John Toland - Los Últimos Cien Días

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Los Últimos Cien Días: краткое содержание, описание и аннотация

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Los últimos cien días de la Segunda Guerra Mundial en el escenario europeo son la culminación del drama que se ha desarrollado a lo largo de toda la contienda. En esos tres meses los Aliados darán el golpe de gracia al Tercer Reich pero, antes de que éste se hunda definitivamente, Alemania tendrá que soportar una tragedia con escasos precedentes en la historia de la humanidad. Víctima de intensos bombardeos, del frío y la falta de alimento, de los excesos cometidos por las tropas rusas y del terror impuesto por los últimos guardianes del nazismo, la población germana acabará recibiendo la noticia de la derrota con indisimulado alivio.
En estas páginas, el historiador John Toland ofrece una extensa, documentada y apasionante reconstrucción de esos últimos y dramáticos días. Su lenguaje ameno y directo, más cercano al periodismo que al propio de los libros de historia, transporta al lector a los diferentes escenarios en los que se libra esa partida final, en un fascinante relato de interés creciente que logra captar toda su atención desde el primer momento.
Los últimos cien días, un clásico imprescindible del que se han vendido millones de ejemplares desde su aparición en 1965, está considerado hoy día como la obra más completa sobre el final de la Segunda Guerra Mundial en Europa.

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Horrorizado, el padre Sampson se dirigió hacia la puerta principal, donde un ruso estaba siendo registrado por un guardia. Este hizo desabrochar el cinturón al prisionero, y entonces le cayó a los pies una pieza de pan. El guardia lo recogió, pero el ruso se lo arrebató, y por más que le hundían la bayoneta en el cuello, el prisionero no soltaba el pan. El guardia pegó con la culata de su fusil en la cabeza del ruso, y cuando éste cayó al suelo siguió golpeándole y dándole patadas. A pesar de todo el prisionero seguía aferrado a su pan. «¿Quién es el animal?», pensó para sus adentros el padre Sampson.

En un alemán deficiente, el americano se dirigió al centinela: -Soy sacerdote -le dijo una y otra vez, señalando su crucifijo, pero el castigo continuaba. El padre Sampson se arrodilló junto al ruso, murmurando una plegaria. El guardia vaciló, intimidado por el crucifijo, o quizá por sus insignias de capitán, y ordenó a dos compañeros que llevasen al ruso al pabellón de los guardias. Mientras le llevaban en vilo, el prisionero seguía aferrado a su pieza de pan.

A pocos kilómetros al este de Francfort del Oder, el Ejército Rojo acababa de detener a otra caravana de alemanes que huían, y los estaban haciendo salir de los carros en que se hallaban. Unos muchachos y niñas fueron separados de sus padres y puestos en fila en una zanja, mientras un oficial ruso exclamaba:

Khleb za khleb, krov za krov!

Uno de los alemanes, Irwin Schneider, que contaba dieciséis años de edad, sabía que aquello quería decir: «¡Pan por pan, sangre por sangre!»

Los muchachos mayores cayeron de rodillas, suplicando y sollozando, cuando observaron que varios soldados alzaban sus fusiles ametralladores. Pero el oficial no hizo caso de las súplicas, y las balas comenzaron a segar las filas de los jóvenes. Schneider sintió un pinchazo en un brazo y vio a los otros muchachos que caían a su lado, mientras pálidas manchas rojas aparecían en la nieve. Luego un objeto redondo voló por el aire hacia él, antes de que se diera cuenta de que era una granada, se oyó una aterradora explosión, y se vio levantado en vilo como en una pesadilla. Algún tiempo después, el martilleo que oía en su cabeza cesó, y consiguió mover los dedos de las manos. Luego hizo lo propio con el resto del cuerpo, y oculto por el humo se arrastró cautelosamente fuera del montón de cuerpos -algunos de los cuales aún se movían- hasta esconderse en unos matorrales cercanos. Oyó gritos salvajes, seguidos de detonaciones con las que se eliminaba metódicamente a los muchachos que quedaban vivos. Por último cesó el estrépito, y sólo se alcanzó a oír el gemido de los padres de los chiquillos muertos.

En esa ocasión, los rusos habían matado a sangre fría, inspirados por propagandas tales como la de Ilya Ehrenburg, que exhortaba a tomar venganza:

«Las ciudades alemanas no tienen alma… Todas las trincheras, las fosas y las cunetas llenas de cadáveres de inocentes, avanzan hacia Berlín… Las botas de los hombres y los zapatos de los niños asesinados con gas en Maidenek, marchan sobre Berlín… No debemos olvidar nada. Mientras avanzamos por Pomerania, tenemos ante nuestros ojos los campos devastados y sangrantes de Bielorrusia… Un alemán es un alemán, en cualquier parte donde se halle. Los germanos han sido castigados, pero no lo suficiente. Los Fritz siguen corriendo, pero no yacen muertos. ¿Quién puede detenerlos, ahora…?¿El Oder?¿El Volkssturm? No, ya es demasiado tarde. Alemania, puedes revolverte, y arder y aullar en tu agonía. ¡La hora de la venganza ha sonado!»

