John Toland - Los Últimos Cien Días

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Los últimos cien días de la Segunda Guerra Mundial en el escenario europeo son la culminación del drama que se ha desarrollado a lo largo de toda la contienda. En esos tres meses los Aliados darán el golpe de gracia al Tercer Reich pero, antes de que éste se hunda definitivamente, Alemania tendrá que soportar una tragedia con escasos precedentes en la historia de la humanidad. Víctima de intensos bombardeos, del frío y la falta de alimento, de los excesos cometidos por las tropas rusas y del terror impuesto por los últimos guardianes del nazismo, la población germana acabará recibiendo la noticia de la derrota con indisimulado alivio.
En estas páginas, el historiador John Toland ofrece una extensa, documentada y apasionante reconstrucción de esos últimos y dramáticos días. Su lenguaje ameno y directo, más cercano al periodismo que al propio de los libros de historia, transporta al lector a los diferentes escenarios en los que se libra esa partida final, en un fascinante relato de interés creciente que logra captar toda su atención desde el primer momento.
Los últimos cien días, un clásico imprescindible del que se han vendido millones de ejemplares desde su aparición en 1965, está considerado hoy día como la obra más completa sobre el final de la Segunda Guerra Mundial en Europa.

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Al día siguiente, por la mañana, un pequeño biplano tomó tierra en un campo cercano. Dos oficiales que salieron del mismo, pidieron los nombres de los prisioneros de guerra aliados que había en el pueblo, a fin de confeccionar una lista para su repatriación. Los recién llegados informaron también que diez oficiales norteamericanos del grupo de Fuller se hallaban ya camino de Odesa, para ser repatriados a su país. Uno de ellos era George Muhlbauer, cuyo nombre había estado empleando el antiguo guardia intérprete, el alemán Hegel. Fuller volvió a bautizarle rápidamente con el nombre de primer teniente George F. Hoffmann, con número de serie del Ejército 0-1293395. También le hizo una nueva biografía: había sido entrenado en Fort Benning, Georgia, integrando posteriormente los efectivos del COS en Virginia. Luego sirvió con Fuller en el 109° regimiento, siendo capturado en la batalla del Bulge. Desde ese día Fuller interrogó continuamente a Hegel, despertándose incluso a altas horas de la noche para que le repitiese lo aprendido.

2

Otros tres mil norteamericanos capturados en el Bulge acababan de llegar al Stalag IIA, localizado en las alturas que dominaban Neubrandenburg, a unos ciento sesenta kilómetros al norte de Berlín. Además, de los norteamericanos, había, en grupos separados, entre servios, holandeses, polacos, franceses, italianos, belgas, ingleses y rusos, más de 75.000. El campamento era para soldados rasos y sólo había allí dos oficiales norteamericanos, un médico y el padre Francis Sampson, capellán católico capturado cerca de Bastogne, cuando trataba de pasar medicamentos tras las líneas alemanas. El capellán había sido un hombre robusto, optimista y lleno de buen humor, pero en esos momentos se hallaba enflaquecido y enfermo…, aunque con el mismo buen humor. Los alemanes consintieron que permaneciese con los soldados a causa de que un comprensivo médico servio hizo creer al comandante del campamento que el padre Sampson tenía pulmonía doble y no podía ser trasladado.

Una mañana, a comienzos de febrero, el padre Sampson encabezó una delegación de norteamericanos hasta el almacén para recoger los primeros paquetes de la Cruz Roja de Estados Unidos que llegaban al campamento. El grupo de hombres desnutridos se reunió alrededor de las grandes cajas de cartón, todos pensando en alimentos. El padre Sampson recordó en ese momento su primera comida en el campamento: sopa de repollo con unos pocos trozos de nabo y muchos gusanillos flotando en la superficie. Uno de los hombres, mirando al sacerdote con gesto de pesadumbre, manifestó:

– Lo único que lamento es que los gusanos no están lo suficientemente gordos.

Con ansioso ademán abrieron las cajas de la Cruz Roja. Se produjo un silencio lleno de expectación, y luego se oyó una serie de maldiciones que superaban a todo lo que el padre Sampson había oído durante dieciocho meses de convivencia con los paracaidistas. Dentro de los paquetes aparecían raquetas de tenis, pantalones de baloncesto, paletas de ping-pong, centenares de juegos y muchas hombreras para camisetas de rugby.

Por la tarde, el padre Sampson visitó el hospital por vez primera, situado a alguna distancia del grupo americano, y atendido por médicos servios y polacos. El padre estuvo viendo cómo un médico polaco amputaba las dos piernas a un joven soldado americano, aplicando luego papel higiénico en vez de gasas, y periódicos como vendajes. Hubo que amputar, a causa de la gangrena que se le había declarado al helársele los pies durante las prolongadas marchas y el viaje en tren por todo el territorio alemán. Con las lágrimas deslizándose por sus mejillas, el médico contó al capellán que éste era el quinto norteamericano que perdía ambas piernas. A otros dieciocho se les había amputado una sola.

