Adrienne Sharp - La verdadera historia de Mathilde K

Здесь есть возможность читать онлайн «Adrienne Sharp - La verdadera historia de Mathilde K» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию без сокращений). В некоторых случаях можно слушать аудио, скачать через торрент в формате fb2 и присутствует краткое содержание. Жанр: Историческая проза, на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале библиотеки ЛибКат.

La verdadera historia de Mathilde K: краткое содержание, описание и аннотация

Предлагаем к чтению аннотацию, описание, краткое содержание или предисловие (зависит от того, что написал сам автор книги «La verdadera historia de Mathilde K»). Если вы не нашли необходимую информацию о книге — напишите в комментариях, мы постараемся отыскать её.

“París, 1971. Me llamo Mathilde Kschessinska y fui la bailarina rusa más importante de los escenarios reales. Pero el mundo en el que nací ha desaparecido y todos los actores que representaron papeles en él han desaparecido también: muertos, asesinados, exiliados, fantasmas andantes. Yo soy uno de esos fantasmas. Hoy en día, en la Unión Soviética está prohibido pronunciar mi nombre. Las autoridades lo han eliminado de sus historias del teatro. Tengo noventa y nueve años, una dama anciana con redecilla y cara de amargada, y sin embargo aún me siguen temiendo.”
Desde el París de los años setenta, Mathilde evoca su vida. Nace en 1872 cerca de San Petersburgo e ingresa en la academia de danza de su ciudad. A los 17 años celebra su fiesta de graduación con la presencia tradicional del Zar ruso y su familia: se trata del primer encuentro entre Mathilde y el heredero, Nicolás (que se convertirá en el último zar). Un año después, ambos inician una relación que culminará con el nacimiento de su hijo común. Para Mathilde su hijo podría ser el trampolín a la casa imperial ya que, hasta el momento el zar y su esposa sólo han engendrado niñas. Los acontecimientos históricos darán un vuelco radical a la vida de Nicolás II y de Mathilde. El declive del imperio, el estallido de la Revolución rusa, el asesinato de él, la huida de ella y el hijo común a Francia, la vida de los exiliados rusos es narrada con gran poder evocativo en esta novela.

La verdadera historia de Mathilde K — читать онлайн бесплатно полную книгу (весь текст) целиком

Ниже представлен текст книги, разбитый по страницам. Система сохранения места последней прочитанной страницы, позволяет с удобством читать онлайн бесплатно книгу «La verdadera historia de Mathilde K», без необходимости каждый раз заново искать на чём Вы остановились. Поставьте закладку, и сможете в любой момент перейти на страницу, на которой закончили чтение.

Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

– Llévame a Tsarskoye. Vova no puede irse con ellos a Siberia.

A mitad de camino de la estación Alexándrovski, junto a Tsarskoye Seló, nuestro tren, que había abandonado la estación Varsovia en Petersburgo a las ocho, con muchísimo tiempo para llegar a Tsarskoye antes de medianoche, inexplicablemente se detuvo en medio de la nada. Todos los trenes a Tsarskoye se habían detenido temporalmente, dijo nuestro conductor. Esperaríamos. Una hora se convirtió en dos, antes de que Sergio y yo nos diésemos cuenta de que nuestro tren estaba retenido a propósito: el secreto de la partida del zar, el gran secreto de Kérenski, ya no era ningún secreto, y los trabajadores de ferrocarril radicalizados a lo largo de la línea de Varsovia, al oír los rumores, suspicaces, debieron de decidir negarse a permitir que llegase cualquier tren a Tsarskoye, sin duda para mantener apartados a todos los amigos de los Románov hasta que partiese el tren elegido para llevarse a la familia. Y al darme cuenta de esto, empecé a tirar de la manga de la guerrera de Sergio.

