– ¿Qué harán ustedes, si Hitler se traslada al Sur, a Dresde, por ejemplo?-inquirió Churchill.
– Le seguiremos -replicó serenamente Stalin, y añadió que el Oder ya no constituía ninguna barrera. Por otra parte, Hitler había destituido a sus mejores generales, a excepción de Guderian, «y éste es un aventurero», aseguró. Stalin dijo también que los alemanes eran lo bastante necios como para dejar once divisiones acorazadas en los alrededores de Budapest. ¿Acaso no se habían dado cuenta de que ya no eran una potencia mundial, capaz de tener fuerzas en todas partes?
– Aprenderán con el tiempo -terminó diciendo torvamente el mariscal-, pero entonces será demasiado tarde para ellos.
Stalin se despidió de Churchill y salió hacia el palacio Livadia en su gran «Packard» negro, con Molotov y un intérprete, para dar igualmente la bienvenida a Roosevelt. Eran las cuatro y cuarto de la tarde, es decir, cuarenta y cinco minutos antes de la hora concertada para la inauguración de la conferencia, cuando los soviéticos entraron en el despacho del presidente americano. Roosevelt agradeció a Stalin los esfuerzos realizados a fin de acomodarle convenientemente. Bohlen hizo de intérprete, ya que hablaba el ruso con facilidad. Aparte de Roosevelt fue el único norteamericano presente en aquella entrevista. Luego el presidente americano bromeó acerca de las muchas apuestas que se habían cruzado durante su viaje por mar, sobre si los rusos llegarían a Berlín antes de que los americanos entrasen en Manila. Stalin reconoció que probablemente los norteamericanos llegarían antes a su meta, ya que «actualmente se desarrolla una lucha muy dura en el frente del Oder».
Después Roosevelt dijo a Stalin que le había impresionado grandemente la devastación reinante en la zona de Crimea, que habían atravesado, lo que le había hecho considerar «más sanguinarios» a los alemanes de lo que creyera un año antes.
– Espero que volverá usted a proponer en un brindis la ejecución de cincuenta mil oficiales del ejército alemán -añadió Roosevelt.
Stalin replicó que todos deseaban vengarse de los alemanes, y que la destrucción de Crimea no era nada comparada con la de Ucrania.
– Los alemanes son unos salvajes, y parecen aborrecer con odio reconcentrado todas las obras creadoras de los seres humanos -manifestó Stalin.
Después de comentar brevemente la situación militar, Roosevelt inquirió de Stalin acerca de la reunión que había tenido con el general De Gaulle en su entrevista de diciembre, celebrada en Moscú.
– No me parece que De Gaulle sea una persona demasiado complicaba -replicó Stalin-. Pero creo que no está acertado, en el sentido de que Francia no ha luchado mucho en esta guerra, a pesar de lo cual exige igual trato que los americanos, ingleses y rusos, que han llevado el peso de la lucha.
Roosevelt, a quien disgustaba el dirigente francés y que le consideraba sólo como un mal necesario, manifestó que en Casablanca De Gaulle se había comparado con Juana de Arco. Stalin apreció tanto la anécdota que llegó a sonreír un poco. Tras mostrarse sólo cortésmente deferente con Churchill, ahora se manifestaba afable con el presidente americano. Lo cierto es que ambos congeniaron tanto que comenzaron a hacerse confidencias. Roosevelt informó a Stalin acerca de un reciente rumor sobre que Francia no proyectaba anexionar ningún territorio alemán, sino que deseaba colocarlo bajo control internacional. Stalin movió afirmativamente la cabeza y repitió lo que De Gaulle le había dicho en Moscú: el Rhin era la frontera natural de Francia, y deseaba que hubieran tropas francesas estacionadas allí permanentemente.
Este cambio de impresiones proporcionó tal confianza a Roosevelt, que anunció que iba a decir algo quizá indiscreto; algo que no comentaría con Churchill: después de terminada la guerra, los ingleses deseaban que Francia situase una fuerza de 200.000 hombres a lo largo de su frontera oriental, para detener cualquier ataque de los alemanes, hasta tanto Inglaterra hubiese reorganizado su propio ejército.
