¿Todo el poder al campesinado más brutal, al equivalente social de las «chicas junto al agua» del teatro? ¿Ellos gobernarían el país? ¿Aquellos trabajadores de tropa que tiraban a un hombre desde un tejado mientras sus hermanos en la calle, abajo, golpeaban su cuerpo con palos?
Las masas han de comprender que los representantes de los Trabajadores de los soviets son la única forma posible de gobierno revolucionario… ningún apoyo para el gobierno provisional.
¿De modo que el gobierno provisional no era lo suficientemente revolucionario para quien escribía aquello?
Abolición de la policía, el ejército y la burocracia… nacionalización de toda la tierra… la unión de todos los bancos del país en un solo banco nacional.
¿Y qué era aquello? ¿Sin policía? ¿Nada de terratenientes? ¿Un solo banco?
Había tachaduras debido a las revisiones del escritor, y también borrones y manchas de tinta cuando hacía pausas para pensar, con la plumilla apoyada en el papel. Pasé la página y vi una lista de nombres que no reconocí y de los que nunca había oído hablar, quizá los nombres de sus propios camaradas, y junto a cada nombre un epíteto: «Cerdo, hijo de puta, puta, cabrón».
Cerré el cuaderno. Ciertamente, era uno de los cuadernos de clase de mi hijo. Abrí de nuevo la tapa. En el interior, el escritor había escrito su nombre, una sola palabra: Lenin. La escritura era grande, graciosa, casi la letra de una mujer anciana inclinada sobre su escribanía, echada en su chaise-longue, pero aquellas palabras, aquellas «tesis», como se titulaba el documento, no habían sido escritas por ningún burgués, sino por un anarquista maníaco que se sentó allí encorvado en el escritorio de mi hijo y redactó aquellas crudas frases. En realidad yo estaba en lo cierto al evaluar los dos aspectos del hombre, aunque entonces no lo sabía. Lenin era Vladímir Ilich Uliánov, noble por herencia, cuyo padre se había ganado lentamente bastante chin como inspector de escuelas para que se dirigieran a él como Su Excelencia, y cuya madre había heredado la propiedad de su padre en Kokushkino, donde Lenin se pavoneaba como cualquier caballero, aspirando la fragancia de sus tilos, fresas, frambuesas y heno, y donde, en 1891, durante la gran hambruna, tuvo la desfachatez de denunciar a un vecino campesino que se moría de hambre por estropear una verja. Ese era uno de los aspectos de Lenin, pero el otro había visto a su hermano mayor, Alexánder, ahorcado por conspirar para matar a Alejandro III. Y cuando más tarde Lenin llegó a estudiar leyes en la Universidad de Kazán, como había hecho su hermano, se unió a los mismos grupos neo-Voluntad del Pueblo que su hermano, y fue expulsado por tomar parte en una manifestación estudiantil… ¡Si le hubieran colgado a él como habían hecho con Alexánder! Pero no, Lenin sobrevivió a una sentencia a prisión, tres años de exilio en Siberia impuestos por el zar y luego un exilio por su cuenta en Europa, antes de que la guerra hiciera a este país lo que no pudieron hacer todos sus tratados. Lenin fue un revolucionario durante veinte años, y un hombre como ese no se rinde solo porque Kérenski haya emitido una orden para su arresto. Entonces yo no lo sabía, pero aquel feo escrito predecía que si dependía de ese tal Lenin, el gobierno provisional no gobernaría con más facilidad que el zar. Y quizás acabase por encontrar el mismo destino.
Yo todavía estaba allí sentada, con el cuaderno, cuando oí que Iósif me llamaba en voz alta, «Mala, Mala», y me asomé a la parte de arriba de las escaleras. Iósif y Sergio estaban abajo, y Iósif dijo, muy tenso:
– Sergio acaba de saberlo de su hermano.
Y yo pensé: «¿Por qué habla él por Sergio?» Cuando miré a Sergio, este dijo:
– Niki y la familia van a ser trasladados hoy a medianoche.
