Maria Siliato - Calígula

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En el fondo de un pequeño lago volcánico, muy cerca de Roma, descansan desde hace veinte siglos dos barcos misteriosos, los más grandes de la Antigüedad. ¿Cómo llegaron estas naves egipcias a un lago romano? Una inscripción en el interior de los barcos puede ser la clave: el nombre Cayo César Germánico, más conocido como Calígula, sea tal vez la respuesta. Esta extraordinaria novela ofrece una nueva visión de la excéntrica y controvertida figura del emperador Calígula, tan despreciada y cuestionada por la historia. Un niño que logró sobrevivir y aprendió a defenderse en un medio hostil, un muchacho que veneraba a su padre y que junto a él descubrió y se enamoró de Egipto. Un joven marcado por la soledad, el dolor, arrastrado a la locura por el asesinato de toda su familia, víctima de las intrigas del poder. ¿Cabría ahora preguntarse si el gran verdugo, el asesino brutal, no fue en realidad una víctima?

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– Interrogadlos -dijo el emperador- y juzgadlos según las leyes de Roma.

Se alejó por los jardines, y los senadores dejaron a los conjurados en manos de los inexorables germanos, los interrogaron inmediatamente, antes de que se recuperaran de la sorpresa del arresto. Hicieron careos entre los detenidos y los acusadores; el enfrentamiento más dramático de todos fue el del padre y el hijo, a quien el primero creía todavía en Sicilia y que se odiaban desde hacía años. Ordenaron torturarlos y azotarlos, más violentamente que al resto al que los cómplices señalaban como el jefe.

– Es el cuestor Betileno Baso -dijeron satisfechos al emperador.

Mientras sucedía todo esto en plena noche, el emperador caminaba solo por los senderos del parque que tiempo atrás le había sido muy querido. Buscaba la oscuridad; pero sabía que en esa oscuridad vigilaban, distribuidos en un orden invisible, decenas de infatigables germanos. Se sentía envuelto en una agobiante seguridad y a la vez sentía que no podía esconder la cara. Llegó a la exedra y, a la débil luz de las antorchas, paseó entre los asientos vacíos.

De pequeño, mientras veía morir a su padre, aquel sufrimiento le había parecido tan cínicamente despiadado que se había dicho: «Los asesinos no imaginan la masa de sufrimiento humano que sus acciones provocan». Su alma se había llenado de sueños luminosos y pacíficos, un deseo espiritual de disolver el dolor ajeno. Pero ahora, haciendo balance de aquellos primeros años de gobierno, estaba seguro de que el dolor ajeno no le importaba a nadie. Quien actuaba movido por el demonio del poder era lúcida y orgullosa mente ciego al sufrimiento, bien se tratara de una sola víctima indefensa o bien de cientos de miles de condenados a perecer de hambre en un asedio. Precipicios de crueldad inimaginable. «El poder es un tigre.»

En ese momento le pareció oír voces demasiado altas. En realidad, eran gritos en la muda noche de Roma, gritos proferidos a intervalos, adheridos a los remolinos del río cargado de lluvia.

Un hombre gritaba, y al principio dio la sensación de que era con voluntad de ser oído.

– Todos te odian, a ti y a los tuyos desde hace tres generaciones, malditos…

Pero después fueron bramidos, y entre los bramidos pareció que sonaban nombres. El emperador se alejó. Allí, los interrogadores exigían:

– ¡Habla!

El interrogado gritó a causa del dolor insoportable y al emperador le pareció que decía:

– Calixto…

El emperador se detuvo: ese nombre, en medio de un interrogatorio. Pero no se oyó nada más, aparte de gemidos.

Los interrogadores, como si no hubieran oído, continuaban insistiendo:

– Los nombres, todos los nombres.

El hombre sollozaba, amenazaba, suplicaba:

– Ayudadme…

¿Suplicaba o acusaba? Los interrogadores acosaban, indiferentes al torturador que apretaba; eran verdaderas tenazas, tanacula, aplicadas en los músculos de las piernas. El hombre gritaba, lloraba, vomitaba.

– Los nombres, repite todos los nombres -insistían.

– ¡Ayúdame! -gritó, retorciéndose-. Sácame de aquí… Hablábamos todos los días y ahora no te veo…

El emperador se preguntó, sintiendo que se quedaba helado, si los interrogadores fingían no comprender. Oyó la orden clara y firme de un senador:

– ¡Otra vez!

El grito del hombre fue interminable, y cuando se quedó sin aliento, escupió:

– Mátame…

– No saben nada más -declaró el experto torturador, aunque diciéndolo no sabía a quién estaba salvando.

– A muerte -sentenciaron los jueces.

