Seek: Reports from the Edges of America & Beyond
© 2001, Denis Johnson. Todos los derechos reservados
Dirección editorial: Didac Aparicio y Eduard Sancho
Diseño: Mikel Jaso
Maquetación: Endoradisseny
Primera edición: Octubre de 2020
Primera edición digital: Octubre de 2020
© 2020, Contraediciones, S.L.
c/ Elisenda de Pinós, 22
08034 Barcelona
contra@contraediciones.com
www.editorialcontra.com
© 2020, David Paradela López, de la traducción
El autor desea agradecer a la colección National Millenium Survey del College of Santa Fe que le haya permitido reproducir «Hippies».
El fragmento «La serotonina y los alucinógenos…» aparece reproducido por cortesía de la revista Omni , vol. 14, n.º 1, «Finding God in the Three-Pound Universe: The Neuroscience of Transcedence».
ISBN: 978-84-18282-35-5
Composición digital: Pablo Barrio
Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual.
Durante la revisión de estos artículos, me he dado cuenta de hasta qué punto estoy en deuda con Will Blythe, que encargó y editó varios de ellos, y con mi esposa, Cindy Lee Johnson.
Este libro está dedicado, con gratitud, a Cindy y Will.
GUERRA CIVIL EN EL INFIERNO
CORRE FINALES DE SEPTIEMBRE y en Liberia la guerra civil lleva estancada, en su punto álgido, casi tres semanas. Las distintas facciones se cuecen a fuego lento bajo las pesadas nubes de África Occidental. Charles Taylor y sus rebeldes andan por aquí; controlan gran parte del país y la zona norte de la capital, Monrovia: es la zona donde se encuentra la emisora de radio, y muchas noches Taylor arenga su rincón del universo con discursos en los que habla de a quién ha matado y a quién piensa matar, regurgita cifras con una generosidad y una despreocupación que lo delatan como embustero, y se refiere a sí mismo como «el presidente de la nación» y a su archirrival como «el difunto Prince Johnson». Entretanto, Prince Johnson, que está vivito y coleando, controla buena parte de la capital. Johnson ostenta los títulos de mariscal de campo, general de brigada y presidente en funciones de Liberia; «Prince» no es más que su nombre. Los hombres de Johnson liquidaron al presidente hace dos semanas y desde entonces deambulan por la capital, exterminando a los soldados del presidente muerto, apilando los cadáveres en las calles —hasta doscientos en una sola noche— o diseminándolos por las playas. Los otros, las diezmadas Fuerzas Armadas de Liberia del presidente, ocupan una tierra de nadie situada entre los puntos de control de Taylor y los de Johnson, más o menos en el centro de la ciudad, un paisaje asolado donde el hambre campa por sus respetos, los soldados roban, saquean y queman, y ciudadanos esqueléticos vagan agonizando por el cólera y la inanición. En el sector de Johnson se hallan acantonadas las tropas de la CEDEAO (la Comunidad Económica de los Estados del África Occidental), una coalición de dieciséis Estados que ha enviado sus fuerzas de pacificación a Monrovia con órdenes, básicamente, de no hacer nada. Las fuerzas de la CEDEAO gozan de una extraña alianza con Prince Johnson. Todo el mundo creía que iban a arrestarlo; en lugar de ello, las tropas de la CEDEAO optaron por no hacer nada mientras los hombres de Johnson abrían fuego y secuestraban al presidente, Samuel K. Doe, el primer día que este puso los pies fuera de su mansión tras varias semanas tratando de pasar inadvertido, y corrieron a ponerse a cubierto mientras los rebeldes de Johnson perseguían y mataban a sesenta y cuatro de los guardaespaldas de Doe, cazándolos de puerta en puerta por el cuartel de la propia CEDEAO. A todo esto, dos buques estadounidenses aguardan frente a la costa con un contingente de marines y todo el mundo se exaspera al verlos flotando y flotando mientras los cadáveres se amontonan… Y es que nadie quiere que ninguno de los rebeldes gobierne el país y el único capaz de instaurar un Gobierno de transición con personas razonables es el Cuerpo de Marines, por dos razones que resultan absurdamente obvias a cualquier liberiano: primero, porque son americanos, y segundo, porque son marines. Los liberianos no quieren otro golpe de Estado como el de 1980, cuando Samuel K. Doe, por entonces oficial del ejército, se hizo con el poder y ejecutó al gabinete en pleno en una playa frente a las cámaras de televisión. Los miembros del pelotón de fusilamiento estaban tan borrachos que algunos tuvieron que recargar y disparar de nuevo desde más cerca.
