Perdido ya el dominio de sí mismo, Churchill agitó los brazos en el aire y gritó:
– ¡Si su actitud es negativa, tenga el valor de decirlo! No vacilaré en volverme contra usted. Ha desperdiciado dos semanas enteras en continuas discusiones, sin haber logrado ningún resultado. ¿Qué pretende? Se lo digo por última vez: ¡después de esta noche no volveré a recibirle!
Cuando Mikolajczyk informó de esto a su Gobierno, los componentes del mismo, como era de esperar, se negaron indignados a verse así coaccionados. Acosado por ambas partes, Mikolajczyk entregó su renuncia.
En este ambiente de disputas, sospechas e intrigas, por lo que al problema polaco se refería, discutieron Stettinius y Eden el asunto de Polonia a bordo del «Sirius», en la mañana del 1.° de febrero. Stettinius declaró que el reconocimiento del Comité Nacional de Liberación de Lublin -que controlaban los comunistas-, como Gobierno de Polonia, provocaría el descontento en Estados Unidos. Eden también se mostró de acuerdo en que los ingleses no reconocerían al Gobierno de Lublin. Para él, la única solución residía en el establecimiento de un «nuevo Gobierno provisional en Polonia, que lleve a cabo elecciones libres en cuanto la situación lo permita». Después de la entrevista, Eden escribió en su Diario que se había llegado a un «completo acuerdo en los asuntos principales», y que hizo todo lo posible porque Stettinius comprendiese que en esa ocasión eran los americanos los que debían llevar el peso del asunto. Aseguró que habrían apoyado a los polacos, pero que la situación había cambiado, y tenían que hacer lo que más conviniese.
La armonía entre los diplomáticos fue seguida poco después por nuevos roces entre los militares, cuando éstos se reunieron por la tarde y volvieron a considerar la campaña del Frente Occidental. Marshall solicitó que se celebrase la sesión a puerta cerrada, a fin de que pudieran hablar con mayor libertad. Una vez que los taquígrafos hubieron salido de la estancia, Marshall exhortó a que aceptasen el plan de Eisenhower sin más dilaciones. Brooke rechazó la proposición, y sólo accedió a que se «tomase nota» de ella.
Fue aquella una de las pocas ocasiones en que Marshall perdió el dominio de sí mismo. Con una violencia que asombró a los asistentes, expresó su opinión acerca de Montgomery, que para los ingleses no tenía ningún defecto, y declaró luego que si no se aceptaba el plan de Eisenhower, recomendaría a éste que renunciase como comandante supremo, ya que no había otra alternativa.
Así pues, la entrevista destinada a preparar la conferencia de Yalta, había creado una situación difícil.
Pocas horas más tarde Stettinius y Hopkins se hallaban cenando en el «Orion», con Churchill y Eden. Churchill expresó su preocupación por los sufrimientos a que se veía sometida la Humanidad. Al contemplar el mundo, decía, sólo podía ver penas y matanzas, y manifestó que la paz de la posguerra dependería de un estrecho entendimiento entre Gran Bretaña y Norteamérica.
No era ésta una opinión aislada y pesimista, sino que tres semanas antes el mismo Churchill había enviado a Roosevelt el siguiente telegrama:
«Esta puede resultar una conferencia trascendental, al celebrarse en un momento en que los grandes aliados se encuentran tan divididos, y la sombra de la guerra se agranda ante nosotros. En el momento actual considero que el fin de esta guerra resultará aún más decepcionante que el de la anterior contienda.»
Y desde el envío de este telegrama, la división había aumentado, no sólo entre los Tres Grandes, sino entre los aliados occidentales. A menos que Gran Bretaña y Estados Unidos consiguiesen resolver sus diferencias al día siguiente, serían muy escasas las posibilidades de lograr algo efectivo en Yalta.