Se dirigieron al fondo de la oscura exedra donde aguardaba el emperador.

Él preguntó, sin distinguir sus caras:

– ¿Los habéis juzgado?

Sus voces respondieron que sí. Un guardia germánico levantó una antorcha. Estaban blancos; un senador llevaba la toga salpicada de sangre. El emperador pensó que en momentos como ese Tiberio debía de atrincherarse en sus aposentos de Villa Jovis y quizá no veía nada. Allá abajo los gritos no se oían. Aquel senador ordenó:

– Ejecutad inmediatamente la sentencia.

Desde el fondo, una voz gritó:

– ¡Te acordarás de nosotros cuando llegue tu hora!

– Y nada de entregar los cuerpos a los parientes -ordenó el senador-. Arrojadlos al río aquí abajo.

Pareció que el emperador no había oído; los demás fingieron con él. Pero él notaba que la violencia estallaba en su alma como un dique agrietado. Séneca lo había dicho: «El hombre no sabe qué encierra realmente en su interior hasta que no llega la ocasión».

Nadie supo decir dónde y cómo había pasado aquella noche el ambiguo Calixto. Con el tiempo se sabría que aquellos conjurados destinados a morir estaban más cerca de él de lo que se pensaba. Pero antes del amanecer los habían decapitado a todos. Sus cuerpos torturados habían acabado ignominiosamente en el río, allá abajo, donde un remolino lo engullía todo en el acto. El agua corría, alguno quedaría brevemente enganchado en un cañizar, atascado bajo un puente, pero después la caudalosa corriente lo arrastraba todo, lo llevaba lejos, hacia la desembocadura -turbia y arenosa en el Tirreno. Y pasó el peligro de que alguien hablase.

Un mílite llevó al emperador su corcel, Incitatus, nervioso en la oscuridad; y él sintió alivio al pasarle la mano por el cuello, al per cibir su emoción fiel. Inmediatamente, los germanos se apiñaron a su alrededor montados en aquellos caballos altos, de grupa ancha y cascos pesados, una muralla, que venían de las llanuras de la otra orilla del Danubio. Entre ellos, el emperador cruzó el río por el novísimo puente que se extendía sobre cuatro grandes arcos, uniendo el corazón de Roma con el grandioso Circo Vaticano, y pensó con amarga ironía que, después de la inauguración, lo recorría de nuevo precisamente una noche como aquella.

El cielo empezaba a clarear detrás de las negras siluetas de los pinos de Roma. Los hombres que lo acompañaban permanecían impasibles, rostros que venían de tierras lejanas, pero que no podían volver a los países donde habían nacido porque habían escogido combatir contra los de su sangre. Más despiadados que nadie, fieles y fuertes, habían tenido otras aspiraciones; y ahora, aunque no habían entendido una sola palabra latina, estaban orgullosos de cómo había terminado la noche.

Subieron la cuesta del monte Palatino y el emperador pensó que era terrible rodearse de soldados extranjeros en medio de la gente de uno. ¿Era eso el poder?

Atravesó las salas donde esperaban libertos y esclavos, funcionarios y augustianos, exhaustos tras pasar la noche en vela y atemorizados. No miró ni siquiera a Helikon, petrificado en una esquina del atrio. Entró en su habitación y despidió a todos; por primera vez, Milonia lo siguió sin ser llamada y se encerró dentro con él.

La cámara revestida de oro

El emperador dejó caer todas las vestiduras como si estuvieran sucias, pero era de sí mismo de lo que quería despojarse. Se echó en la cama, se volvió boca abajo, escondió los ojos de la luz. Milonia se tendió a su lado; en silencio, le acariciaba la espalda y la nuca. Él esperó que no se diera cuenta de que estaba a punto de llorar.

Entretanto, en la habitación se encendía la luz de un amanecer precioso y en la ciudad el episodio se difundía con todos sus detalles de atroces crueldades. En algunas prestigiosas residencias, las puertas eran cerradas precipitadamente debido a un luto ignominioso y sin funerales; la noticia del tremendo proceso nocturno corría de boca en boca; los demás senadores, despertados con sobresalto, se reunían en corros atemorizados junto a los amigos más cercanos. Pero la Curia estaba vacía y cerrada, desierto el inmenso, triunfal espacio de los Foros, con los pórticos todavía llenos de sombras. En las calles despejadas, entre los palacios cerrados, resonaba el paso regular de las cohortes de Quereas y Sabino que patrullaban la ciudad. Los que ya habían salido de casa se refugiaban en los portales y caminaban deprisa, como en los tiempos de Tiberio. Los Germani Corporis Custodes montaban guardia en todas las entradas del Palatino, insensibles e inmóviles, encerrados en su silencio extranjero.

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