Entonces comprendí. Iósif me estaba preparando para una mala noticia. ¿Cómo que iban a ser trasladados? ¿Trasladados adónde? Mis dedos se cerraron en torno al cuaderno y empecé a bajar las escaleras. ¿Temía Kérenski que los lealistas devolvieran a Nicolás al trono? ¿O le preocupaba que los bolcheviques intentaran llevar a cabo otro golpe de Estado, y que esta vez no se dieran las circunstancias meteorológicas favorables que en julio habían traído las intensas lluvias que provocaron el caos? Aquella vez quizá nada entorpeciera a la multitud que había roto las ventanas y astillado las puertas del palacio de Táuride, y que casi lincha al líder social revolucionario Chernov con su levita negra allí en la misma calle, antes de que interviniera su camarada, el menchevique Trotski, improvisando un discurso ante la multitud desde el capó de un coche. «Orgullo y gloria a la Revolución, habéis venido para declarar vuestra voluntad y mostrar al Soviet que la clase trabajadora ya no quiere ver más a la burguesía en el poder. Pero ¿por qué dañar vuestra propia causa mediante actos de violencia pequeños, contra individuos casuales?» Y habiendo hipnotizado así a la multitud, Trotski anunció: «¡Ciudadano Chernov, eres libre!». ¿Temía Kérenski que aquel mes, o al mes siguiente, en Táuride, o en Tsarskoye, o en el Palacio de Invierno, la multitud arrastrase a la calle al zar, a los ministros del gobierno provisional, posiblemente incluso al propio Kérenski, y los mataran a palos, o los colgaran de los árboles? Miré fijamente a Sergio, intentando adivinar lo que pensaba él de aquellas noticias. Ya sabía lo que pensaba Iósif, lo que siempre había pensado Iósif: cualquier cosa que tuviera que ver con los Románov era mala idea.
– ¿Adónde los llevan? -le pregunté a Sergio.
Meneó la cabeza.
– Solo les han dicho que cojan ropa de abrigo.
¿Ropa de abrigo? La madre de Niki, sus hermanos, primos, todos estaban ahora en el sur, en el Cáucaso y Crimea. Niki no necesitaría ropa abrigada allí.
– Pero si van al sur, al palacio de Livadia -dije.
– Hay demasiados disturbios por ese camino -me explicó Sergio-. La estepa está vacía. Probablemente los lleven al este. -Al ver mi cara, dijo-: Kérenski ha prometido que la familia volverá en otoño, una vez se haya reunido la asamblea constituyente, y Niki será libre de ir adonde quiera.
Miré a Iósif, que negaba con la cabeza, y luego a Sergio. Cogí el cuaderno que llevaba en la mano y se lo entregué.
– Mira, mira esto.
Sergio lo abrió por la página donde decía: «Contemplamos plenamente la guerra civil, la guerra declarada por la clase oprimida contra la clase opresora, esclavos contra propietarios de esclavos, siervos contra terratenientes y trabajadores contra burgueses, como algo legítimo, progresivo y necesario». Sergio leyó aquellas líneas y luego arrancó aquella página del cuaderno, arrugó el papel en la mano y lo tiró al suelo. Yo señalé la bola de papel.
– Quieren una guerra civil.
Él sonrió.
– ¿Y dónde está el que ha escrito esto? Expulsado de tu casa tan deprisa que ni siquiera tuvo tiempo de llevarse con él su gran discurso.
Pero el caso es que había estado en mi casa. En 1905 no había llegado tan lejos. En 1918 podía estar escribiendo en papel oficial, en lugar de escribir en libretas escolares, emitiendo sus propios ucases desde el escritorio del zar en el Palacio de Invierno, donde estaba ahora Kérenski. Pensé: «Los Románov no podéis imaginaros una Rusia sin vosotros». Mientras los Románov que quedaban en Peter soñaban, en Siberia, con los enjambres de mosquitos en verano y el frío tan extremo en invierno que solo las pieles de reno podían ayudar a un hombre a soportarlo, Niki y su familia se encogerían hasta convertirse en unas figuras tan diminutas en el horizonte que finalmente ni siquiera se las podría ver, el «antiguo zar», con sus «antiguos hijos». En el entorno de Siberia sus guardias, borrachos de vodka y lejos de la razón moderadora de Kérenski, podían volverse muy hoscos por el aburrimiento de sus puestos ignominiosos, y nadie de la capital ni de la antigua corte, ningún Vladimírovich, ni Mijaílovich, ni Alexándrovich oiría llorar a la familia real si sufrían. ¿Y cómo oiría yo llorar a mi hijo si se lo llevaban más allá de los Urales, atravesando miles de kilómetros de estepa vacía, a cualquier pequeña ciudad donde Kérenski considerase adecuado esconder a la familia? Ya veía los ríos Tura y Tobol, las incontables verstas, una pradera en esta estación pero una placa de hielo muy pronto. Y por tanto le dije a Sergio:
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