. A éstas y otras objeciones Speer sólo replicó:

– El Führer quiere que se haga así.

Luego manifestó que le enviaría detalles acerca del proyecto de los Urales. Mientras se despedía, Speer confesó a Rudel que la gran destrucción de la industria alemana le hacía sentirse pesimista acerca del futuro, pero esperaba que Occidente reconociese la situación y no dejase caer a Europa en manos de los rusos. Por fin, suspiró y dijo:

– Estoy convencido de que el Führer es el hombre apropiado para resolver el problema.

5

Antes de asistir a la conferencia diaria del Führer, aquel 9 de enero, el general Heinz Guderian, jefe del Estado Mayor del Ejército y comandante del Frente Oriental, se hallaba estudiando los informes acerca de la situación, con creciente desánimo. La defensa no era su punto fuerte, ni lo era el mando a semejante nivel. Guderian era un jefe nato de tropas; un soldado íntegro y ardiente, de inquieta naturaleza, que luchaba con tal habilidad y placer, que sus hombres -desde los generales a los soldados rasos- le seguían con devoción. Después de cuatro años en la Academia Militar Prusiana, se había integrado a una compañía de infantes mandada por su padre, sirviendo en la Primera Guerra Mundial como oficial de señales, primero, luego como oficial de Estado Mayor, de la 4.ª división de infantería, y finalmente como oficial del Estado Mayor General.

Guderian adquirió un vivo interés por los carros de asalto. A diferencia de los ingleses y los franceses, que consideraban que las características principales de los tanques debían ser una gran capacidad artillera y una robusta coraza, él manifestó que eso supeditaba el tanque a la acción de la infantería. La esencia de guerra panzer consistía, según él, en la velocidad y la capacidad de maniobra. Luego interesaba la potencia artillera, y por último las defensas acorazadas. Para él, la división panzer no era sólo un conjunto de tanques, sino un contingente militar totalmente independiente, que comprendía cañones antitanques y antiaéreos, infantería motorizada e ingenieros. Tales divisiones deberían agruparse en ejércitos Panzer, que operarían con tremenda fuerza y serían capaces de llevar a cabo avances vertiginosos.

Pero el Estado Mayor General alemán estaba de acuerdo con las teorías francesas e inglesas, y los sueños de Guderian sólo se realizaron cuando Hitler, al que seducía la posibilidad de una guerra relámpago, subió al poder. La teoría de Guderian pudo al fin ponerse en práctica en Polonia y en el avance acorazado a través de Bélgica, donde, de no haberle detenido Hitler, probablemente Guderian hubiese llegado hasta el Canal de la Mancha a tiempo para evitar la retirada de Dunquerque.

Los primeros grandes éxitos obtenidos después del ataque a Rusia, durante el verano de 1941, se debieron en gran parte a la teoría de Guderian, pero cuando la nieve comenzó a caer y éste suplicó a Hitler que le dejase avanzar a toda prisa hasta Moscú, el Führer le ordenó que en lugar de ello rodease y tomase Kiev. Así se hizo, pero a costa de perder un tiempo sumamente valioso. Entonces, Guderian solicitó permiso para esperar hasta la primavera para tomar Moscú. Una vez más Hitler se mostró en desacuerdo, e inmediatamente se lanzó al ataque contra la capital soviética. Se produjo el desastre y Hitler relevó a Guderian del mando. Sólo la hecatombe de Stalingrado le sacó del retiro dos años más tarde. A pesar de su ascenso a jefe del OKH (Oberkomando des Heeres: Alto Mando del Ejército) las diferencias entre ambos sólo quedaron salvadas a medias, amenazando con ahondarse en cada conferencia. A tal punto la situación era violenta, que el ayudante de Guderian barón Freytag von Loringhoven llegó a temer por la vida de su jefe.

Guderian se mostraba impaciente e irritado durante el viaje de treinta kilómetros hacia el Norte, desde Zossen a Berlín, para asistir a la conferencia del Führer, aquel 9 de febrero. Manifestó que había que hacer algo. Lejos, en el Norte, las doce divisiones del Grupo de Ejército Curlandia se hallaban al margen de la lucha, en las costas de Letonia, porque Hitler no las había evacuado por mar. En la zona costera de Koeningsberg, el Grupo de Ejército del Norte también estaba aislado. Como sus camaradas situados más al Norte, sólo recibían suministros por mar y aire, y ninguno de los dos grupos contribuía en nada a ayudar en la batalla por Alemania. Luego estaba el Grupo de Ejército Vístula, de Himmler, poco más que una fuerza teórica, que nada había podido hacer por detener el avance de Zhukov hacia Berlín. A pesar de la amenaza directa que se cernía sobre la capital alemana, Hitler había ordenado iniciar una gran ofensiva hacia Hungría, por el Sur. Aquello era ridículo, murmuraba Guderian, añadiendo que tendría una discusión definitiva con el Führer aquel mismo día.

Como de costumbre, los guardias les registraron con humillante minuciosidad, antes de que fueran admitidos al despacho de Hitler.

Apenas había comenzado la conferencia, cuando Guderian solicitó inopinadamente al Führer que postergase la ofensiva contra Hungría, y que en lugar de ello lanzase un contraataque para detener la punta de lanza de Zhukov, que se dirigía hacia Berlín. Dijo que Zhukov había agotado sus provisiones, y que un ataque simultáneo a ambos flancos de sus fuerzas podía cortar a éstas en dos.

Hitler escuchó pacientemente hasta el momento en que Guderian especificó los efectivos que serían necesarios para realizar tal contraataque. Se precisarían las divisiones de Curlandia, así como todas aquellas de los Balcanes, Italia y Noruega, de que pudiera disponerse inmediatamente. Esto provocó una seca negativa del Führer, lo que no impidió que Guderian siguiera insistiendo en su proyecto.

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