John Toland - Los Últimos Cien Días

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Los últimos cien días de la Segunda Guerra Mundial en el escenario europeo son la culminación del drama que se ha desarrollado a lo largo de toda la contienda. En esos tres meses los Aliados darán el golpe de gracia al Tercer Reich pero, antes de que éste se hunda definitivamente, Alemania tendrá que soportar una tragedia con escasos precedentes en la historia de la humanidad. Víctima de intensos bombardeos, del frío y la falta de alimento, de los excesos cometidos por las tropas rusas y del terror impuesto por los últimos guardianes del nazismo, la población germana acabará recibiendo la noticia de la derrota con indisimulado alivio.
En estas páginas, el historiador John Toland ofrece una extensa, documentada y apasionante reconstrucción de esos últimos y dramáticos días. Su lenguaje ameno y directo, más cercano al periodismo que al propio de los libros de historia, transporta al lector a los diferentes escenarios en los que se libra esa partida final, en un fascinante relato de interés creciente que logra captar toda su atención desde el primer momento.
Los últimos cien días, un clásico imprescindible del que se han vendido millones de ejemplares desde su aparición en 1965, está considerado hoy día como la obra más completa sobre el final de la Segunda Guerra Mundial en Europa.

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Hitler inclinó la cabeza, como si asintiera, y siguió chasqueando los dedos. A continuación sonrió, indicando que los veinte minutos de la audiencia habían ya transcurrido. Wolff y Ribbentrop salieron de la estancia, comentando animadamente la actitud del Führer, en apariencia favorable hacia su proposición. Cierto es que no había dicho una palabra, y que no había dado instrucciones específicas, pero tampoco había dicho que no. Ambos se separaron. Wolff para investigar las posibilidades que había en Italia, y Ribbentrop las de Suecia.

A un centenar de metros se hallaba Bormann en su despacho, escribiendo otra carta a Gerda, en la que describía la fiesta celebrada el día anterior con motivo del cumpleaños de Eva Braun, y en la que, como era lógico, había estado presente Hitler:

«Ella parecía dichosa, pero se quejó de que no había tenido un buen compañero de baile. También criticó a diversas personas con una aspereza que no es habitual en ella.»

Añadía Bormann que Eva se mostraba inquieta porque el Führer le acababa de decir que ella y otras mujeres tendrían que dejar Berlín dentro de pocos días. Esta carta de Bormann se cruzó con otra de Gerda en la que ésta exaltaba las glorias del Nacional Socialismo en los siguientes términos:

«…El Führer nos ha dado un concepto de lo que es el Reich, el cual se ha difundido -y aún sigue haciéndolo en secreto, por todo el mundo-. Los increíbles sacrificios que realizan nuestras gentes -y que sólo pueden hacer debido a que están imbuidas de esa idea-, son buena prueba de su fortaleza, y demuestran al mundo lo necesaria que es nuestra lucha.

»Llegará el día en que el Reich de nuestros sueños surgirá ante todos. ¿Viviremos nosotros o nuestros hijos, para verlo? En cierto modo, esto me recuerda el "Crepúsculo de los Dioses", de las Eddas : los gigantes y los enanos, el lobo Fenris, la serpiente de Mitgard y todas las fuerzas del mal, se unen contra los dioses. La mayoría ya han caído, y los monstruos asolan el puente de los dioses. Los ejércitos de los héroes caídos luchan en una batalla invisible; las Valkyrias se les unen, la ciudadela de los dioses se desmorona y todo parece perdido. Y de pronto, una nueva ciudadela se levanta, más hermosa que nunca, y Baldur comienza a vivir de nuevo.»"Papi", siempre me asombra observar lo próximos que los antepasados se hallaban a nosotros en sus mitos, especialmente en las Eddas

»Mi bienamado, soy tuya totalmente, y viviremos para seguir luchando, aun cuando sólo uno de nuestros hijos sobreviva a esta tremenda conflagración.

»Tuya,

«Mami.»

4

Para los habitantes de un país democrático, la filosofía nazi resulta incomprensible, algo así como una fantasía retorcida; pero no era lo mismo para los germanos, que habían visto a Hitler rescatar a su patria de un estado cercano a la revolución comunista, y salvarlo del desempleo y el hambre. Aunque eran pocos relativamente los alemanes miembros del Partido, nunca en la historia se dio el caso de un hombre que encandilase a tantos millones de seres. Hitler había surgido de un lugar ignorado para llegar a dominar por completo una gran nación, no sólo por la fuerza y el terror, sino también con ideas. Ofreció a los alemanes el destacado lugar que éstos creían merecer, mientras les advertía constantemente que sólo lo lograrían si se aniquilaba a los judíos y a su siniestra confabulación para dominar el mundo con la doctrina bolchevique.

