Maria Siliato - Calígula

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En el fondo de un pequeño lago volcánico, muy cerca de Roma, descansan desde hace veinte siglos dos barcos misteriosos, los más grandes de la Antigüedad. ¿Cómo llegaron estas naves egipcias a un lago romano? Una inscripción en el interior de los barcos puede ser la clave: el nombre Cayo César Germánico, más conocido como Calígula, sea tal vez la respuesta. Esta extraordinaria novela ofrece una nueva visión de la excéntrica y controvertida figura del emperador Calígula, tan despreciada y cuestionada por la historia. Un niño que logró sobrevivir y aprendió a defenderse en un medio hostil, un muchacho que veneraba a su padre y que junto a él descubrió y se enamoró de Egipto. Un joven marcado por la soledad, el dolor, arrastrado a la locura por el asesinato de toda su familia, víctima de las intrigas del poder. ¿Cabría ahora preguntarse si el gran verdugo, el asesino brutal, no fue en realidad una víctima?

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Ella intentó protestar, informarse, suplicar. Pero, tal como había previsto el emperador, los germanos no entendían ni una palabra de lo que decían ella y sus mujeres, y le traía sin cuidado. Llegó desfallecida, días después de que hubieran tenido lugar el proceso y las ejecuciones.

El emperador apenas le dirigió una mirada: estaba sucia, despeinada, casi irreconocible por el miedo.

– No hay tiempo para llorar -dijo.

Y ella, que había soñado con el imperio después del asesinato de él, se echó a temblar ante la idea de tener que morir. Sin embargo, él, con una decisión que nacía del yo profundo, hizo que le entregaran las cenizas de Lépido en una urna y, con ese equipaje, la mandó inmediatamente de vuelta bajo vigilancia, en un viaje extenuante.

– No te enviaré lejos -dijo sin mirarla-. Te bastará una isla, como a nuestra madre.

Pero no permanecería mucho tiempo lejos del imperio. Puesto que se llamaba Agripina, como su difunta madre, los historiadores la llamarían Agripina Menor. Era tremendamente ambiciosa y cínica; el destino la había hecho madre, con su violento primer marido, de un niño no deseado y no amado. Ese pequeño se convertiría en emperador y llevaría el nombre de Nerón.

Por la noche, Galba dijo al emperador:

– Mis speculatores me sugieren vigilar a los britanos; sus bandas armadas están moviéndose.

Britania era una isla indómita que, como Germania, nunca llegaría a estar totalmente bajo control romano. A las legiones («estos son hombres de tierra; no es la classis de Miseno») no les gustaba dejar las provincias seguras de la civilitas para trasladarse a esa isla desconocida en medio del Gran Mar Septentrional, azotado por vientos gélidos y lleno de monstruos en sus aguas profundas.

– Pero aun así tendremos que llevarlas -declaró Galba con frialdad de técnico.

– No quisiera perder a estos hombres en medio de ese mar. Ya sucedió una vez con mi padre y fue trágico.

No dijo que la idea de que su nombre quedara vinculado a una guerra le producía un rechazo angustioso; conseguir no declarar guerras era la última isla no sumergida de sus innumerables sueños.

– Quizá sea suficiente con mostrar nuestra fuerza a los britanos -dijo-. Se han olvidado de nosotros porque hace demasiado tiempo que no nos ven.

A orillas del océano Británico, en el punto más estrecho de lo que hoy llaman el Canal, el emperador reunió a tres legiones, como si preparase una invasión, con las máquinas de guerra y de asedio llamadas, ya desde los tiempos de julio César, musculi. En la isla se corrió el rumor de que estaban preparando un desembarco: las legiones ya habían acampado en la playa. Despertaron temores que llevaron días más tranquilos. No estalló ninguna guerra. El sueño -o la utopía- del emperador no se rompió. Pero era una pausa breve; años después, cuando Roma hizo nuevos planes de expansión imperial, la guerra volvería.

Mientras tanto, en Roma, patrullada por los pretorianos como en los tiempos de Tiberio y controlada por Domicio Corbulo, nadie sabía realmente adónde había ido el emperador. Y las noticias de la conjura fulminantemente abortada llegaron como un huracán. Que la intervención del emperador había sido aterradoramente rápida lo confirman los poquísimos días transcurridos entre su partida de Roma y los solemnes ritos celebrados por los fratres arvales en agradecimiento a los dioses, que habían protegido su vida.