Bajamos desde la parte trasera del último vagón hasta la gran llanura en la cual se encontraba Petersburgo. Esas verstas entre la capital y Tsarskoye eran una pequeña colección de pueblos y fincas rústicas antes de llegar a Krasnoye Seló y al propio Tsarskoye. Era lo bastante tarde, incluso en el verano ruso, para que estuviese oscuro, y Sergio dirigía la marcha cuando empezamos a caminar hacia el pueblo por el que acabábamos de pasar. Las ropas campesinas que nos había conseguido mi hermano (un abrigo ligero y un pañuelo para mí; un gorro blando, una blusa ancha y unos pantalones sueltos para Sergio) conseguirían, o eso esperaba al menos, que pareciésemos de esas personas que van a pie. Sergio iba cojeando delante de mí; su artritis, que le había hinchado los nudillos, también le había inflamado las articulaciones, de modo que se movía con cuidado, con la espalda encorvada. Al ir siguiendo las vías entre un espeso bosque de abetos, yo iba tropezando. Mi gracia y mi equilibrio no servían para nada en aquel suelo plagado de raíces y agujeros. Al final encontramos una carretera de tierra con hondos surcos, y Sergio dijo que el pueblo estaba allí cerca y que debíamos apresurarnos. Cada pocos minutos yo interpelaba a Sergio para que mirase la hora, y él consultaba su reloj, que llevaba en su bolsa de cuero: las 10.30, las 10.42, las 10.56… Finalmente me dijo: «Mala, no me preguntes más». Eran las 11.04 cuando apareció un campesino que llevaba un caballo y una carreta de madera. Sergio se adelantó cojeando para darle el alto y yo contemplé sus gestos. Los brazos de Sergio se movían; el campesino, sin gorra pero tocado con el típico corte de pelo tipo tazón, meneaba la cabeza, agitando el flequillo y haciendo gestos hacia la parte trasera abierta de su carro. ¿Se ofrecía a llevarnos, acaso? Sergio sacó su bolsa. Había oído que cuando Niki salía a caballo por aquellas carreteras del campo, cada tarde a las dos, se paraba y hablaba con los campesinos que pasaban, y que sabiendo que tenía esa costumbre, los campesinos de ese distrito y de más allá se alineaban a ambos lados de la carretera para suplicar un favor al zar o para entregarle una petición, sabiendo que a Nicolás le gustaba cumplir todas aquellas peticiones. A su padrecito zar le gustaban los suplicantes, le gustaba otorgar favores. Yo me acerqué un poco más. Sergio estaba colocando un montón de rublos en las callosas manos de aquel campesino. El hombre llevaba una blusa y unos pantalones casi idénticos a los que le había dado mi hermano a Sergio, pero estaban demasiado sucios para que los llevase alguien que simplemente interpretaba un papel. Tendríamos que haber pegado a la cara de Sergio una desgreñada barba de crin de caballo del trastero del Mariinski. Hasta el padre Gapón, escondido en Petersburgo después del desastre del Domingo Sangriento, se las ingenió para cortarse el pelo, afeitarse la barba y pintarse la cara con maquillaje teatral para evitar ser descubierto y arrestado. Nosotros no habíamos tenido tiempo de crear la verosimilitud, aunque eso importaría más tarde; por ahora, los rublos de Sergio eran lo bastante reales. El viejo campesino bajó al suelo y Sergio me hizo el gesto de que me acercase. Mientras me ayudaba a subir al pescante del conductor, el carretero permaneció inmóvil, mirando sin ver la pequeña fortuna que tenía entre sus manos. Seguramente el mundo se había vuelto loco, cuando a uno le caían esas enormes sumas de dinero por una carreta medio podrida y un caballo derrengado. ¿Era aquel el nuevo orden de las cosas?

