Maria Siliato - Calígula

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En el fondo de un pequeño lago volcánico, muy cerca de Roma, descansan desde hace veinte siglos dos barcos misteriosos, los más grandes de la Antigüedad. ¿Cómo llegaron estas naves egipcias a un lago romano? Una inscripción en el interior de los barcos puede ser la clave: el nombre Cayo César Germánico, más conocido como Calígula, sea tal vez la respuesta. Esta extraordinaria novela ofrece una nueva visión de la excéntrica y controvertida figura del emperador Calígula, tan despreciada y cuestionada por la historia. Un niño que logró sobrevivir y aprendió a defenderse en un medio hostil, un muchacho que veneraba a su padre y que junto a él descubrió y se enamoró de Egipto. Un joven marcado por la soledad, el dolor, arrastrado a la locura por el asesinato de toda su familia, víctima de las intrigas del poder. ¿Cabría ahora preguntarse si el gran verdugo, el asesino brutal, no fue en realidad una víctima?

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Saturnino se quedó desconcertado por la dureza de Asiático, pero enseguida encontró otro blanco:

– El barco que transportó ese obelisco desde Egipto no puede permanecer en el mar de Roma. Es un maleficio. Hay que llenarlo de piedras, hundirlo.

Igual que se echa un hueso a un perro, Asiático cedió. -Lo haremos.

Pero accedió tan deprisa porque se le había ocurrido que el larguísimo casco de esa nave podía servir para algo en lo que, por el momento, nadie pensaba.

De hecho, lo remolcarían hasta el nuevo puerto de Ostia -el futuro puerto Claudio- y allí lo hundirían para reforzar el muelle. En esa zona, Asiático poseía terrenos que, gracias al nuevo puerto, se revalorizarían.

Saturnino continuó atacando, codex en mano.

– Ese templo egipcio, ese veneno en el corazón de Roma que me da escalofríos cuando paso por delante… Lo arrojaremos todo al río… ¿Os acordáis del terror que se había extendido por Roma con el viejo templo isíaco en la época de Julio César? ¿Os acordáis de que el cónsul Emilio Paulo tuvo que subirse él mismo al tejado y romperlo a hachazos con sus propias manos, mientras abajo todos gritaban que los magos egipcios harían caer un rayo? -Dio un trago y gritó-: ¡El tejado del templo fue lo que cayó! Pero este -ninguno de ellos nombraba nunca al emperador-, este lo ha hecho cinco veces más grande. Pero nosotros lo derribaremos hasta la última piedra. Cuando los romanos se despierten, ya no encontrarán nada de lo que habían visto el día anterior.

Su furia destructiva era arrolladora. Asiático previó que la devastación del templo isíaco en el corazón de Roma induciría a la plebe romana a dejarse arrastrar por un remolino de antiguas intolerancias y supersticiones, lo cual era algo muy útil. Y se declaró de acuerdo con una beatífica sonrisa.

De hecho, quemarían los antiguos papiros, devastarían las estancias, volcarían las estatuas, las arrojarían al río junto con los instrumentos del culto y los cadáveres de los sacerdotes.

– El altar donde los sacerdotes egipcios queman sus venenosos perfumes -dijo Saturnino-, esa mesa de bronce y oro cubierta de signos abstrusos, es un terrible instrumento de magia. Debemos cogerlo inmediatamente, destrozarlo, fundirlo en un horno antes de que alguien lo esconda…

Saturnino bebía y consultaba sus notas.

– Aquel infausto discurso de su primer día, aquel que hasta todos vosotros aplaudisteis, aquel que grabamos estúpidamente en el Capitolio…

Asiático lo tranquilizó:

– Mandaremos a cuatro peones con mazas de hierro y tirarán abajo esa placa en un santiamén.

Entonces intervino el intrigante Anio Viniciano, que, desde el fracaso de la conjura urdida torpemente en la Galia, estaba dominado por el rencor y la desilusión:

– Sobre todo, estemos atentos a los escritos, los diarios, los libros. Hay que sacarlos de las bibliotecas, retirarlos de los comercios, como el que está junto al Templo de la Paz. Hay que quemarlo todo.

– Eso es más importante que derribar las paredes -aprobó Asiático con convicción. Luego buscó con la mirada al escritor Cluvio Rufo y dijo sin exaltarse-: Y tú, Cluvio, que gustas de escribir y tienes tiempo de hacerlo, por favor, escribe. Dentro de unos años no quedará nadie que cuente los abusos y las brutalidades que este ha cometido contra nosotros. En cambio, si, como dice Séneca, en alguna biblioteca encuentran tu relato, los historiadores futuros dirán: «Este es un testigo auténtico, alguien que estaba allí en aquella época». Y se sabrá cómo hemos salvado Roma.

