Después, Vova escribió breves cartas semanales a Sergio, en Stavka, probablemente, según me dijo este, para ocultar su asociación conmigo y para evitar que yo volviera a Tsarskoye de nuevo y los pusiera a todos en peligro. Las cartas de Vova siempre decían lo mismo: «Estoy bien. Te beso con cariño. Siempre tuyo, Vladímir», pero Sergio decía que aunque las cartas eran breves, porque después de todo, debían pasar por los censores, estaban escritas por Vova de puño y letra, y él y yo debíamos tranquilizarnos por ese hecho, ya que no teníamos otra forma de hacerlo, pues al menos eso significaba que se le permitía alguna comunicación con el mundo exterior.
A lo largo de los meses siguientes, las calles de la capital se fueron poniendo cada vez más desastradas y sucias: salían malas hierbas de las grietas del pavimento, por leves que fueran, como si la naturaleza hubiese esperado tranquilamente todo aquel tiempo para recuperar las verstas que Pedro el Grande le había arrebatado. La nieve se volvía amarilla y luego negra, y las ventanas de los edificios seguían sin limpiar, como un grafiti de rayas y manchurrones. Las estatuas imperiales y monumentos que la multitud revolucionaria había considerado demasiado grandes para echarlos abajo estaban cubiertos de tela roja, como dardos ensangrentados clavados en la nieve sucia, y a lo largo de las vías de hierro del Palacio de Invierno trozos de tela roja envolvían los emblemas imperiales demasiado difíciles de quitar. Pero, por ahora, aunque ese mundo desbaratado se tambalease, continuaba girando, y lo mismo ocurría con las rutinas del teatro. La Escuela Imperial de Teatro volvió a abrir y las institutrices recuperaron sus cargos una vez más en los parques. La Escuela Imperial de Ballet no tenía agua caliente y las salas de la escuela estaban heladas, pero los soldados ya no disparaban a las ventanas de la calle del Teatro (la pequeña Alexandra Danílova tuvo que agacharse para esquivar una bala cuando miraba por la ventana de su dormitorio) y las clases se podían reanudar ya. No había combustible que quemar, de modo que las institutrices ponían a los niños en dormitorios más pequeños, con las camitas pegadas unas a otras, y así, como los animales en un establo, el calor de sus cuerpos los calentaba, mientras en los lavamanos de los vestuarios flotaban trozos de hielo. El propio teatro Mariinski volvió a abrir el 15 de marzo, y los niños eran conducidos al teatro en largos trineos, porque los coches de la escuela habían sido confiscados durante la Revolución de Febrero. Ahora bailaban ante los soldados rasos, que fumaban cigarrillos y escupían las semillas allí mismo, en la platea, y con las botas aporreaban el suelo al ritmo de la música. Oí decir a Vladimírov que habían quitado el gran retrato al óleo de Nicolás que estaba en la pared del vestíbulo, y también las águilas de dos cabezas y las coronas que ornamentaban los palcos y los umbrales fueron retiradas del yeso y eliminadas. Los acomodadores ya no llevaban sus uniformes con charreteras y el monograma de la corona. El gobierno provisional les entregó nuevas chaquetas grises, y como en esta nueva vida llena de privaciones no había forma de limpiarlas, la tela se puso asquerosa con el uso. Los programas de las veladas ya no iban grabados con el águila de dos cabezas, sino con la lira de Apolo, igual que el alfiler que los niños de la escuela de ballet habían llevado durante un siglo en el cuello de sus uniformes escolares. De modo que la lira de un dios griego seguía siendo aceptable para el nuevo régimen. Pero yo tenía cuarenta y cinco años y era de los antiguos, con un hijo cuyo padre era un Románov, de modo que no era aceptable. No podía aparecer en escena. Ni tampoco quería hacerlo.
En mayo se graduó la última clase del gran Corps des Pages, al que mi hijo tanto quería asistir pero nunca tuvo oportunidad, y la escuela se cerró. No había necesidad de pajes, ahora que ya no existía ninguna corte. Y tampoco había necesidad alguna de los miles de criados que antes asistían a la familia imperial ni tampoco de los gigantescos abisinios que, con sus blancos turbantes y sus zapatos curvados, permanecían en majestuosas parejas junto a las puertas de cualquier habitación donde estuviese el emperador. Todos ellos habían abandonado Tsarskoye Seló junto con los cortesanos que no habían querido quedarse con los Románov bajo arresto domiciliario. Un día, en la Perspectiva Nevsky, me encontré frente a uno de esos africanos de dos metros de alto, ahora vestido con unos pantalones y una casaca, un fantasma de cara negra, una reliquia, sin puerta que abrir para el zar ni puerta que custodiar mientras el zar se ocupaba de algo tras ella. «¿Adónde vas? -hubiese querido preguntarle-. ¿Qué cuentos de la corte rusa te llevarás contigo?» Podría haberle preguntado lo mismo a casi todo el mundo.
