John Toland - Los Últimos Cien Días

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Los últimos cien días de la Segunda Guerra Mundial en el escenario europeo son la culminación del drama que se ha desarrollado a lo largo de toda la contienda. En esos tres meses los Aliados darán el golpe de gracia al Tercer Reich pero, antes de que éste se hunda definitivamente, Alemania tendrá que soportar una tragedia con escasos precedentes en la historia de la humanidad. Víctima de intensos bombardeos, del frío y la falta de alimento, de los excesos cometidos por las tropas rusas y del terror impuesto por los últimos guardianes del nazismo, la población germana acabará recibiendo la noticia de la derrota con indisimulado alivio.
En estas páginas, el historiador John Toland ofrece una extensa, documentada y apasionante reconstrucción de esos últimos y dramáticos días. Su lenguaje ameno y directo, más cercano al periodismo que al propio de los libros de historia, transporta al lector a los diferentes escenarios en los que se libra esa partida final, en un fascinante relato de interés creciente que logra captar toda su atención desde el primer momento.
Los últimos cien días, un clásico imprescindible del que se han vendido millones de ejemplares desde su aparición en 1965, está considerado hoy día como la obra más completa sobre el final de la Segunda Guerra Mundial en Europa.

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Los mosquitos torturaban continuamente los tobillos del almirante Leahy, irritándole casi tanto como los interminables brindis. El almirante se vertía él mismo la bebida en su copa, con el fin de mantenerse sobrio, pero en general consideraba que la reunión constituía una pérdida de tiempo. Se preguntaba por qué no se marcharían todos a sus respectivos alojamientos a descansar, a fin de estar recuperados para la siguiente jornada de trabajo.

Churchill se puso una vez más de pie e hizo otro brindis, tan optimista esta vez que Stettinius; recordando el deprimido estado de ánimo del primer ministro en Malta, no dejó de asombrarse. Churchill dijo que se hallaban en ese momento en la cúspide de la montaña, y que ante ellos se abría la perspectiva de la llanura.

– Mis esperanzas descansan en el ilustre presidente de Estados Unidos y en el mariscal Stalin, en los que hallamos a los campeones de la paz, y que tras derrotar al enemigo, nos señalarán el camino para vencer la pobreza, la confusión, el caos y la opresión. Esas son mis esperanzas, y al hablar de Inglaterra diré que no regatearemos tampoco nuestros esfuerzos, y que no desmayaremos en secundar las empresas que ustedes llevan a cabo. El mariscal ha hablado del futuro. Eso es lo más importante de todo. De otro modo los mares de sangre vertidos hubieran resultado inútiles y ultrajantes. Propongo un brindis por el radiante amanecer de la paz victoriosa.

Pocos minutos más tarde se propuso el brindis cuadragésimo quinto y final de la velada. Para el cauto y sobrio almirante Leahy, había tardado demasiado en llegar.

Los jefes militares de las tres grandes potencias se reunieron a las once de la mañana siguiente para discutir acerca del informe militar final. Se convino en que a fin de establecer planes, la fecha más temprana en que cabía esperar la derrota de Alemania era el primero de julio de 1945, y la última, el 31 de diciembre del mismo año. Se establecía que la caída del Japón se produciría dieciocho meses después de la de Alemania.

A mediodía se reunió con ellos Churchill, y quince minutos más tarde llegó Roosevelt, demorado por un tratamiento para aliviarse la sinusitis que padecía. Puesto que los jefes militares habían llegado a un completo acuerdo, ya no había necesidad de que los dirigentes políticos occidentales resolviesen más problemas en aquella esfera, por lo que se inició una afectuosa conversación entre el primer ministro y el presidente. Casi una hora después, Roosevelt se dirigió a Churchill y dijo con sonrisa traviesa:

– Esta ha sido una magnífica conferencia, Winston, a menos que vaya usted a París y haga otro discurso diciendo a los franceses que los británicos tratan de equipar veinticinco divisiones francesas más con material americano.

Churchill contestó riendo que jamás había dicho tal cosa, pero el presidente afirmó que «un montón de papeles» probaba que Churchill había hecho semejante declaración después de la reunión de Quebec.

– Sea lo que fuere lo que afirmé en París, lo dije en francés -contestó Churchill-, y nunca sé bien lo que digo cuando hablo en francés, de modo que es mejor que no le preste usted atención.

