Los germanos obedecieron en el acto sin rechistar. Con una sensación de triunfo, él vio que ninguno de los oficiales y legionarios manifestaba la menor reacción ante aquella trágica orden; permanecieron inmóviles, perfectamente formados. Tribunos y centuriones lo miraban a los ojos, esperando más órdenes. Y él, inmediatamente, puso las ocho legiones bajo el mando de aquel quincuagenario tribuno militar de toscas y sencillas costumbres que se llamaba Servio Galba y que la noche pasada había acudido a su mente.
El sol, el viento y las dificultades habían trazado profundas arrugas en el rostro de Galba, tal como lo vemos en sus bustos. Bajo los cabellos espartanamente cortos, la forma del cráneo era redonda, arcaica, un signo de tenacidad inconmovible. Y el emperador vio que bastaba la voz de Galba, su primera orden, para que la guarnición se pusiera firme sin vacilar.
Mientras tanto, el incauto y necio Lépido apenas había tenido posibilidad de sorprenderse. Tras un fulminante juicio militar, el tiempo de poner ante sus ojos aquellas dos cartas desastrosas («jamás -dijo Galba, que presidía- se habían visto documentos tan criminales y al mismo tiempo estúpidos»), Lépido, Getúlico y los cinco tribunos fueron condenados por traición a la majestad del pueblo romano. Y al joven emperador, la tremenda ley concebida por Augusto le pareció sabia y preciosa.
– A ninguno de estos traidores se le debe conceder el suicidio -declaró-, porque ninguno de ellos ha luchado nunca por Roma. Además -le dijo a Galba, que permanecía a su lado en silencio-, ninguno de esos cobardes lo ha pedido. -Ordenó, por desprecio, que la ejecución fuese efectuada por sus germanos.
Los guardias germánicos se llevaron uno a uno a los siete, les arrancaron los galones, les descubrieron el cuello y, con las muñecas atadas a la espalda y los tobillos trabados por los cordones que se ceñían a los corvejones de los potros sin domar, los hicieron arrodillarse en fila, a la distancia justa y precisa. Ninguno de ellos -ni ejecutores ni condenados- emitió durante toda aquella lenta operación el sonido de una sola palabra. Llegó el verdugo, que superaba en altura a todos los demás, de fuertes espaldas y largos cabellos rubios que, al juntarse con la barba, formaban un casco alrededor de la cabeza. Miró al emperador, esperó su silencioso asentimiento, caminó lentamente hacia Lépido, el hombre que se había casado con la hermana del emperador y que, de rodillas sobre las piedras del patio, temblaba, llegó a su altura y se detuvo.
A continuación levantó despacio, con las dos manos, su pesada espada barbárica y, con una terrorífica contorsión de todos los músculos del cuerpo, desde los talones hasta los hombros, la abatió con fulminante potencia mientras lanzaba destellos, iluminada por el sol. La cabeza del hombre arrodillado rodó por el suelo; su cuerpo cayó hacia un lado. Y la violencia había sido tal que la sangre no empezó a manar hasta pasados unos instantes.
El verdugo, con la misma calma espeluznante, se puso al lado del siguiente condenado, que era Getúlico. El emperador vio que este había cerrado los ojos. Con él y con los otros cinco, el verdugo repitió exactamente los mismos gestos. En ningún caso fue necesario un segundo golpe. Cuando las siete cabezas estuvieron en el suelo, se volvió, miró al emperador y lo saludó levantando la hoja ensangrentada del arma. Durante todo ese tiempo, entre los miles de hombres presentes no se había oído una voz. Y el emperador se dio cuenta de que ordenar la muerte de alguien ya era simplemente -como lo había sido para Augusto y Tiberio- la fría y omnipotente sensación de un instante.
Musculi, máquinas obsidionales
Por la noche, el emperador se sentó a la mesa en el praetorium. No le pesaba el cansancio del viaje y constató que lo sucedido le producía alivio, sin turbación de ninguna clase.
