Maria Siliato - Calígula

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En el fondo de un pequeño lago volcánico, muy cerca de Roma, descansan desde hace veinte siglos dos barcos misteriosos, los más grandes de la Antigüedad. ¿Cómo llegaron estas naves egipcias a un lago romano? Una inscripción en el interior de los barcos puede ser la clave: el nombre Cayo César Germánico, más conocido como Calígula, sea tal vez la respuesta. Esta extraordinaria novela ofrece una nueva visión de la excéntrica y controvertida figura del emperador Calígula, tan despreciada y cuestionada por la historia. Un niño que logró sobrevivir y aprendió a defenderse en un medio hostil, un muchacho que veneraba a su padre y que junto a él descubrió y se enamoró de Egipto. Un joven marcado por la soledad, el dolor, arrastrado a la locura por el asesinato de toda su familia, víctima de las intrigas del poder. ¿Cabría ahora preguntarse si el gran verdugo, el asesino brutal, no fue en realidad una víctima?

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Lo acariciaba como si estuviese implorando, como si adorase, y lo despojaba suavemente de la túnica de estilo griego que tanto había escandalizado a Anneo Séneca, lo mecía con los brazos acercándolo a ella, todo su cuerpo buscaba el de él.

– Te lo ruego -dijo-, ven a vivir en mí. Te lo ruego.

Era una invocación antiquísima, nacida de las religiones más remotas: el dios que se transfunde a la oscura, profunda fecundidad del vientre femenino.

Él estaba cautivado por las caricias que envolvían su cuerpo. Por un instante le pareció un hechizo. Las joyas tintineaban. Ella lo besaba como las sacerdotisas de Frigia besaban las estatuas de los dioses. El emperador cerró los ojos.

El rito isíaco

Pese a la férrea y ciega vigilancia de los germanos, pese a la profunda oscuridad de la noche, en las poderosas camarillas sacerdotales de Roma al día siguiente se esparció el rumor de que en aquella nave de oro, dedicada a una maléfica divinidad extranjera, una sacerdotisa procedente de lejanos países había sometido al emperador a turbios e indescriptibles ritos que lo harían invulnerable.

Y unos días después se supo que la noche del plenilunio de marzo, en la nueva vía de mármol que rodeaba el lago había aparecido -quizá por obra de un encantamiento de esas divinidades sepultadas entre el Nilo y el desierto o por una poderosa invocación de los reinos infernales- un largo y serpenteante cortejo de extranjeros con trajes blancos de lino, que caminaba sobre una alfombra de flores con lámparas y luces, música de extraños instrumentos, coros, incensarios y perfumes. Muy lentamente, aquella multitud había subido a bordo de la nave de oro, que sostenía un templo de mármol y se movía mágicamente sin remos y sin velas. Y la nave de mármol no se había hundido.

Por último había llegado el emperador, con vestiduras relucientes de gemas y filigranas pero tan insólitas que si lo habían reconocido era porque alguien había conseguido verle la cara. Junto a él caminaba esa sacerdotisa extranjera de cabellos del color de la noche, de la que ya hablaba toda Roma. El emperador había puesto la mano sobre aquel enorme timón (ningún marinero, por cierto, había visto nunca uno igual) y la proa de la nave había girado hacia la luna, que estaba saliendo, mientras los remos de la segunda nave apenas golpeaban el agua.

Así pues, el senador Lucio Vitelio, que poseía una grandiosa villa en el vecino monte Albano, se encontró asistiendo, aquel resplandeciente plenilunio de marzo, al primer rito isíaco a bordo de las naves sagradas en el lacus Nemorensis. Y a la noche siguiente se aventuró a preguntar al emperador el significado de aquella ceremonia.

El emperador sonrió.

– Por primera vez se ha celebrado un rito sin víctimas inocentes y sin sangre.

Y como precisamente ese misterio suscitaba en muchos siniestros recelos e inquietudes, Vitelio preguntó:

– ¿Un rito a qué dios?

El emperador se quedó un momento pensativo y respondió:

– Quisiera ponerte un ejemplo. Mira esa luz lunar: no sabemos qué es, pero nos ilumina a todos por igual.

Vitelio miró la luna sin comprender, y su sonrisa obsequiosa se transformó en una mueca irónica.

Mientras tanto, el emperador continuaba:

– Mi padre dijo un día: «Nuestros ojos ven poco, nuestros oídos no oyen, pero nuestra mente va mucho más lejos. Y los hombres no saben que, por más que luchen ferozmente, por más que hablen, discutan, recen con infinidad de palabras distintas, en realidad todos buscan, de la misma forma y en su alma, Aquello que sus ojos no consiguen ver».

