John Toland - Los Últimos Cien Días

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Los últimos cien días de la Segunda Guerra Mundial en el escenario europeo son la culminación del drama que se ha desarrollado a lo largo de toda la contienda. En esos tres meses los Aliados darán el golpe de gracia al Tercer Reich pero, antes de que éste se hunda definitivamente, Alemania tendrá que soportar una tragedia con escasos precedentes en la historia de la humanidad. Víctima de intensos bombardeos, del frío y la falta de alimento, de los excesos cometidos por las tropas rusas y del terror impuesto por los últimos guardianes del nazismo, la población germana acabará recibiendo la noticia de la derrota con indisimulado alivio.
En estas páginas, el historiador John Toland ofrece una extensa, documentada y apasionante reconstrucción de esos últimos y dramáticos días. Su lenguaje ameno y directo, más cercano al periodismo que al propio de los libros de historia, transporta al lector a los diferentes escenarios en los que se libra esa partida final, en un fascinante relato de interés creciente que logra captar toda su atención desde el primer momento.
Los últimos cien días, un clásico imprescindible del que se han vendido millones de ejemplares desde su aparición en 1965, está considerado hoy día como la obra más completa sobre el final de la Segunda Guerra Mundial en Europa.

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A las once y media, mientras caía sobre Luqa una llovizna fina y helada, el primer avión despegó, emprendiendo su viaje de más de dos mil kilómetros hasta Saki. Otros aparatos siguieron a intervalos regulares, con un plan de vuelo de tres horas y media hacia el Este, seguido de un giro de 90° hacia el Norte, para evitar la isla de Creta. El avión del presidente despegó hacia las tres y media de la madrugada, inmediatamente antes que el de Churchill. Sin escolta y con las luces apagadas, el gran aparato de transporte no tardó en desaparecer entre las oscuras nubes. Cuando el ruido de sus motores se extinguió, la suerte del presidente de Estados Unidos sería una incógnita durante casi siete horas, ya que todos los aparatos en vuelo debían guardar el más estricto silencio.

La primera parte del vuelo transcurrió sin novedad. Pero poco después de que seis cazas «P-38» se hubieron unido al «C-54» de Roosevelt, sobre los montes de Grecia, comenzó a formarse hielo en las alas de los siete aviones. Uno de los cazas tuvo que regresar a Atenas, al quedársele parado un motor. Los hombres del Servicio Secreto se mostraron tan preocupados por el hielo, que estuvieron a punto de despertar al presidente, a fin de prepararle para una eventualidad. Pero el peligro pasó, y poco después del mediodía, hora de Crimea (dos horas de adelanto con Malta), el piloto efectuó el giro de 90° previsto.

A las 12,10 el aparato de Roosevelt tomó tierra en una helada pista de bloques de hormigón sumamente lisa, y se detuvo casi al final de la misma. La región aparecía desprovista de árboles, llana y triste. Mientras el avión se aproximaba a la zona de estacionamiento, los que se hallaban a bordo alcanzaron a ver algunos soldados rusos de flamantes uniformes, que rodeaban el aeropuerto, con sus fusiles ametralladores preparados. Un regimiento seleccionado del Ejército Rojo se aprestaba a recibir a los viajeros, en tanto que una banda militar interpretaba algunas marchas. El ministro soviético de Asuntos Exteriores, Vyacheslav M. Molotov, así como el embajador Harriman y Stettinius, subieron a bordo del aparato para dar la bienvenida al presidente Roosevelt, informándole al mismo tiempo que el mariscal Stalin aún no había llegado a Crimea.

Poco después, a las 12,30, llegó el avión de Churchill escoltado por seis «P-38». Churchill se encaminó hacia el aparato de Roosevelt, y observó cómo bajaban a éste en el ascensor y le colocaban en un « jeep » ruso -préstamo de los americanos-, bajo la atenta supervisión del jefe de escolta del presidente, Michael Reilly. El comandante de la guardia de honor pronunció un discurso de bienvenida a los dos dirigentes occidentales, y la banda rompió a tocar «Barras y Estrellas». El vehículo avanzó ante las filas de soldados, marchando junto a él Churchill, con un cigarro de veinte centímetros que parecía un pequeño cañón.

Roosevelt fue trasladado a un automóvil, para recorrer en él los ciento veinte kilómetros que le separaban de Yalta. No había más vehículos en la carretera, la cual aparecía flanqueada cada cien metros por guardias vestidos con largos y pesados capotes, provistos de brillantes correajes. Algunos llevaban gorros de astracán, y otros gorras de vivo color verde, azul o rojo. Cada uno de los centinelas efectuaba un rápido saludo con el fusil en el momento de pasar el automóvil del presidente. La hija de Roosevelt tiró de la manga de su padre y dijo con acento de sorpresa:

– ¡Mira, muchos de los centinelas son chicas!

