Maria Siliato - Calígula

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En el fondo de un pequeño lago volcánico, muy cerca de Roma, descansan desde hace veinte siglos dos barcos misteriosos, los más grandes de la Antigüedad. ¿Cómo llegaron estas naves egipcias a un lago romano? Una inscripción en el interior de los barcos puede ser la clave: el nombre Cayo César Germánico, más conocido como Calígula, sea tal vez la respuesta. Esta extraordinaria novela ofrece una nueva visión de la excéntrica y controvertida figura del emperador Calígula, tan despreciada y cuestionada por la historia. Un niño que logró sobrevivir y aprendió a defenderse en un medio hostil, un muchacho que veneraba a su padre y que junto a él descubrió y se enamoró de Egipto. Un joven marcado por la soledad, el dolor, arrastrado a la locura por el asesinato de toda su familia, víctima de las intrigas del poder. ¿Cabría ahora preguntarse si el gran verdugo, el asesino brutal, no fue en realidad una víctima?

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– Tú y yo, nosotros dos, iremos a Egipto. -Oh… -dijo Milonia.

– Lo he pensado ahora. No dormía; este silencio que creáis a mi alrededor es inútil.

No confesó que la idea se le había ocurrido igual que, en la cárcel, un preso descubre una vía de evasión. «Lejos de Roma», pensó, pero lo que dijo fue:

– Egipto se acuerda de mi padre y de lo que hizo, y de cómo perdió la vida. Iremos a donde fueron Marco Antonio y Cleopatra -prometió-. Iremos a Iunit Tentor.

No le dijo a la mujer que temblaba levemente entre sus brazos cuáles habían sido sus largos y melancólicos pensamientos. Se había preguntado qué quedaría del flujo de ideas nacidas en aquellos años. Se había dicho que era un continuo echar piedras al enorme plato de una balanza; pero él estaba solo, y el plato de la balanza, inmóvil.

Al final de su primer año de gobierno, cuando había descubierto que el poder necesitaba garras, se había dicho: «Debería escribir. Pero los escritos son frágiles; basta un gesto para arrojarlos al fuego». Era primavera, cuando el ruiseñor canta en las últimas horas de la noche. Lo había escuchado con los ojos cerrados, hasta que se había callado. Había pensado que quizá Augusto había grabado su historia en bronce y en mármol después de pensamientos como esos. «Escribiré sobre las piedras de los templos, como los antiguos phar-haoui», se había prometido a sí mismo. Su gran proyecto egipcio había nacido aquella noche. Y, tal como él había intuido, ningún historiador hablaría nunca de él; solo las piedras.

Acarició los cabellos de la mujer y dijo:

– Vi el templo de Iunit Tentor con mi padre.

Germánico había murmurado: «Es una biblioteca de piedra». Toda la historia, la ciencia y la mística egipcias estaban esculpidas y pintadas sobre las inmensas superficies de granito: las paredes, las columnas, los techos, los capiteles hatóricos, las hojas y los cantos de las puertas, un vertiginoso acoso de imágenes, sin un palmo de espacio libre.

– Vi, alrededor del jem -dijo el emperador-, las cámaras que habían contenido los instrumentos de los ritos: el oro, el electrón, los perfumes, los instrumentos musicales, las vestiduras sagradas. Pero estaban derribadas y vacías; solo quedaba el recuerdo, las inscripciones esculpidas en las paredes. Los sacerdotes levantaron las trampillas de piedra para que bajáramos a los sótanos; y allí, las inscripciones tenían mil quinientos años de antigüedad. Nos dijeron que dentro de los inmensos machones hay excavadas pequeñas criptas, cubiertas de otras inscripciones secretas, algunas tan antiguas que llevan el nombre del phar-haoui Meriri. Durante la invasión de Augusto las tapiaron y ahora nadie es capaz de encontrarlas. Pero están allí. Los sacerdotes decían que las descubrirán dentro de no sé cuántos siglos.

Un solo pensamiento ocupaba la mente de Milonia mientras escuchaba: «Marcharse de Roma con él, lejos de estos palacios con mil puertas. Fuera de aquí, donde a cada paso encuentras a senadores que cuchichean y a sus mujeres que lanzan miradas de odio».

El emperador recordó que el sacerdote de Iunit Tentor había sugerido a Germánico: «Quédate aquí». No había quedado claro, sin embargo, si era una invitación o una premonición. Se guardó el recuerdo para sí y le dijo a Milonia:

– Hice construir en Iunit Tentor un monumento a mi padre: una gran sala, cuyo techo reposa sobre veinticuatro altísimas columnas. Y ordené que grabaran el episodio de julio César y Cleopatra, y de su hijo, al que Augusto mató a traición. Y ahora nosotros dos volveremos.