– Se ha protegido solo -puntualizó el frío Calixto, por primera vez sorprendido, y preocupado, de haber permanecido ajeno a todo. No obstante, públicamente participó en el rito con ostentosa emoción.

El senador Valerio Asiático, que con sabiduría había conseguido ya controlar cientos de votos en el Senado, paseando por los soportales de la Curia comentó entre los suyos:

– Los necios son siempre responsables de su propia perdición. ¿Cómo podían pensar que los legionarios arriesgarían sus vidas para seguir a individuos como Lépido o Getúlico…? Algunas fieras -añadió con sarcástico odio- son cazadas a campo abierto, con flechas y perros. Pero hay otras -dijo meneando la cabeza- que para cazarlas debes llenar de humo la entrada de la madriguera.

Milonia también se había enterado de todo. Estaba embaraza da y los Alpes estaban cubiertos de nieve, pero ella le había dicho a su hermano que, si no lograba reunirse enseguida con el emperador, prefería morir. Y Domicio Corbulo solo pudo anunciar a este que Milonia estaba llegando a Lugdunum. Así pues, el emperador la vio aparecer en la pesada raeda, el carruaje de origen gálico, y poner pie a tierra con movimientos cautos y un poco inseguros. Y él, rodeado como estaba de tribunos y magistrados, corrió a su encuentro y la abrazó, movido por la misma ternura que había visto de pequeño entre su padre y su madre. Le dijo que no conseguía librarse de ella, como tampoco Germánico había conseguido librarse de Agripina.

– Quería que estuviéramos a tu lado -dijo ella, hablando ya en plural. Y él se quedó sin respiración.

Al día siguiente, al amanecer, contempló con una sensación nueva a Milonia, que, cansada del viaje, dormía con la cabeza hundida en las almohadas. No la acarició para no despertarla; solo le rozó con dos dedos un mechón de sus oscuros cabellos. Pero ella se despertó casi enseguida.

– Tienes que levantarte -le dijo él-, porque hoy nos casamos.

La noticia de que la cuarta esposa del emperador, la madre del heredero imperial, era hermana del glorioso tribuno militar Domicio Corbulo, de extracción plebeya, y no hija de un poderoso pero odiado senador, entusiasmó a las veinticinco legiones del imperio.

De modo que la primera hija del emperador, la que había sido concebida, como en el rito de religiones lejanas, sobre las aguas del lago sagrado, nació en la Galia, en Lugdunum, que más tarde llamaríamos Lyon. Le puso el nombre de Julia Drusila, como su hermana fallecida. Había temblado mientras la pequeña nacía, se había ido lejos a esperar, había hecho promesas como un supersticioso campesino egipcio, no había logrado apartar de su mente lo sucedido en Antium. Esta vez, sin embargo, la felicidad había llegado fácilmente, enseguida. Y él, siguiendo un impulso irracional, decidió enviar al templo del lago Nemorensis ofrendas preciosas para Isis, la Diosa Madre, y para su pequeña, la diosa niña Bastet, representada por una sinuosa gatita.

La nieve había cubierto montes y llanuras del septentrión; era imposible viajar. El emperador, Milonia y la niña pasaron un agradable invierno -tranquilos y caldeados sueños por la noche, el sol sobre la nieve por la mañana- en Lugdunum. El emperador comprendió -aunque no podía decírselo a nadie- por qué Tiberio había considerado Roma un lugar atroz para vivir, hasta el punto de no volver en doce años.

Pero, en su caso, los dioses querían que volviese. Y eso fue lo que hizo cuando, finalizado el invierno, la nieve desapareció de los Alpes. Al llegar a Roma, todos se percataron de que el número de los guardias germánicos que lo acompañaban se había duplicado.

Desde la primera noche, sobre la cabecera de oro y marfil de su cama volvió a agazaparse el dios pálido del insomnio.

– He decidido llamar a Manlio para que venga enseguida -le dijo a Milonia cuando se hizo de día-. Quiero una residencia privada por donde no circule nadie a quien no me guste ver, donde tú puedas ir a cualquier parte del jardín, donde Julia Drusila corra con libertad como todos los niños…

– Oh, sí -contestó Milonia abrazándolo.

Y él la estrechó contra sí.

– Quiero disponer de tiempo para mí, como en Lugdunum.

– Allí ha sido maravilloso -dijo ella con un hilo de voz, porque el corazón le sugirió que días como aquellos no volverían.

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