Entonces Saturnino levantó los ojos de su escrito y dijo a voz en cuello, trabándosele la lengua a causa del vino:

– ¡Esas enormes naves del lago Nemorensis, esas cuevas de maleficios que se mueven sin velas y sin remos, el monumento a la ruina del imperio…!

– Sí, mandaremos una guarnición -convino duramente Asiático-. Nadie podrá acercarse. Hay que deshacerse de todo enseguida…, estatuas, instrumentos…, ahogar a los sacerdotes, llenar de piedras los cascos de las naves, abrir brechas en las tablazones, dejar que se pudran en el fondo.

El senador Asiático era hombre de pocas palabras, muy dado a pronunciar frases lapidarias, y todos advirtieron que esa vez, en cambio, entraba rabiosamente en detalles.

Ese arquitecto será expulsado en el acto de Miseno. Después ya veremos qué hacemos con él -añadió.

Asiático estaba pensando, con clarividencia, que esas naves flotando en el agua no eran solo un monumento, sino que además alimentaban un sueño. Pero, mientras hablaba, veía frente a él al senador Marco Vanicio, que abrigaba proyectos iguales que el suyo; astuto aliado ahora en la persecución del poder, violento adversario en el momento de compartirlo.

Vanicio, efectivamente, intervino con suficiencia:

– Estás hablando de cómo limpiar la casa, pero nos olvidamos de cerrar las puertas.

Sus partidarios rieron y el senador Asiático pensó que eran unos incautos, pues de ese modo se habían descubierto. Pero esos problemas quedaban para días futuros.

La frontera oriental del imperio está hecha trizas -prosiguió Marco Vanicio- y no nos ocupamos de ella.

Mi consejo -repuso Asiático con calma- es que, aprovechando que estamos reunidos, decidamos ahora a quién mandaremos a poner orden allí. Yo propongo a Lucio Marso. He hablado largamente con él. Es un hombre de hierro, sangre de montañés de la Marsica, veinticinco años en las legiones. Propongo que parta inmediatamente, en secreto. Cuando llegue el momento, todos descubrirán que él ya está en Antioquía.

Lo escuchaban apiñándose y aprobaron la propuesta en el acto. Pensaban en los cargos que asumirían, en las tierras que volverían a sus manos, en el inmenso e incontrolado poder que estaba aflorando de nuevo.

– Esto es lo que haremos -dijo Asiático-: a ese Polemón, ese literato al que ahora llaman el rey del Ponto, le dejaremos elegir adónde quiere ir tranquilamente a exiliarse y escribir poesías.

Rieron. Uno tras otro, volvieron a tumbarse en el triclinio, se pusieron de nuevo a comer perdices y olivas, se sirvieron vino. Pero no eran charlas de sobremesa; eran implacables decisiones estratégicas.

En realidad, Polemón, el rey poeta, sería expulsado fuera de las fronteras. Dejaría, no obstante, un epigrama escondido entre las páginas de la Antología Palatina : «Mira: esta calavera fue el más alto baluarte del alma, el envoltorio de la mente occisa. Y te invita: bebe, regocíjate, corónate de flores. Porque muy pronto tú también serás una cavidad vacía».

Valerio Asiático levantó la copa.

Ese príncipe árabe de los nabateos…, todos los reyes de ese país se llaman Aretas, uno tras otro… -dijo, riendo-, bastará presionar en la frontera, obligarlo a retroceder cada vez más hacia el desierto. Tienen mucho espacio, en el desierto.

Todos rieron. Y las legiones no tardarían en ocupar Petra, la maravillosa ciudad excavada entre rocas de pórfido y arenisca, harían retroceder al último rey a los desiertos del norte. La tierra nabatea se convertiría en la provincia de Arabia.

Cada proyecto traía otro consigo.

¿Y todos esos pequeños príncipes…, de Comagene, Armenia, Emesa, Calcis, Edesa…?

– Tranquilo, les ajustaremos las cuentas uno a uno -prometió Asiático con calma-. Será fácil. No tienen fuerza militar, se limitarán a protestar.

En efecto, los pequeños príncipes inermes se reunirían en Tiberias para decidir qué hacer. Pero el legado de Siria -que será precisamente Lucio Marso-, los mandaría de vuelta a casa declarando que Roma no podía perder el tiempo con ese conciliábulo de dinastas.

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