Poco después de celebrarse la sexta reunión, aquella tarde, los Tres Grandes y sus principales consejeros se reunieron en el patio del palacio de Livadia para que les tomasen unas fotos grafías. A su regreso al salón, Stettinius comenzó a leer el plan que los ministros de Asuntos Exteriores habían redactado acerca de los territorios en fideicomiso, tema que debía ser tratado en las Naciones Unidas. Antes de que estuviese por la mitad de la lectura, Churchill gritó irritado que hasta el momento no estaba de acuerdo con una sola palabra del proyecto.

– ¡No se me ha consultado ni he oído hablar del asunto hasta ahora! -exclamó, tan exaltado que sus gafas resbalaron hasta la punta de la nariz-. ¡Bajo ninguna circunstancia consentiré que los dedos de cuarenta o cincuenta naciones hurguen en la existencia del Imperio Británico! ¡Mientras yo sea primer ministro, no cederé un sólo trozo del patrimonio británico! Al fin Churchill se apaciguó la suficiente para que Stettinius pudiese terminar la lectura del informe, pero aquél siguió enfurecido, y en el momento en que Molotov propuso que se tratase acerca de Polonia, se agitó en su asiento como si se dispusiera a entrar en batalla.

En su papel de mediador, Roosevelt dijo creer que estaban próximos a llegar a un acuerdo sobre el caso de Polonia, el cual, según él, sólo era un asunto «de terminología». Por otra parte, también tenían importancia para él los siete millones de polacos que vivían en Norteamérica, a quienes debía asegurarse que Estados Unidos harían lo que pudiesen para establecer la celebración de elecciones libres en Polonia. Churchill declaró que también él tenía que informar a la Cámara de los Comunes acerca de parecido asunto, y añadió irritado:

– Personalmente no me preocupan demasiado los polacos. Stalin quiso aprovechar esa despectiva manifestación, y dijo rápidamente:

– También hay gentes notables entre los polacos.

Y a renglón seguido elogió sus cualidades como científicos, soldados y músicos. Llegó incluso a decir que eran elementos «no fascistas y antifascistas», tanto en el Gobierno de Lublin como en el de Londres. Churchill atacó inmediatamente el empleo de tales términos, y comenzó una querella de tipo semántico entre él y Stalin, quien terminó diciendo que la Declaración de Europa Libre hacía uso del mismo vocablo.

Los americanos se pusieron al momento en guardia. Esa Declaración había sido idea de Roosevelt, y ensalzaba «el derecho de los pueblos a elegir la forma de gobierno bajo la cual deberían vivir». Una vez Stalin hubo atraído la atención de todos, dijo de improviso:

– En general, la apruebo.

Roosevelt experimentó una gran alegría. Si Stalin firmaba la Declaración, la paz del mundo y los derechos universales del hombre estarían asegurados.

– Este es el primer ejemplo de cómo puede usarse la Declaración -manifestó el presidente, con vehemencia-. En ella está la frase «crear instituciones democráticas de elección propia». -y siguió citando parte del tercer artículo de la Declaración -: «…Formar autoridades de Gobierno interinas plenamente representativas de todos los estamentos democráticos de la población, y procurar en el menor plazo posible el establecimiento de elecciones libres para crear Gobiernos que respondan á la voluntad del pueblo.»

– Aceptamos el artículo tercero -dijo Stalin.

Roosevelt le miró con gesto agradecido y declaró:

– Quiero que estas elecciones de Polonia sean las primeras que se realicen.

Stalin volvió a mostrarse conforme.

El tercero en discordia, Churchill, quedó relegado y quiso sobreponerse:

– No disiento de la Declaración del presidente -dijo un tanto sombríamente-, siempre que se entienda que la referencia a la Carta del Atlántico no se aplica al Imperio Británico. Pero un momento más tarde, Churchill volvió a recuperar la atención de los presentes, cuando manifestó con acento dramático:

– Deseo anunciar que las tropas británicas han comenzado un ataque al amanecer de ayer en la zona de Nimega. Han avanzado cerca de tres mil metros, y ahora están en contacto con la Línea Sigfrido… Mañana seguirá el segundo ataque e intervendrá el Noveno Ejército americano. La ofensiva continuará sin interrupción alguna.

5

La operación «Veritable» halló más dificultades de las que hubiera previsto el más pesimista de sus comandantes. Las tropas hicieron escasos progresos en los campos convertidos en pantanos por los continuos aguaceros. Los tanques se atascaban en los barrizales de las carreteras, y cuando se inundó la carretera clave Nimega-Cleve, se produjo un monumental atasco de vehículos.

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