Todos rieron.
Las noches del último invierno
Era invierno. La oscuridad descendía rápidamente desde un cielo tenebroso sobre los tejados de la inquieta ciudad. Al emperador le parecía que todos los ojos de Roma apuntaban hacia las ventanas y las galerías de su queridísima pero ahora insoportable domus, pendientes de las luces, preguntándose qué estaba sucediendo allí. Desde todas las colinas de alrededor, el monte Palatino era una referencia, y para muchos ya un objeto preciso de odio.
– En invierno la noche es demasiado larga-murmuraba Helikon añorando los cielos egipcios, y contaba los vieses que separaban Roma de las claras y perfumadas noches de la primavera.
Pero el emperador, pese a las tisanas y los misteriosos licores de sus médicos, estaba cada noche más angustiado por la certeza de no ser capaz de dormir. La oscuridad abría un espantoso diálogo interior; como animales hacinados en un recinto, se agitaban los excesivos muertos de aquellos últimos meses, sus escurridizos enemigos, la ansiedad por el futuro. Como un maleficio, la maldita casa de la Noverca estaba allí, a pocos pasos. Se insultó a sí mismo por no haberla destruido.
Los aposentos imperiales privados eran cada vez más una isla de siniestra soledad. Entre estos y los germanos y los pretorianos de Quereas había otras salas. Él llegaba al extremo de atrancar la puerta antes de intentar conciliar el sueño. Esperaba el amanecer, los cada vez más perezosos amaneceres invernales, tendido en su cama, solo. Pero a veces, en el corazón de la noche, se levantaba y se dirigía por sorpresa, despertando sobresaltadamente a los vigilantes y las esclavas, a los aposentos de Milonia, que nunca se había atrevido a .violar su soledad y había entrado en las estancias imperiales una sola vez: la terrible noche de los jardines Vaticanos.
El emperador llegaba al dormitorio de ella, cuya puerta estaba siempre entornada y donde un débil candil se consumía en un rincón, se tumbaba en la cama y la abrazaba como había abrazado a su madre. Y mientras estaba así, notaba que las mejillas de ella se cubrían de lágrimas. Entonces la acariciaba, la estrechaba, con todo su cuerpo pegado al de ella, le susurraba: «Dame mi pequeño emperador», y ella se ofrecía con un complaciente candor de virgen. Sin embargo, otras noches de aquel largo invierno se echaba una capa sobre los hombros y salía a caminar en la oscuridad de la galería. Sabía que Helikon dormía acurrucado en cualquier rincón detrás de su puerta y lo entreveía: la noche de un perro fiel junto a su amo. Lo miraba, con cuidado de no interrumpir aquel profundo sueño juvenil, y volvía a tumbarse sin esperanza en su lecho vacío.
La noche siguiente, cuando siervos silenciosos empezaban a trajinar en sus maravillosas salas encendiendo candelabros, lámparas y candiles, él se preguntaba, angustiado, qué haría durante las horas de oscuridad. Y con una sonrisa desesperadamente ambigua, preguntaba: «¿Qué habéis pensado para esta noche?». Sabía que decenas de individuos, varones, hembras, ambiguos bellísimos y viciosos estaban deseando proponerle espectáculos y juegos nuevos, desenfrenados e impúdicos. La siniestra anestesia funcionaba unas horas; y él se abandonaba a ella, igual que los esclavos de la Subura se emborrachaban en la fiesta de Diana.
Luego, como una liberación, llegaba un atisbo de luz desde las ventanas y, pese al frío, él ordenaba abrirlas y apagar las lámparas, y respiraba contemplando el amanecer, mientras las mujeres y los muchachos semidesnudos entre los cojines tiritaban riendo. Y mientras que, desde el interior de la sala humosa, él miraba la consoladora luz de la mañana, sus expertos compañeros, en cambio, lo observaban a él, observaban sus párpados hinchados, la vacilación entre irse y quedarse, el no responder cuando le hablaban…
Veía el alba como un preso al que le abren la puerta. La luz traía las horas constructivas, los encuentros vitales con los funcionarios fieles, los mensajeros entusiastas de las provincias, los embajadores amigos, los hombres que con él -seducidos por sus sueños juveniles- construían un mundo futuro. Sus amigos llegaban de tierras lejanas, lo veían como al dios benéfico de sus esperanzas: el aire del río de Roma no los había emponzoñado. Es más, pecaban de ingenuidad respecto a la terrible Roma, estaban indefensos. No se percataban de la turba de senadores que se congregaba en torno a la Curia. Extasiados, veían el poder solo en él.