– Los ingleses son un pueblo original -añadió enigmáticamente Roosevelt-. Quieren tener el pastel y comérselo al mismo tiempo.
Stalin escuchaba con gran interés, y Roosevelt prosiguió señalando las dificultades que había tenido con los británicos en relación con las zonas de ocupación de Alemania.
– ¿Cree usted que Francia debe poseer una zona de ocupación? -inquirió el mariscal a Roosevelt.
– No me parece mala idea -contestó éste-, pero sin concesiones de ninguna clase.
– Sólo así se le proporcionaría una zona -dijo Stalin, con firmeza. Molotov, callado hasta aquel momento, apoyó a Stalin con la misma energía. Era un negociador duro y flemático, al que Roosevelt llamaba «mula de piedra», ya que era capaz de permanecer a lo largo de toda una conferencia repitiendo una y otra vez la misma proposición.
El presidente comprobó que eran las cinco menos tres minutos, por lo que sugirió que se trasladasen al salón de conferencias, donde ya estaba reunido el personal militar de los Tres Grandes. Roosevelt prefería que hubiera la menor cantidad de testigos, cuando se presentaba a una de esas entrevistas. Sentado en un escabel montado sobre ruedecillas, el presidente fue introducido en la amplia estancia, usada antiguamente por el zar Nicolás como salón de banquetes y de baile. Al llegar a la gran mesa de conferencias, Roosevelt se pasó él mismo a un sillón, con sus musculosos brazos. Bohlen tomó asiento a su lado, dispuesto a hacer de intérprete.
En ese momento, los fotógrafos militares se dedicaron a sacar fotografías, mientras Stalin, Churchill, Stettinius, Eden, Molotov, Marshall, Brooke y otros dirigentes políticos y militares tomaban asiento en sus respectivos sitios. Los consejeros se colocaron detrás de sus jefes. En total, diez norteamericanos, ocho ingleses y diez rusos se situaron alrededor de la mesa, dispuestos a iniciar la trascendental reunión. La importancia de su misión les abrumaba a todos, y entre ellos se oían toses nerviosas y frecuentes carraspeos.
Stalin abrió la sesión sugiriendo que Roosevelt hiciese las reseñas iniciales, como había hecho en Teherán. Los americanos que veían por vez primera a Stalin se asombraron de lo bajo que era -medía un metro sesenta y cinco centímetros- y de su afable manera de expresarse.
Roosevelt dio espontáneamente las gracias a Stalin, y comenzó diciendo que el pueblo al que representaba deseaba la paz por encima de todas las cosas, y el rápido fin de la guerra. Puesto que en ese momento se entendían mejor que anteriormente, consideraba adecuado proponer que las conversaciones se desarrollasen sin protocolo alguno, de modo que todos pudieran expresarse con plena franqueza y libertad. Propuso que se hablase primeramente del aspecto militar «especialmente del punto principal, el concerniente al Frente Oriental».
El general Alexei Antonov, delegado soviético del Estado Mayor, leyó una declaración sobre el desarrollo de la nueva ofensiva, que fue seguida de un conciso resumen de Marshall acerca del Frente Occidental. Stalin dijo entonces que Rusia tenía 180 divisiones en Polonia, contra 80 los alemanes. La superioridad de la artillería era abrumadora, hallándose en una proporción de cuatro piezas por cada una germana. Había 9.000 carros de asalto soviéticos, y el mismo número de aviones en un frente relativamente reducido. Stalin terminó preguntándose qué era lo que los Aliados esperaban del Ejército Rojo.
Churchill, hablando también con espontaneidad, expresó la satisfacción de Inglaterra y Norteamérica por el poderío y el éxito de la gran ofensiva soviética, y pidió únicamente que las tropas rusas continuaran con su ataque.
– La ofensiva actual no es el resultado de los deseos de los Aliados -replicó Stalin, un poco ásperamente, e hizo hincapié en el hecho de que la Unión Soviética no estaba obligada, por un tratado como el de Teherán, a llevar a cabo una ofensiva de invierno.
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