El severo Vitelio escuchaba, y como lo movía una tremenda ambición de poder, pensó que el imperio había caído en manos de un extraño filósofo, pero que quizá eso permitiría desembarazarse de él sin desencadenar revueltas populares. A él, la frontera entre filosofía y locura le parecía reducidísima. Seguía sin decir nada.

– Este lago -dijo el emperador- es un monumento al sueño por el que mi padre dio la vida: la difícil paz entre los hombres. Y como ves, hoy tenemos paz en todas nuestras fronteras.

Era verdad. Durante su gobierno, desde el limes del Rin hasta el del Danubio, las orillas del Ponto Euxino, los desiertos nabateos, el sur de Egipto y de Mauritania, no hubo un solo día de guerra. Pero Vitelio se dijo que entre la idea de la gloria y la de la paz había tanta armonía como entre un lobo y una oveja encerrados en el mismo recinto. Y cuando fue a Roma sintetizó sus razonamientos contando que el emperador, vestido de forma extraña, «conversaba con la luna».

El correo caído en un precipicio

– Así ha sido -dijo en Roma Calixto, con su voz metálica, al senador Anio Viniciano- como ha decidido divorciarse. Por carta, como Marco Antonio con la hermana de Augusto: «Tuas res tibi agito», coge tus cosas. Parece increíble que la mujer más bella del imperio haya terminado siendo expulsada del palacio como una sierva. Y por esa otra, que tiene tres años más que él.

El ambicioso senador Viniciano había estado secretamente implicado en la conjura de Sertorio Macro, pero había aconsejado, prevenido, frenado y disuadido sucesivamente a sus cómplices con tal arte que, si ellos vencían, él era el jefe, mientras que si eran descubiertos él salvaba al emperador. Aun así, estaba lógicamente muy preocupado y preguntó, como una mujer en el mercado:

– Pero ¿es algo serio? ¿Es verdad que está embarazada?

No era una pregunta hecha con ánimo de chismorrear, porque él también tenía una hija joven y, pese a todo, habría cambiado con entusiasmo de política si el emperador hubiera puesto los ojos en ella.

– Esos dos no dicen nada. -Calixto sonrió-. Como los campesinos egipcios, temen que el espíritu con cabeza de chacal rapte a su primogénito. Pero, viéndola a ella -concluyó, consciente de que iba a desilusionar irreparablemente al orgulloso senador-, yo creo que no esperaremos mucho.

Viniciano se alejó, pensando con rabia que la odiada familia Julia estaba destinada a continuar.

Pocos días más tarde, al amanecer -la hora en que el emperador, saliendo del insomnio, convocaba a sus colaboradores de más confianza-, un informador, uno de esos speculatores anónimos que estaban quitando la paz a muchos poderosos de Roma, recorrió un discreto pasaje de servicio y, escoltado por dos mudos guardias germánicos, pidió audiencia.

El emperador escuchaba ya a sus informadores personalmente y no quería testigos.

Este entró sin que lo vieran, y se alegró de demostrar que valía el dinero recibido: llevaba, anunció, las fragmentarias pero alarmantes noticias de un complot, un terrible plan de asesinato.

– No son solo rumores, Augusto -dijo-, son dos documentos escritos, pruebas. Ha llegado a nuestras manos una imprudente correspondencia entre un tribuno que está en el Rin, en Maguncia, y alguien de Roma. Vimos partir a un correo de Maguncia con demasiada prisa y de un modo extraño. Lo seguimos a distancia. Se cayó del caballo en un lugar desierto de los Alpes.

El espía sonrió despiadadamente. El emperador lo escuchó, y cada palabra intensificaba su alarma. El hombre que había escrito el mensaje, y lo había confiado a aquel incauto correo, se hallaba peligrosamente en el interior de las legiones, estaba al mando de miles de hombres. El espía desplegó la hoja y la dejó, como si fuera un objeto precioso, sobre la mesa. El emperador leyó: era una promesa clara de entrar en Roma y, en cuanto lo hubieran matado a él, conquistar el voto del Senado con la fuerza de las legiones. Para dar mayor peso a la operación, el autor enumeraba a sus cómplices: otros cinco tribunos. Al final destacaba su firma: «Lentulo Getúlico, dux de las legiones de la frontera renana», el limes del imperio. Su poder militar era teóricamente enorme.

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