Doe era de los krahns, la más rural y desaventajada de las tribus de Liberia, tachada de primitiva y a menudo acusada de violenta y caníbal. De un día para otro, los krahns se encontraron al frente del país. Suele haber consenso en que Doe gobernó de una forma estúpida y cruel. Duró diez años. Hacia la mitad de su presidencia tuvo que capear una tentativa de golpe. Su instigador, el general Quiwonkpa, fue desmembrado, sus pedazos se pasearon por toda la ciudad y luego, para apropiarse de la fuerza del audaz pretendiente y frente a testigos de confianza, los hombres de Doe se los comieron. Ahora, cinco años después, Doe ha caído en manos de Prince Johnson. Según Johnson, Doe ha muerto «como consecuencia de sus heridas».
Los primeros colonos estadounidenses llegaron a Liberia en la década de 1820, gracias al patrocinio de la Sociedad Estadounidense de Colonización, fundada por Bushrod Washington, sobrino del presidente Washington. Se trataba de esclavos liberados que regresaban a su continente de origen. En 1847 se establecieron como nación independiente y empezaron a gobernar, de forma más o menos legítima, sobre los gios, los manos y los krahns. Los americoliberianos, como se llamaba a los descendientes de los colonos, se mantuvieron en el poder hasta 1980, con la llegada de Doe. Para la mayoría de los liberianos, su historia está íntimamente ligada a la de Norteamérica. Estados Unidos es objeto de una veneración casi mística en la región. Los liberianos no son conscientes de que en Estados Unidos casi nadie sabe en cuál de los siete continentes está Liberia, de que la televisión apenas ha emitido imágenes de su guerra, ni de que la radio rara vez habla de los problemas del país. No alcanzan a entender por qué Estados Unidos no envía tropas ni exige la formación de un gobierno de transición ni se brinda para organizar conversaciones de paz. No entienden que en Estados Unidos no tienen ninguna circunscripción ni que, incluso entre los congresistas negros, disponen de muy pocos valedores. No saben por qué Estados Unidos los hace esperar tanto.
África Oriental es el lugar al que Dios fue para aprender a esperar. A esperar y a esperar. El carguero nigeriano River Oil lleva ocho días esperando para zarpar del puerto de Freetown, en Sierra Leona, y trasladar a quinientos efectivos de la CEDEAO y doscientas toneladas de arroz y comida enlatada a Monrovia. Había que esperar a que llegase el arroz. A que se encontrara combustible para el barco. A que se decidiera quién debía pagar el combustible. A que aparecieran las eslingas con las cuales cargar el arroz. A que se localizara al hombre que tiene la llave del cuarto donde se guardan las eslingas. A que se decidiera si había que derribar o no la puerta al saberse que el hombre que tenía la llave no la encontraba. A que se forzara la puerta. A que se cargara el arroz. A que los soldados embarcasen. A que alguien decidiera que por fin todo estaba a punto. A que varias prostitutas y dos policías de Freetown desembarcasen de mala gana a primera hora mientras acababan de ponerse bien sus gruesos cinturones negros. El River Oil zarpa doce días más tarde de lo previsto, ocho días y medio después del día en que se había jurado y perjurado que saldría, cuatro días después de que en África Occidental todo el mundo dejara de creer en su partida. Los soldados ghaneses que viajan a bordo cantan « Abool-ya, abool-ya » («pan, pan») mientras cae la noche y la luna se alza y los bancos de peces se disgregan como una perdigonada al paso de la proa.
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