Sergio lanzó un grito y agitó las riendas para que el bamboleante caballo se diera la vuelta, tras alguna vacilación, y salió hacia delante, luchando para poner en movimiento las enormes ruedas de la carreta de madera una vez más. Sergio lanzó una maldición y se inclinó hacia delante y golpeó con fuerza la grupa del caballo. El animal resopló, y su escroto se fue balanceando a cada pesado paso que daba. Por lo torcidas que tenía las patas y lo que sobresalían sus costillas me di cuenta de que avanzaríamos muy lentos todo el camino hasta la estación Alexándrovski. Me volví para preguntarle al campesino si tenía otro caballo más rápido, pero el hombre no estaba, había desaparecido en el bosque que nos rodeaba con su recién conseguida riqueza antes de que cambiásemos de opinión y le registrásemos los bolsillos. Respiré con fuerza. No llegaríamos antes de medianoche. Tendríamos mucha suerte si llegábamos antes de que saliera el sol. Pero Sergio y yo no nos dijimos nada el uno al otro, nada en voz alta. Seguiríamos adelante, porque no había ningún otro sitio adonde ir.

Cuando llegamos a Alexándrovski el cielo había cambiado del color ébano al magenta y luego a ese verde marmóreo que precede al amanecer. La familia había abordado un tren con destino al abismo de Siberia más de cinco horas antes. La caseta de la estación resplandecía en aquella casi luz, el edificio amarillo y blanco como un trozo del pastel amarillo y blanco del palacio Alexánder, ahora vacío. Con las manos, codos y rodillas yo bajé de un salto de la carreta, y Sergio tuvo que esforzarse para seguirme. Yo me dirigí a buen ritmo a las grandes puertas de la estación, dos veces más altas que un hombre, y desde allí a las vías, al otro lado. Detrás de mí, Sergio me gritaba que Vova estaría bien, que él ya se enteraría de adónde habían enviado a la familia, que podríamos traerle de vuelta, pero el terror me había dejado sorda. Andaba por el pequeño andén entre las dos vías para husmear el rastro de mi niño, dispuesta a tumbarme en las vías vacías que le habían apartado de mí. Pero, para mi asombro, el andén estaba repleto de gente.

En las vías esperaba un largo tren gris que ondeaba la bandera japonesa. Pero no era japonés, sino un convoy corriente de pasajeros que llevaba un cartel donde ponía: MISIÓN DE LA CRUZ ROJA, aunque no iba precisamente en misión de caridad. Su disfraz era mucho peor que el nuestro. Apelotonado en el andén se encontraba medio regimiento de soldados rusos con sus guerreras con botones de latón, los rifles colgados del hombro, dando largas caladas a sus cigarrillos. Los uniformes parecían nuevos, como si los hubieran confeccionado para aquella misión en particular. Sergio me puso una mano en el hombro y me hizo retroceder hasta una de las altas ventanas con muchos cristales de la estación; mientras mirábamos desde aquel hueco, un oficial con la frente despejada y bigotito salió del tren y bajó al andén para hablar con los soldados.

– Es el coronel Kobilinski -me dijo Sergio, bajito-. Es un héroe de guerra, destinado a Tsarskoye para vigilar a la familia.

Aunque no alcancé a oír lo que les decía Kobilinski a los hombres, estaba claro por su postura y por las actitudes relajadas de los soldados que la partida del tren no era inminente. De hecho, no había ni el menor asomo de tensión. La familia imperial no debía de encontrarse a bordo. Quizá ni siquiera hubiese abandonado aún el palacio. Me volví a Sergio con aire interrogante, y él me dijo:

Читать дальше
Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

Похожие книги на «La verdadera historia de Mathilde K»

Представляем Вашему вниманию похожие книги на «La verdadera historia de Mathilde K» списком для выбора. Мы отобрали схожую по названию и смыслу литературу в надежде предоставить читателям больше вариантов отыскать новые, интересные, ещё непрочитанные произведения.


Отзывы о книге «La verdadera historia de Mathilde K»

Обсуждение, отзывы о книге «La verdadera historia de Mathilde K» и просто собственные мнения читателей. Оставьте ваши комментарии, напишите, что Вы думаете о произведении, его смысле или главных героях. Укажите что конкретно понравилось, а что нет, и почему Вы так считаете.

x