– Pensaba en la villa que Mecenas le regaló a Augusto. Manlio la pondrá en condiciones enseguida. Mecenas era un coleccionista, así que hay grandes espacios, y yo quiero salas con la luz adecuada, en cuyas paredes colocar las pinturas que me gustan. Y pasear contemplándolas.
El filósofo judío Filón de Alejandría, que deseaba ver al emperador, fue conducido allí y se quedó atónito al ver que revisaba personalmente los trabajos de decoración. Los artesanos estaban montando ventanas cuadriculadas que Filón no había visto nunca; no llevaban protecciones de tela o alabastro, sino finas placas de «cristal transparente», es decir, rarísimos cristales que venían de los hornos de Tiro, y el día entraba en las salas, con el cielo, el sol, los jardines. Luego el emperador se trasladó rápidamente a un pabellón contiguo, donde estaba montando una galería de pinturas. Porque, para el joven emperador que coleccionaba toda forma de arte, llegaban de todas las ciudades del imperio y de los reinos aliados espléndidos regalos encaminados a satisfacer sus gustos.
A esas alturas ya había demasiados senadores que vivían con el corazón en un puño. Temían a las legiones de Domicio Corbulo y a los pretorianos, que, con lo bien pagados que estaban, podían rodear la Curia en un momento. Aun así, algunos insistieron en que julio César había sido agredido precisamente en la antigua Curia de Pompeyo, atacado por la espalda mientras estaba de pie, rodeado de dignatarios que habían fingido pedir clemencia para un exiliado, y ninguno de los suyos había conseguido salvarlo. Sin embargo, otros senadores replicaron que Augusto había vengado implacablemente aquel asesinato, destruyendo no solo a sus autores sino incluso la memoria del lugar donde había sido perpetrado. La vieja Curia había sido cerrada y al lado, a modo de insulto, Augusto había construido las mayores letrinas públicas de Roma.
El recuerdo de la muerte de julio César había anidado también en la mente de Tiberio; por eso había querido en la nueva Curia un asiento aislado y alto. Cayo César se dio cuenta de que era necesario imitarlo, y como a los senadores les aterrorizaban sus formidables e incorruptibles germanos, los Corporis Custodes, con los que era imposible comunicarse, empezó a rodearse de ellos también durante las sesiones.
– ¿Os dais cuenta? -dijo el senador Valerio Asiático, saliendo con ostentoso disgusto de la Curia sometida a vigilancia-. En Roma ya no se sabe si los enemigos son los bárbaros o los senadores.
Mientras decía esto, estaba atravesando el grandioso Foro Romano seguido de su cohorte de partidarios y clientes, y parecía no percatarse de la actitud hostil de la multitud que cedía el paso a sus siervos despacio, casi rozándolos con una negligencia renuente, apartándose en el último momento y solo porque debía hacerlo. Pero sus atentísimos ojos percibían, en aquel peligroso silencio, que habría bastado una incitación, un grito para que -ante la tremenda indiferencia de las cohortes pretorianas y la impasible inmovilidad de los germanos- ninguno de los que, como él, llevaban en la toga la franja de la púrpura senatorial consiguiese llegar vivo al otro lado de la plaza.
La noche en los Jardines Vaticanos
El emperador ya no podía renunciar a los speculatores, los espías. Creía que eran una protección, pero descubrió que eran la más ciega autotortura que podía infligirse. Había muchísimos, desocupados de los tiempos de Tiberio, felices de presentar una scida, un documento, de susurrarle al oído noticias que le harían ponerse lívido. Y sobre su mesa cayó una concreta y grave delación: el senador Papinio y un joven de familia noble que se llamaba Anicio Cerialis habían urdido otro complot.
«La Curia senatorial es un campo de ortigas -había dicho Tiberio-. Puedes arrancarlas hasta destrozarte las manos, pero entre la paja se esconden más.»