En efecto, colocadas en los cruces había muchachas uniformadas, cada una con una bandera roja y otra amarilla. Si el camino estaba libre, la chica apuntaba con la bandera amarilla hacia el coche, colocaba luego ambas banderas bajo el brazo, y saludaba marcialmente con la mano derecha. Esto no dejó de impresionar a los norteamericanos, que se sintieron más tranquilos acerca de la seguridad de su presidente.

El primer tercio del viaje discurrió a través de un terreno levemente ondulado, desprovisto de árboles y cubierto de nieve, que se parecía bastante a las grandes planicies de Estados Unidos. Pero a diferencia de aquel país, las tierras que atravesaban aparecían cubiertas de tanques destrozados, edificios quemados y otros restos de la contienda. Después de dejar atrás Simferopol, la capital de Crimea, la carretera se hacía sinuosa al ascender por una escarpada cadena montañosa. La caravana de coches se encaminó hacia el mar Negro, y luego hacia el Sur, bordeando la costa. Pasaron por Yalta a las seis, y siguieron aún tres kilómetros en dirección Sur, hasta llegar al fin al palacio Livadia, que sería la residencia de Roosevelt. El palacio, de cincuenta habitaciones, había sido proyectado por Krasnov en estilo Renacimiento italiano, y fue construido durante el reinado del zar Nicolás, en 1911. Situado a unos cincuenta metros sobre el nivel del mar, el edificio de granito blanco daba simultáneamente a las montañas y al mar. Para Stettinius el panorama resultaba admirable, y le recordaba algunas partes de la costa de Estados Unidos en el Pacífico.

Livadia había sido convertido en un sanatorio antituberculoso para trabajadores, después de la Revolución. Los alemanes lo habían saqueado a conciencia, despojándole incluso de sus artesonados. Sólo quedaron dos cuadros y una plaga de insectos. Durante los diez días anteriores, los rusos habían llenado el palacio con muebles y enseres del hotel Metropole, de Moscú, y llevaron un ejército de albañiles, fontaneros, calefactores, electricistas y pintores para que reparasen los innumerables desperfectos. Los parásitos quedaron a cargo de los escrupulosos norteamericanos, y un grupo de hombres del «Catoctin», navío auxiliar de la marina de guerra de Estados Unidos, que se hallaba amarrado en Sebastopol, llevó a cabo la completa desinsectación del edificio.

Roosevelt fue acomodado en el primer piso, que disponía de un comedor privado, estancia que fuera anteriormente el salón de billares del zar. A Marshall le alojaron en el dormitorio imperial, y al austero almirante King en el cuarto tocador de la zarina, lo cual nunca dejaron de recordarle sus compañeros.

Pese a todo este despliegue de lujo, los 216 norteamericanos alojados en el palacio encontraron un grave defecto: sólo Roosevelt disponía de baño privado. Además, las camareras rusas entraban en los demás cuartos de aseo sin llamar siquiera, ajenas por completo a la turbación de los sorprendidos americanos.

Churchill y su comitiva abandonaron inmediatamente el aeropuerto y siguieron a Molotov hasta una amplia tienda ovalada, dotada de calefacción, en cuyo interior aparecían unas mesas cargadas de té caliente, vodka, coñac, champaña, salmón y esturión ahumados, caviar y huevos cocidos y pasados por agua, así como mantequilla, queso y pan.

Ya en camino, el viaje a Yalta requirió más de dos veces el tiempo que tardó Roosevelt. Tras la comida de bocadillos, que suministró un precavido oficial de Estado Mayor, el séquito de Churchill se detuvo en Alustha, una pequeña población costera situada al norte de Yalta, donde Molotov les ofreció un pantagruélico almuerzo. Los corteses británicos hicieron lo posible por fingir apetito. Llenos hasta reventar, pasaron ante el palacio Livadia, donde se alojaba Roosevelt, y siguieron diez kilómetros más, hasta avistar el palacio del príncipe Yusupov -el que diera muerte a Rasputin-, donde se alojaría Stalin. Continuaron hacia el Sur, bordeando la costa durante otros seis kilómetros, y al fin llegaron al alojamiento previsto para Churchill, el palacio Vorontsov. Aunque menos grande y lujoso que el palacio Livadia, la residencia era sumamente cómoda. Desde una parte, el edificio parecía un castillo escocés, y desde otra, un palacio árabe. Unos leones tallados flanqueaban la entrada -detalle muy apropiado-, y en el comedor Churchill observó un cuadro que le resultaba familiar.

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