Mientras el padre Sampson hablaba con otros pacientes americanos -la mayoría de ellos enfermos de disentería o de pulmonía-, se presentó un guardia alemán con el bigote recortado a lo Hitler. Era el hombre más odiado del campamento. Le llamaban «el pequeño Adolfo», y aunque sólo era cabo, tenía un cargo destacado en el Partido, y hasta el mismo comandante del campo le respetaba. En Stalag IIA, la palabra del «pequeño Adolfo» era ley, y los demás centinelas, que generalmente trataban bien a los prisioneros, decían que él se hallaba siempre detrás de cualquier atrocidad que se cometía.

«El pequeño Adolfo», que al padre Sampson le recordaba un empleadillo, gustaba discutir con él acerca de «cultura» y «civilización», por lo que en ese momento se dirigió al capellán y le preguntó:

– ¿Qué le parecen los bolcheviques?¿Cómo pueden ustedes justificar el ser aliados de los ateos rusos?

– A mi entender el Gobierno comunista y el Gobierno nazi son dos gatos de la misma raza -contestó el sacerdote-. En este momento, los nazis son los más peligrosos, debemos emplear cualquier medio para librarnos de ellos.

– ¡Está usted loco! -exclamó «el pequeño Adolfo»-. Por si no sabe la verdad, deje que le demuestre lo cerdos que son los rusos.

Y al decir esto señaló hacia los alojamientos soviéticos, que estaban increíblemente sucios, y cuyo hedor se extendía por todo el campamento.

– Sí; viven en una pocilga -admitió el padre Sampson-. Pero no resulta fácil tener aquí las cosas limpias.

– Veo que no lo comprende. Otras gentes son más aseadas. Hay varios profesores en el grupo de los rusos. He hablado con ellos y sé que son sus mejores intelectos. Sin embargo, no saben diferenciar la cultura y la civilización.

– Es sólo una cuestión de semántica.

– No; usted no lo entiende. Es que esas gentes no advierten la diferencia. Esos rusos no son seres humanos. ¿Sabe usted que cuando muere un hombre no lo dicen y le tienen ahí días y días?

– Es para aprovechar las raciones de los muertos -contestó el sacerdote.

De 21.000 rusos que habían entrado al campamento, sólo quedaban con vida 4.000. El resto había muerto de hambre.

– El médico de ustedes, el doctor Hawes, ha examinado algunos de esos cuerpos, comprobando que se trataba de canibalismo -manifestó «el pequeño Adolfo».

El capitán Cecil Hawes había confirmado el hecho. De todos modos, el padre Sampson no podía hacer responsables a los rusos de sus actos. Después de haber estado él mismo durante siete semanas sin comer, sabía perfectamente que un hombre hambriento hacía cualquier cosa por seguir viviendo.

El «pequeño Adolfo» condujo al padre Sampson a la parte del hospital reservada exclusivamente a los rusos. Aquello era una cámara de horrores. Los moribundos yacían tendidos en el suelo, tan apretados, que sus miembros se confundían. Se arañaban y escupían unos a otros, empujándose débilmente. Algunos miraron al padre Sampson con ojos vacíos, que no reflejaban sentimiento alguno. Pero todos parecían comprender que iban a morir muy pronto. El único que los cuidaba era un sacerdote francés, aparentemente muy joven, que parecía tener poco más de veinte años. Por todo el campo se decía que daba a los rusos paquetes de comida que recibía, y que pasaba casi todo su tiempo con ellos. El padre Sampson observó mientras el sacerdote francés les atendía cuidadosamente, ignorando la absoluta falta de agradecimiento de sus pacientes.

– ¡Vea usted! ¡Son como animales! -comentó «el pequeño Adolfo».

En el momento en que desapareció el alemán, el «joven» sacerdote, que en realidad tenía cerca de cincuenta años, se acercó al padre Sampson y le dijo que iban a sacar un camión lleno de cuerpos humanos.

– ¡Y algunos están vivos, padre! -dijo el sacerdote francés-. Se libran de ellos tan pronto como pueden.

Los germanos no le dejaban acercarse al camión, y el francés rogó al padre Sampson que hiciera algo, cualquier cosa. El padre Sampson se apresuró y llegó a tiempo para ver un gran camión cargado de cuerpos que se dirigía hacia el cementerio. Vio algunos brazos y piernas que se movían débilmente. Iban a enterrar vivos a muchos hombres, y lo único que podía hacer era mirar pasivamente.

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