A su derecha, Servio Galba, el nuevo comandante del frente del Rin, levantó con moderación la copa de vino.
– Tu padre habría actuado igual que tú -declaró escuetamente-. Pero tú quizá seas incluso mejor jinete que él. Nadie más podría haber recorrido tantas millas en tan pocos días.
– Me enseñó a montar el tribuno Cayo Silio -recordó el emperador, y el nombre los emocionó a los dos.
Los historiadores escribieron que, en los pocos años de su reinado, Cayo César había recorrido bastantes más millas que otros emperadores que dirigieron el imperio mucho tiempo. Resistía las fatigas del viaje, cabalgar, navegar en estaciones peligrosas, encontrar en los caminos el sol de Sicilia y el invierno en los bosques del Rin. Viajando así, sin estorbos y sin anunciarse, como le había enseñado Germánico, descubría la realidad de las cosas, fuera del enmascaramiento de la pompa oficial. Su llegada aterrorizaba a algunos y entusiasmaba a muchos. Se preocupaba de que las vías del imperio favorecieran los traslados rápidos. Se enfurecía con los curatores viarum -que eludían más que el resto los controles sobre el dinero gastado- si encontraba polvo y barro. Se las compuso para que a un cuestor holgazán que descuidaba las vías de Roma unos mílites le salpicaran de barro la toga. Y la anécdota había llegado a las legiones, que pisaban más barro que nadie.
Ahora, entre las legiones del Rin, los olores, las voces, los lejanos toques de las bocinas que señalaban el cambio de centinela en las vigiliae nocturnas, una orden transmitida con la tuba en el inmenso castrum, otra con el lituus, volvía un mundo familiar, y sin duda alguna podría dormir.
– Es bueno que estés aquí -dijo Galba-. Este es el lado débil del imperio. Has pacificado la frontera del Éufrates, pero esta frontera no se pacificará nunca. Si un día, dentro de cuatrocientos años, enemigos de los que hoy no imaginamos ni el nombre rompen los limina, las fronteras del imperio marcadas por Augusto, para dirigirse a Roma, no cruzarán el Éufrates o el Danubio, sino el Rin.
El emperador le contó que, en los años que pasó en Capri, había tenido tiempo de leer -y de meditar sobre él- el compendio de ciencia militar del gran Vegetius, Epitome de re militari, que entre otras cosas hacía una relación de durísimos consejos para impedir rebeliones y desfallecimientos entre los legionarios, como esos a los que Getúlico había dejado ir a la deriva.
– Excepto mi legión -replicó sin sonreír Galba, que era famoso por su mano de hierro-. Con todos los demás, empezaremos mañana por la mañana. Centuriones y decuriones aplicarán todos los reglamentos al pie de la letra. Y los castigos. Ordenaremos una serie de maniobras. Es el ejercicio más saludable: hacerlos andar por los bosques con equipo de combate, dormir al raso, cavar fosos. Cuando les digas que paren, te darán las gracias.
Anunció que tenía en mente la lista de los oficiales que a la mañana siguiente, cuando se presentaran en el praesidium, eliminaría de los mandos y despediría en el acto; les daría el tiempo justo de hacer el equipaje. Dijo que sabía a qué hombres ascender para que ocuparan sus puestos. Garantizó que las legiones, una vez enderezadas, limpiarían las orillas del Rin de las incursiones germánicas.
Mientras tanto, la ambiciosa hermana del emperador, que había partido perezosamente en un carruaje cubierto, se había percatado con terror de que no era escoltada con los honores correspondientes a su rango, sino controlada como una prisionera por dos cordones de guardias germánicos que pasaban sin detenerse por las mansiones donde habitualmente se descansaba, se preparaban guisos de carne salada, se lavaban sumariamente en los arroyos, bebían su alcohólica cervisia de cebada y lúpulo, acampaban en los bosques y la obligaban a dormir, con sus mujeres, acurrucada dentro del carruaje.
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