Sí, los palacios de Petrogrado no quedaron totalmente vacíos en aquella ocasión. Las calles estaban llenas de soldados de aspecto rudo, sí, porque la Revolución favorecía las chaquetas de cuero negro, las gorras vueltas del revés y la fanfarronería, y los viejos líderes revolucionarios de 1905, Lenin, Trotski, y Chernov, sí, consiguieron volver a Peter y establecer allí su residencia, o instalar sus oficinas en hogares requisados (incluyendo el mío, que tenía vistas al puente de Troitski y el muelle, una vista estratégica para cualquiera que planease un levantamiento), de modo que yo me quedé en casa de mi hermano, en el dormitorio de su hija. Pero la nobleza seguía allí. Era como si toda la aristocracia estuviese bajo arresto domiciliario junto con el zar, esperando a ver cómo el gobierno provisional de la antigua Duma y el nuevo Soviet reinaban sobre aquella Rusia indisciplinada y se enfrentaban a los antiguos. La antigua familia imperial, parece ser, recibía unos appanages reducidos. Los grandes duques, según había oído decir Nicolás, el hermano de Sergio, podían recibir treinta mil de sus acostumbrados doscientos ochenta mil rublos por año. ¿Sería feliz aquel conspirador ahora que el zar había sido depuesto, tal y como él deseaba? Parece ser que quizás uno de los Románov (Nikolasha, Kyril o el hermano de Niki, Miguel) asumiría una posición de figura decorativa como zar, como jefe de la Duma, como presidente, como nada. El destino de Rusia evolucionaba cada día. En la primavera de 1917, algún antiguo oficial zarista todavía servía en la Duma y todavía dirigía el ejército, pero otros, como el antiguo ministro de la Guerra, Sujomlínov, fueron arrestados (o en el caso de este último, rearrestado) y conducidos a la fortaleza de Pedro y Pablo para interrogarles, y otros huyeron al Cáucaso o a Crimea o a Kiev, donde jugaban, bebían champán Abram, comían caviar y esturión, retrasaban el reloj una hora para ponerlo en la hora de Petersburgo y esperaban allí, como nosotros aquí, a ver qué Rusia sería la que predominaría.
Mientras pasaba todo esto, Sergio permanecía en Stavka siguiendo el consejo de su hermano Nicolás, que temía por su seguridad. No había revolucionarios allí, en el cuartel general, entre los generales del antiguo régimen. Cualquier disturbio entre los militares estaba teniendo lugar entre la infantería acuartelada en las ciudades y en los frentes. En las cartas que me enviaba, Sergio me daba noticias de la guerra. En los frentes, los soldados estaban cansados y se negaban a luchar, y aunque el nuevo comandante supremo, Brusílov, hizo una gira animándoles a reagruparse para preparar una nueva ofensiva, se encontró con hombres a quienes no les importaba nada Galitzia ni Francia, y que solo querían volver a casa. Los hombres querían la paz con tanta desesperación que habrían devuelto al zar a su trono si este se la hubiese prometido. En el frente del este, los hombres incluso habían empezado a confraternizar con los alemanes, que atraían a los rusos por encima del Dniéster con vodka y prostitutas. Solo en el sudoeste, lejos de las grandes ciudades, los soldados seguían todavía disciplinados. Pero cuando empezó la ofensiva ordenada por los comandantes en junio, los hombres avanzaron solo tres kilómetros hacia Galitzia para retomar todo el terreno que habían perdido en la Gran Retirada antes de negarse a ir más allá y empezaron a desertar, saqueando y violando a lo largo de todo el camino en Volschinsk, Konivjy y Lvov. Sergio temía que aquellos soldados descontentos y sus iguales finalmente se abrieran camino hasta Peter y se reunieran con los varios miles de tropas acuarteladas en el lado de Víborg de la ciudad, tropas que habían ayudado a hacer la Revolución ya desde un principio y que podían derrocar también al tambaleante gobierno provisional. Los miembros de la Duma estaban enfrentados con los kadets del Partido Democrático Constitucional, los revolucionarios socialistas, los anarquistas y los socialdemócratas, cuyo grupo escindido de bolcheviques había empezado a agitar y armar a los guardias rojos, las brigadas de trabajadores que habían surgido no solo para proteger las fábricas de Víborg que estaban tan cerca de los regimientos de Víborg, sino la Revolución misma contra una imaginaria contrarrevolución. Y mientras el gobierno provisional trabajaba los detalles del Parlamento perfecto que sería elegido en otoño, los bolcheviques empezaron a susurrar por las calles: «El gobierno provisional mismo se ha convertido en una marioneta de los contrarrevolucionarios que planean reinstaurar al zar».
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