Por encima de todo, el odio contra el bolchevismo había sido inculcado incesantemente en los germanos, durante más de un decenio, y era este odio el que animaba a los soldados del Frente Oriental a resistir desesperadamente. Hitler les había dicho una y otra vez que los rojos destruirían a sus mujeres, sus hijos, sus hogares y a la patria misma. Y por ello los soldados seguían luchando contra toda esperanza, impulsados por el odio, el temor y el patriotismo. Más que con máquinas y armas, luchaban con firmeza, desesperación y ruda valentía. Y a pesar de los inmensos recursos del ejército soviético, que les superaba abrumadoramente en tanques, cañones y aviones, el Frente Oriental comenzaba a estabilizarse. Una semana antes, aquello hubiera parecido realmente imposible.

El compendio del espíritu de lucha, en el Frente Oriental, era el oberst (coronel) Hans-Ulrich Rudel, jefe de un grupo de bombarderos «Stuka». De estatura mediana, el coronel impresionaba por su exuberante vitalidad. Más que andar, saltaba; más que hablar, clamaba con su fuerte voz. Tenía el pelo ondulado, de color castaño claro; ojos verdes, y recias facciones que parecían talladas con cincel. Creía sin reservas en el Führer, a pesar de lo cual no había nadie que criticase más abiertamente los errores de los miembros del Partido y de los jefes militares. Tras casi 2.500 misiones de combate durante seis años, sus hazañas se habían convertido en legendarias. Había hundido un acorazado y destruido unos 500 carros de asalto.

El 8 de febrero sus hombres estaban combatiendo sobre el río Oder, entre Küstrin y Francfort, justamente encima de la punta de lanza que Zhukov había hecho avanzar más allá del grupo de ejército de Himmler. Este, a decir verdad, poco tenía para detener a los rusos, si no era el Oder, unas cuantas unidades dispersas detrás del río, y los «Stukas» de Rudel, que, con toda propiedad, llevaban pintado el emblema de los Caballeros Teutónicos, que habían luchado en el Este seiscientos años antes. El «Stuka» ya no era el terror de los aires, sino que resultaba lento y pesado, un blanco fácil cuando salía estremeciéndose de un picado. El mismo Rudel había recibido muchas veces los impactos enemigos, y en aquellos momentos tenía aún la pierna izquierda enyesada curando de las heridas recibidas de una ametralladora soviética. Durante las dos semanas anteriores, los pilotos de Rudel habían recorrido las márgenes del río, arriba y abajo, como si fueran camiones de bomberos tratando de detener el avance de los tanques rojos. Destruyeron centenares de éstos, pero otros miles llegaban, avanzando implacablemente hacia las orillas del río Oder.

Durante la batalla del Bulge, Rudel había sido llamado al cuartel general del Führer en el Frente Occidental, para recibir una condecoración especial.

– Ahora ya ha volado usted bastante -le manifestó Hitler, cogiéndole una mano y mirándole a los ojos-. Es preciso que conserve la vida, para que la juventud alemana pueda aprovecharse de su experiencia.

Para Rudel no había nada peor que quedarse en tierra, por lo que contestó:

– Mi Führer, no podré aceptar la condecoración, si no se me permite volver a mi escuadrilla.

Hitler, reteniendo aún la mano derecha de Rudel, le tendió un estuche forrado de terciopelo, con la izquierda. En él refulgía engastada con brillantes la condecoración que había diseñado él mismo para Rudel, especialmente. El serio semblante de Hitler se distendió lentamente en una sonrisa.

– Está bien -dijo-, puede seguir volando.

Pero pocas semanas más tarde cambió de parecer y ordenó que Rudel fuese destinado a servicios terrestres. Rudel se enfureció y trató de hablar con Goering, pero éste había salido de viaje. Quiso hablar con Von Keitel, más tenía una conferencia. Sólo le quedaba una solución: entrevistarse con el propio Hitler. Cuando pidió audiencia, un funcionario celoso le preguntó su graduación.

– Soy cabo -bromeó Rudel. El otro rió la ocurrencia del aviador, que un momento más tarde se hallaba hablando con el oberst Nicolaus von Below, ayudante de Hitler en la Luftwaffe, el cual le manifestó:

– Sé lo que usted desea, pero le ruego que no exaspere más al Führer.

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