Por difícil que resultase a veces que los americanos e ingleses llegasen a un acuerdo, lo cierto es que ambos tenían una herencia cultural común, y que creían con igual firmeza en la democracia. Y lo que era más importante, su idioma y su actitud acerca de la Humanidad eran los mismos. Pero entre ellos y la Unión Soviética se abría un gran abismo, no sólo en el aspecto político, sino también en el cultural, y lo que era más importante, en el comportamiento con las personas, que se evidenciaba especialmente en el trato que cada uno de ellos daba a los enemigos civiles.
Hasta la mañana del 1.° de febrero, los habitantes del pueblo de Kurzig, situado no muy lejos del poblado del coronel Fuller, no habían visto a un solo ruso, ya que no se encontraban junto a la carretera de Küstrin a Francfort. En Kurzig no había electricidad, y por consiguiente no había aparatos de radio. De otro modo los moradores del lugar se hubieran enterado de que las avanzadas de Zhukov ya se encontraban al oeste de ellos. Pero sí escucharon el retumbar de los cañones, y se preguntaron qué medida debían tomar. Friedrich Paetzold, un funcionario policial, se hallaba en la alcaldía con su primo Otto, el alcalde, quemando apresuradamente los documentos del Partido Nazi. A mediodía los dos hombres fueron a su casa a comer, pero Paetzold se hallaba inquieto y salió en seguida a dar un paseo. Divisó entonces a un grupo de hombres que salían del bosque. El que iba delante llevaba un ropaje totalmente blanco, y cada cien metros, aproximadamente, se arrodillaba y miraba a través de unos prismáticos.
Paetzold regresó corriendo a la granja y gritó:
– ¡Los rusos están aquí!
Sin detenerse subió apresuradamente hasta su habitación, desde cuya ventana observó a cuatro hombres, que se aproximaban empuñando fusiles ametralladores. Cuando el primer ruso levantó su arma, Paetzold se lanzó al suelo. Trozos de vidrio cayeron sobre su rostro, y otra serie de disparos destrozó una ventana en el piso inferior. Las mujeres que se hallaban en la habitación gritaron aterradas.
Los rusos se apoderaron de todos los relojes, y luego fueron de cuarto en cuarto destrozando los enseres y las vajillas que habían pasado de generación en generación. Paetzold observó afligido cómo los rusos destruían cuanto caía en sus manos, haciéndolo con delectación de vándalos, e incluso arrancando el teléfono, que arrojaron por una ventana. Pensó que parecían chiquillos malcriados.
De improviso, uno de los soldados rusos entró en la habitación con la bandera de un club local de tiro, y con un sable que pertenecía a su primo Otto. El ruso lanzó la bandera al suelo y trató de romper el águila del asta, pero no lo consiguió. Intentó luego desgarrar la bandera, pero la tela era demasiado resistente. Lleno de cólera, empezó a jurar y a saltar sobre la enseña, y Paetzold no pudo evitar una carcajada. En vez de matar a Paetzold, el soldado reaccionó extrañadamente, y se calmó por completo.
El primer grupo de rusos se fue del pueblo sin provocar más incidentes, pero llegaron otros, encontraron una destilería de licores, y una vez borrachos comenzaron a incendiar, a violar mujeres y a matar. Frau Lemke, una joven casada con un soldado, cogió la pistola de su marido y dio muerte a sus dos hijos y luego se suicidó. Su padre se cortó las venas de la muñeca. La granja de la viuda Rettig fue incendiada, y la mujer recibió un balazo y cayó muerta en su jardín. Hacia el anochecer casi todas las casas de Kurzig se hallaban en llamas, y en la calle principal del pueblo se alineaban los cadáveres. Paetzold, junto con sus parientes y una docena más de habitantes del poblado, fueron encerrados en la bodega de la granja, donde tuvieron que esperar, sin saber lo que iba a ocurrirles.
Dos soldados rusos bajaron al fin y cogieron a la mujer que se hallaba más cerca de la puerta, la viuda Semisch.
– ¡Ven, haznos la comida! -dijo uno de los rusos.
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