John Toland - Los Últimos Cien Días

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Los últimos cien días de la Segunda Guerra Mundial en el escenario europeo son la culminación del drama que se ha desarrollado a lo largo de toda la contienda. En esos tres meses los Aliados darán el golpe de gracia al Tercer Reich pero, antes de que éste se hunda definitivamente, Alemania tendrá que soportar una tragedia con escasos precedentes en la historia de la humanidad. Víctima de intensos bombardeos, del frío y la falta de alimento, de los excesos cometidos por las tropas rusas y del terror impuesto por los últimos guardianes del nazismo, la población germana acabará recibiendo la noticia de la derrota con indisimulado alivio.
En estas páginas, el historiador John Toland ofrece una extensa, documentada y apasionante reconstrucción de esos últimos y dramáticos días. Su lenguaje ameno y directo, más cercano al periodismo que al propio de los libros de historia, transporta al lector a los diferentes escenarios en los que se libra esa partida final, en un fascinante relato de interés creciente que logra captar toda su atención desde el primer momento.
Los últimos cien días, un clásico imprescindible del que se han vendido millones de ejemplares desde su aparición en 1965, está considerado hoy día como la obra más completa sobre el final de la Segunda Guerra Mundial en Europa.

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Poco antes del mediodía, Churchill subió a bordo del «Quincy» con su hija Sara y con Eden. Durante la comida que siguió, el primer ministro, aunque no del todo recuperado de su propia enfermedad, dominó la reunión con su agudo ingenio y su brillante conversación. En un determinado momento, Roosevelt hizo notar que la Carta del Atlántico nunca llegó a ser firmada por Churchill, al punto de que el propio Roosevelt tuvo que poner el nombre del primer ministro inglés en su ejemplar. Luego, el presidente dijo, bromeando, que esperaba que Churchill estampase su firma, para dar así validez al documento. Por su parte, Churchill declaró que habiendo leído recientemente la Declaración de Independencia de Estados Unidos, le divirtió comprobar que la misma se hallaba sintetizada en la Carta del Atlántico.

Después de la comida, Eden dijo a Stettinius que le parecía haber notado al presidente más tranquilo que durante la reunión de Quebec, celebrada el otoño anterior, a pesar de lo cual Eden escribió en su Diario: «…Da la sensación de que sus energías flaquean.» No obstante las palabras de Eden, Stettinius no se sintió confortado, y aún recordaba la forma en que las manos y el cuerpo de Roosevelt habían temblado durante los recientes discursos. Ya en la comida, Roosevelt hizo notar que había dormido diez horas en la noche del viaje por mar a Malta, pese a lo cual «aún no se sentía del todo despejado.»

Aquella misma tarde, el presidente y su hija fueron invitados por el gobernador general de Malta a hacer una excursión de unos cincuenta kilómetros por la isla. El Diario de Roosevelt registró que «el tiempo era delicioso». Reanimado por este agradable intermedio, el presidente se encontró por vez primera con Churchill y los jefes de Estado Mayor Conjunto, en la sala de oficiales del «Quincy», a las seis de la tarde. Como de costumbre, Churchill fue el que lo dijo casi todo, mientras que Roosevelt se limitaba a aprobar afirmativamente con la cabeza. El explosivo asunto de la estrategia en el Frente Occidental fue solucionado con sorprendente facilidad cuando Churchill aceptó rápidamente el plan de Eisenhower. Pero luego el primer ministro creó un nuevo problema; el que Marshall tanto temía: sugirió que el mariscal de campo Harold Alexander, que mandaba todas las fuerzas de los aliados en Italia, fuese nombrado delegado de Eisenhower, con la misión de encargarse de todas las operaciones terrestres. Los jefes norteamericanos se opusieron resueltamente. Churchill tomó la negativa con buen talante, y se dio por terminada la entrevista.

Mientras Marshall esperaba para regresar a tierra, Roosevelt le mandó llamar, y le dijo que Churchill seguía deseando que Alexander fuese designado delegado de Eisenhower. Marshall contestó que nunca aprobaría tal medida, y poco después le destituían de su cargo.

5

Aquel mismo día, algo más temprano, Bradley, que se hallaba en Spa, Bélgica, habló a los comandantes de los ejércitos Primero, Tercero y Noveno de Estados Unidos -tenientes generales Courtney Hodges, George Patton y William Simpson-, acerca del plan de Eisenhower. Cuando éstos se enteraron de que Montgomery dirigiría el ataque principal, y de que el Noveno Ejército de Simpson quedaría bajo el mando del mariscal inglés, sus reacciones fueron las que cabía esperar.