Milonia temblaba levemente y el emperador estrechó todo su cuerpo contra sí. Le preguntó si tenía frío. Ella negó con la cabeza y no dijo que, si lo que sentía dentro era auténtico, el segundo hijo del emperador romano quizá nacería en Iunit Tentor.

– Remontaremos el Nilo -planeó el emperador, y al decirlo tenía en mente a julio César preguntando a Cleopatra qué fuente alimentaba aquel río y dónde nacía, desde el principio de los tiempos, el flujo infinito de sus aguas, porque nada había excitado nunca tanto su apasionado deseo de saber-. Desembarcaremos en la isla de Phi-lac -prometió-. El templo de Isis parece una nave de piedra en medio del río, bajo el cielo espléndido. Y alrededor, dos orillas de granito y el desierto, que tiene el color del pelaje del león. Pero el pórtico, donde pondrás el pie cuando desembarques, no estaba acabado y he mandado que lo terminen. Y he mandado también que graben mi nombre.

VII El vigésimo cuarto día de enero en la sala isíaca

… el poder es un tigre agazapado sobre una roca, solo…

Calígula - изображение 9

El dúctil arte de la desinformación

«¡Cómo nos equivocamos aquel día de marzo! -pensaba el senador Valerio Asiático viendo discutir a sus acalorados amigos -Creíamos, confiando en la palabra de un borrachín zafio como Sertorio Macro, que manejar al "muchacho" era un juego. Por suponer eso, Macro perdió la vida, y si las cosas continúan así también la perderemos nosotros.»

Estaba sentado a cierta distancia y, con la lucidez del odio, examinaba mentalmente, como habría hecho un historiador, las acciones del emperador, los campos en los que había actuado, la variedad de sus intereses. «El viaje a la Galia para machacar a Getúlico… Los Germani Corporis Custodes, una fortaleza andante… Los malditos documentos de Tiberio publicados de aquel modo: nos odian tanto que algunos de nosotros vienen a la Curia escondidos dentro de la lectica, tras cortinas tupidas, porque no se atreven a aparecer en los Foros; otros se han enterrado en el campo. Y él va a caballo como un bárbaro; ha viajado más él en cuatro años que otros en veinte. Ha recorrido a caballo toda la costa, desde Roma hasta Reggio. Está aterrorizando a los funcionarios más que Tiberio. Ha enviado embajadores a todas las fronteras, y presume de que no estemos en guerra en ninguna de ellas, ni siquiera en una, desde el Rin Basta el Éufrates… En cuatro arios, solo cuatro arios… Su mente no para de maquinar. Ha puesto en marcha todas las insidiosas reformas que los populares pedían desde hace veinte años. Y ese gorro frigio estampado en las monedas… Ha embriagado a los romanos mandándolos a votar… Cuando un senador muere, y son todos viejos, en su lugar entra un rostro bárbaro que a duras penas habla latín. Dos o tres inviernos más, y estaremos en minoría. Ha cambiado la manera de vestir. Ha vuelto loca a la juventud; están todos con él. -Cada constatación era como una profunda punzada-. Solo tiene veintinueve años… Si el imperio va a ser como él quiere -concluyó, con silencioso espanto-, del que tenemos hoy no quedará nada.» Sin embargo, su lúcido cerebro consideraba que atacar al joven emperador todavía conllevaba riesgos inasumibles.

Se levantó y se incorporó al grupo.

– Estamos perdiendo el tiempo -declaró, dejando caer la voz, como un hachazo, sobre los confusos y veleidosos discursos de sus colegas-. Los romanos lo quieren; los amores estúpidos y peligrosos de la gente ignorante. -Con sadismo, dejó a sus oyentes en un silencio abatido-. Prestadme atención, por favor -dijo después-. Su verdadera protección no son los germanos, es la gente de Roma.

Lo miraron porque sabían que era una gran verdad y les daba miedo. Pero él sonrió, y sus desmoralizados fieles comprendieron que se anunciaban estrategias desconocidas.

Asiático, efectivamente, dijo:

– Debemos hacer descubrir a los romanos que no es el hombre que ingenuamente imaginan. Os pondré un ejemplo: la sesión de ayer. -Miró a su alrededor como un maestro con discípulos poco aventajados-. La discusión sobre aquella ley para el control del gasto público. Yo no estaba presente, pero vosotros salisteis furiosos de la Curia. ¿Qué dijo exactamente?

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