Al igual que la paja alimentaba las ortigas de Tiberio, el miedo físico, la pérdida de los privilegios y la ambición alimentaban las intrigas. Y el emperador -con tres años más que cuando había accedido al poder-, con la fría seguridad de la experiencia, hizo arrestar en secreto a esos dos acusados mientras estaban lejos de Roma. Los interrogadores amenazaron con la tortura y ellos -sobre todo el joven Cerialis-, antes de que lo tocaran, cedieron.
– Es verdad -confesó sollozando este último-, se está buscando la manera de asesinar al emperador.
Sin dejar de llorar, declaró que se había visto estúpidamente atrapado por malas compañías.
– Yo quería escapar -dijo-, pero me amenazaron de muerte. Protegedme -suplicó.
Tras hacer estas declaraciones, el joven descubrió que se había convertido para los interrogadores en alguien invulnerable y valioso. De hecho, le prometieron impunidad; y él escogió el camino que, a lo largo del tiempo, muchos otros seguirían con el mismo celo rentable: se arrepintió. Y respondió a las preguntas más allá de toda expectativa, anticipándose incluso a ellas.
– El joven Cerialis -informó el jefe de los interrogadores nos ha enumerado de memoria a sesenta y seis personas. Asombroso; a los escribanos les costaba seguirlo.
Pero resultaba difícil -como resultaría en el futuro- separar las informaciones verdaderas de las invenciones apetecibles. Cerialis pasaría a la historia como uno de los más desastrosos delatores, entre otras cosas porque, entre los acusados, incluyó hasta a su padre, célebre senador contra el que sentía un secreto odio a causa de matrimonios obstaculizados y herencias no compartidas.
– Esto no es una conjura, es un sodalitium -dijo Domicio Corbulo, el único en quien confiaba el emperador.
– Yo creo -contestó instintivamente este- que muchos de esos solo han hablado demasiado y después de haber bebido.
Enseguida fue evidente que el joven Cerialis, con siniestra astucia, los había nombrado a fin de que su inocencia manifiesta suscitara dudas sobre la culpabilidad de los otros.
Entonces, mientras los interrogadores naufragaban, los speculatores, ofendidos en su profesionalidad, demostraron que sabían trabajar y presentaron pruebas que no pudieron ser desmontadas contra cuatro o cinco de aquellos personajes, entre ellos el padre del joven arrepentido y un magistrado de muy alto grado, un cuestor.
– Este es el verdadero núcleo de toda la historia -dijo Domicio Corbulo contemplando aquellos nombres-. El resto era humo. No es tonto, el joven Cerialis.
El emperador no dijo nada. Notó que no se sentía turbado; su alma había envejecido. Pensó, en cambio, que solo tenía que hacer un gesto para aplastar a aquellos cinco.
– La compasión, la sensatez, el buscar el acuerdo, la tolerancia no sirven de nada. Gracias -dijo a los interrogadores, que lo miraban en espera de su decisión-. Es conveniente reflexionar unas horas -añadió con calma.
Mientras ellos salían, vagamente decepcionados, a él le volvió a la mente una frase antigua. ¿Quién la había escrito? «Si tienes el poder, debes defenderlo solo.» Luego, irracionalmente, pensó en Milonia y en la niña, sintió que deseaba furiosamente vivir. En secreto, encerrado en sí mismo, de noche, decidió ejercer aquel derecho absoluto de vida y de muerte que en Capri -cuando aquel sádico liberto le había mostrado las rocas al fondo del acantilado, donde Tiberio empujaba a estrellarse a los condenados- le había producido arcadas.
Ordenó arrestar a aquellos cinco en el corazón de la noche, llevarlos tal como se encontraban, medio vestidos, al otro lado del río, a los jardines del nuevo Circo Vaticano, allí donde años antes había sido arrestada su madre. La elección de ese lugar, inapropiado como pocos para un proceso, a muchos les pareció un cruel homenaje a la difunta. Reunió con furia a un grupo de senadores, los cuales, en cuanto sus cerebros arrancados al sueño se despejaron, vieron la cruel oportunidad de saldar odios antiguos y, todos de acuerdo, constituyeron una especie de confuso tribunal.
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