Los tres generales eran viejos amigos, con muchas experiencias en común, y el comienzo de sus respectivas carreras militares había sida igualmente negativo. En West Point, Simpson había terminado el último de su clase, en tanto que Patton y Hodges eran suspendidos en 1905. Patton consiguió por fin terminar junto con Simpson en 1909, pero Hodges recibió otro suspenso, esta vez en matemáticas, y comenzó de nuevo desde abajo, como soldado. Los tres habían luchado contra Pancho Villa, en Méjico, y combatieron en el frente durante la Primera Guerra Mundial. Aunque muy diferentes en cuanto a personalidad, todos eran agresivos, extremadamente competentes y se hallaban impacientes por aplastar a los alemanes cuanto antes. Los tres generales escucharon con creciente decepción, mientras Bradley seguía explicando que Hodges y Patton podían seguir con sus reducidos ataques contra la Línea Sigfrido -a la que los alemanes llamaban Muro del Oeste-, hasta que Montgomery llevase a cabo la ofensiva principal. Después de eso, el combate se desarrollaría según se presentasen las circunstancias.

Patton no pudo contenerse, y manifestó que él y Hodges tenían más posibilidades de llegar los primeros al Rhin. Además, consideraba él -y creía que Hodges compartía su opinión-, que el poder ofensivo de las tropas británicas no era muy grande. Para Patton aquella forma de concluir la guerra, por parte de los norteamericanos, era ridícula y poco gallarda. Dijo que todas las divisiones disponibles debían lanzarse al ataque, en cuyo caso los alemanes seguramente no tendrían posibilidades de detener la ofensiva.

6

Tanto Eden como Churchill estaban preocupados porque Roosevelt había evitado hablar con ellos acerca del aspecto político a considerar en Yalta. Para remediar tal situación se concertó con el presidente una cena íntima, aquella noche, a bordo del «Quincy». Stettinius tuvo la impresión de que durante la cena se aclaró la postura de los americanos y británicos en relación con las Naciones Unidas, con Polonia, y con la conducta a seguir respecto a Alemania, pero Eden no se mostró tan optimista. Según él, no se había llegado a ningún acuerdo, y escribió en su Diario:

«…Es imposible tratar del asunto. Hablé airadamente con Harry (Hopkins) acerca de ello, cuando éste llegó más tarde, haciéndole notar que íbamos a reunirnos en una conferencia decisiva, y hasta el momento nadie había acordado lo que se iba a discutir, ni cómo debían llevarse las cosas con un Oso que sin duda sabe muy bien lo que debe hacer.»

El presidente Roosevelt, según Eden, era «desconcertante», y tanto él como Churchill estaban inquietos porque no hubiera habido verdaderas consultas angloamericanas a nivel superior. Después de la cena, Roosevelt y Churchill se trasladaron al aeropuerto de Luqa, para marchar en avión al lugar de la entrevista con Stalin. El primer ministro subió a bordo de su cuatrimotor «Skymaster» y se retiró a dormir. El presidente, siempre en su silla de ruedas, fue colocado en un ascensor especial, en el que subió hasta su aparato, un «C-54» [6]transformado. Era la primera vez que Roosevelt empleaba el avión, ya que, además de disgustarle la monotonía del viaje por aire, el presidente consideraba que un avión adaptado especialmente para él, y dedicado únicamente a su uso, constituía un gasto innecesario. A pesar de todo, Roosevelt se hallaba excitado y optimista. Adelante le esperaba la aventura. Le dijeron que su aparato no despegaría hasta varias horas después, por lo cual Roosevelt también se dispuso a dormir.

Hacía frío y el cielo estaba cubierto cuando los 700 conferenciantes destinados a Yalta subieron a los veinte «Skymaster» americanos y a los cinco «York» británicos. El ambiente, en el aeropuerto oscurecido como prevención contra los ataques aéreos, era de gran tensión. De acuerdo con un informe del Servicio de Inteligencia norteamericano, Hitler se hallaba al corriente del lugar exacto en que los Tres Grandes iban a realizar su entrevista. Un vuelo de prueba efectuado tres noches antes por el teniente coronel Henry T. Myers, casi había terminado en un desastre. Al tomar tierra en el aeropuerto de Saky, en la península de Crimea, Myers halló numerosos agujeros en el fuselaje, producidos por disparos antiaéreos. O bien éstos habían sido causados al pasar el aparato sobre la isla de Creta, en poder de los germanos, o los artilleros turcos le habían tomado por un avión alemán.

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