Pero los soldados de Mongolia y de otras regiones orientales se dedicaban a saquear, a violar y a asesinar, no por venganza, sino sólo porque obedecían al concepto primitivo de sus antepasados, de que los despojos de guerra pertenecen al vencedor. Durante los últimos días eso era lo que había ocurrido en Landsberg, la ciudad cercana al pueblo de Fuller. El 6 de febrero, dos soldados soviéticos dispararon a una niña en el estómago, más por error que por deseos de hacerlo, y salieron corriendo atemorizados cuando la maestra de escuela, Katherina Textor, salió en su ayuda. Katherina y otras dos ancianas hallaron un cochecillo de niño y lo utilizaron para llevar a la chiquilla al hospital. Cuando llegaron, después de cruzar el helado río Warthe, ya se había hecho de noche, y el doctor Bartoleit tuvo que extraer la bala a la luz de una linterna, y sin anestesia.

Katherina y sus dos amigas decidieron permanecer en el hospital para verse libres de la temible orden de los rusos: « Frau, komm! », pero no podían haber elegido peor lugar. La tropa soviética recorrió los pasillos del hospital durante toda la noche, en busca de mujeres. Algunos irrumpieron en la habitación donde las tres recién llegadas trataban de dormir, y las examinaron con las linternas. Uno de los rusos dijo lleno de disgusto:

– Viejas moribundas.

Y salieron de la habitación. Pero todas las enfermeras fueron violadas y luego las metieron en camiones con destino al Este. Cuando los rusos llegaron al piso del doctor Bartoleit, le hallaron muerto en el suelo, con una pistola en la mano. A su lado yacían, también sin vida, su mujer y su hija.

3

Al día siguiente, 6 de febrero, el Führer decía en Berlín a sus allegados que los Tres Grandes trataban de aniquilar a Alemania. [8]

– Hemos llegado al último cuarto de hora -dijo sombríamente-. La situación es seria, muy seria. Parece incluso desesperada.

Pero insistió en que aún había una oportunidad de lograr la victoria si se defendía palmo a palmo el suelo de la patria.

– Mientras sigamos luchando -agregó-, seguirá habiendo esperanza, y eso, indudablemente, será bastante para impedirnos pensar en que todo ha terminado. Ningún partido se pierde hasta el momento del pitido final. Como Federico el Grande, nosotros también vamos a combatir a la coalición, y ésta, recordadlo, no es una entidad estable, sino que existe sólo en la voluntad de un puñado de hombres. Si Churchill desapareciese repentinamente, todo podría cambiar en un instante.

La voz de Hitler se elevó de tono, llena de excitación:

– ¡Aún podemos lograr la victoria, en la carrera final! Disponemos de tiempo para ello. Todo lo que tenemos que hacer es negarnos a considerarnos derrotados. Para el pueblo alemán, el simple hecho de continuar con una vida independiente, resultará una victoria. Y sólo eso, será suficiente justificación para esta guerra, que así no se habrá librado en vano

El general de las SS Karl Wolff -el «Wolffchen» de Himmler, y jefe de las SS en Italia, llegó a la Cancillería para pedir explicaciones satisfactorias acerca del asunto de las armas secretas, y sobre el futuro de Alemania. Su jefe, el reichsführer , no fue capaz de contestarle, por lo que se dispuso a entrevistarse con el mismo Hitler. Con él se hallaba el ministro de Asuntos Exteriores, Joachin von Ribbentrop.

– Mi Führer -dijo Wolff-. Si no le es posible dar una fecha para el empleo de las armas secretas, los alemanes debemos entrevistarnos con los angloamericanos para concertar la paz. El rostro de Hitler permanecía inexpresivo como una máscara, mientras el locuaz Wolff revelaba que había celebrado ya dos entrevistas con tal fin: con él cardenal Schuster, de Milán, un antiguo amigo del Papa, y con un agente del Servicio Secreto británico.

Wolff dejó de hablar unos instantes. Hitler nada dijo, pero comenzó a chasquear los dedos. Wolff interpretó esto como que podía seguir hablando, y propuso que había llegado el momento de elegir uno de esos mediadores.

– Mi Führer -prosiguió diciendo-. Es perfectamente evidente que existen diferencias naturales entre esos antinaturales aliados (los Tres Grandes). Pero no se ofenda si le digo que no creo que esa alianza vaya a destruirse espontáneamente, sin nuestra activa intervención.

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