Pero él ya sabía que estaba vacío por dentro, como las estatuas de bronce de Tiberio. Percibía el asedio de aquellos seiscientos cerebros, sabía que podía contar con pocos. Presentía que alguno de sus encarnizados enemigos había logrado introducir hombres en la intimidad de los palatia.
Pero el día que, con desesperación, se decidió a hablar de ello con Calixto, este, sin inmutarse, dijo:
– Eso ha pasado siempre. Es el precio de la celebridad. -No estaba claro si lo hacía por rabia o por diversión, o quién sabe por qué antigua venganza-. Mira Egipto, Augusto. Cleo, nuestra reina más grande, para Roma fue una mujerzuela. Nuestro místico Helikon dice…, yo no entiendo de eso…, que el Halcón, Horus, y la Esfinge, y la Serpiente, el Ourohorus, son símbolos (le ideas espirituales tan elevadas que las palabras resultan insuficientes. Sin embargo, filósofos griegos y senadores romanos han dicho que Egipto adora a los animales y es una tierra bárbara. ¿Y por qué lo han dicho? Porque para Roma habría sido vergonzoso destruir la civilización más antigua de la tierra. Ahora los blancos somos nosotros, tú, Augusto. La otra noche, bromeando, besaste a aquella bellísima Nymphidia en el cuello y le dijiste: «Y pensar que sería posible cortártelo…». Contaron que amenazaste con hacerlo, que aterrorizaste a los invitados.
El emperador no contestó y Calixto, consciente de cuánto lo había herido, se dirigió a Helikon:
– No existe acción que las palabras no puedan tergiversar. Es un juego. Si el enemigo dice que es de noche, tú debes decir inmediatamente lo contrario. Pero alguien observa que es de noche de verdad. Entonces tú contestas que el enemigo lo ha dicho demasiado pronto o demasiado tarde, o demasiado fuerte y te ha asustado, o en voz baja y no se le entendía. Si ni siquiera eso es creíble, siempre podrás sostener que el enemigo lo ha dicho con una finalidad secreta, para dar una cita a una mujer, o para recordar a un sicario que debe matar a alguien aprovechando la oscuridad. Sea como sea, al final, tu enemigo habrá cometido un error y parecerá un monstruo. Y como decir que es de noche es algo banal, mientras que revelar que con esa palabra se quería asesinar a un senador impresiona a todos, jueces e historiadores se quedarán con esa frase y no con la primera.
Calixto siguió riendo mientras se alejaba. El emperador no había reaccionado. Se había acordado de aquel día, en la terraza de Capri, en que Calixto, ahora demasiado poderoso, había pasado por delante de él, con modesta ropa de esclavo, transportando un jarrón. Se dio cuenta de que estaba cansadísimo. El poder estaba escapándosele de las manos, como si fuera agua.
Helikon, que estaba cada día más atemorizado y confundido, le susurró:
– Me aterra pensar qué escribirán dentro de trescientos años sobre nosotros.
Eran las mismas palabras que había pronunciado Druso una de las últimas noches, mientras recogía aquel diario. ¿Había sido el pobre Zaleucos el que había dicho, citando a no sé qué filósofo, que cuando la mente se llena de recuerdos es señal de que la muerte está cerca?
Entretanto, Helikon hablaba infantilmente de otra cosa. ¿Qué escribirían, dijo, de las cremas que convertían en seda la piel de las mujeres o en suaves ondas de luz sus cabellos, cuando nunca habían tenido mujeres o muchachos así en sus cubículos? ¿Qué escribirían sobre las complicadísimas salsas del gran Apicio, que hacían la glotonería insaciable, cuando se negaban a probarlas? ¿O de las pocas gotas de nieve fundida que animan la copa de vino añejo en la somnolencia del verano? ¿O del muelle placer de los lechos de estilo sirio? ¿Cómo describirían la sabia elegancia de la ropa? El emperador había escuchado sonriendo, diciéndose que para Helikon todas las maravillas de la vida estaban encerradas en esos pequeños ejemplos; era un niño, Helikon.
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