– ¿Está prisionero en el palacio Alexánder?
Mi hermano asintió.
– Junto con su corte.
Al oír aquello, cogí aquel panfleto de manos de mi hermano para leerlo yo misma. ¿Cómo era posible aquello? ¿Cómo podía ser? ¿El zar bajo arresto?
¿Cuánto tardaría la familia imperial en estar a merced de los soldados revolucionarios que los custodiaban, los hermanos de aquellos hombres que saqueaban y vomitaban en las calles de abajo, mientras el gobierno provisional luchaba, desesperado por la tarea, y luego finalmente le devolvía el país a Niki? ¿Semanas? ¿Meses? Porque yo estaba segura de que ocurriría eso. Los soldados insolentes que ahora hacían guardia en el parque serían colgados, junto con todas las tropas amotinadas. No veía el momento de que ocurriese todo aquello. Desde luego, no podían tener a Niki prisionero todo aquel tiempo en Tsarskoye.
¿Podría haber previsto Niki todo aquello allí en las vías, sin ver a la turba que destruía su ciudad, cuando escribió: «Como no deseamos separarnos de nuestro querido hijo, le tendemos nuestra herencia a nuestro hermano, el gran duque Miguel Alexándrovich, y le damos nuestra bendición para que ascienda al trono del Estado ruso». Y luego recordé el aspecto que tenía en Maguilov durante la cena, fumando entre plato y plato, con los ojos vueltos hacia el interior, fatigado y tenso, disimulando educadamente la muy escasa atención que le suscitaba la conversación de los hombres que tenía a su alrededor… ¿prefiguraba aquel estado de ánimo suyo ese acto que yo no podía concebir? ¿Estaría debatiéndose y pensando: «Debería luchar por actuar o permanecer inerte»? Había vuelto a Peter para realizar lo primero, y luego a mitad de camino, se había dado por vencido y optado por lo último. Dejé el papel y di unos golpecitos en la mesa para llamar la atención de Iósif, y él se volvió desde la ventana.
– ¿Qué pasa?
Fue entonces cuando le dije a Iósif lo que había hecho, que Vova no estaba a salvo en Stavka con Sergio, como le había dicho, sino que lo llevaban junto con la familia imperial a Tsarskoye Seló, y en la cara de mi hermano vi que aquello era terrible para Vova, peor de lo que yo había pensado. Cuando abrí los brazos y los extendí en la mesa, y apoyé la cabeza en el mantel, manchado con gotitas de mermelada, hasta yo misma me sorprendí por la violencia de mi llanto. Mi hermano andaba por la habitación mientras yo lloraba. Mi llanto se hizo tan intenso que finalmente la mujer de Iósif y su hija Celina, de cinco años, agarrando una muñeca con un vestido morado, una niñita que jamás se había visto envuelta en una desventura imperial, sino que estaba refugiada y a salvo en la Escuela del Ballet Imperial (¿cómo llamarían a esa escuela ahora, en este nuevo mundo?) vino a las altas puertas del comedor y nos miró. Al verla, mi hermano se calmó y con esa calma, del brazo, vino la razón. Nadie tocaría al zar en Tsarskoye, dijo Iósif. Estaba más a salvo allí que en la capital, mientras se configuraba aquella nueva Rusia, y lo mismo ocurriría con su familia y con Vova. Si el zar no era reinstaurado, la familia imperial seguramente sería enviada al extranjero para que viviera el resto de sus años en un cómodo exilio. Según el informe, Nicolás esperaba algo así, y comentaba después de firmar su documento de abdicación que pensaba retirarse al campo, añadiendo: «Me gustan las flores». Mentira, de eso estoy segura. Pero eso debía de ser lo que pensaba el poeta Mayakovski cuando escribió en 1920 los manuales de versos con los cuales los soldados campesinos analfabetos el frente sudoeste aprendían a leer.
B – Los bolcheviques cazan a los borzhuis.
Los borzhuis corren una milla.
Z – Las flores huelen bien por la noche.
Al zar Nicolás le gustaban mucho.
– Bueno -dijo Iósif-. Tendremos que esperar a ver. Pero claro, yo no podía esperar. ¿Cuándo he sido capaz de esperar?
Los trenes empezaron a circular de nuevo a finales del mes, por lo que, disfrazada de mi nuevo yo, no de la Magnífica Mathilde, sino de la campesina Mathilde, pude viajar en un compartimento de segunda clase las nueve verstas que había hasta el sudoeste, hasta Tsarskoye Seló. Supe inmediatamente que la familia imperial debía de estar fuera en cuanto salí del pueblo y vi a la gente corriente toda amontonada junto a la verja del parque. Había oído que cuando la familia daba un paseo por el parque del palacio o descansaba en una manta o, más tarde, cuando cambiaba el tiempo y rompía el hielo en los canales o, desesperados por hacer algo, trabajaban en su huertecito, pequeños grupos de curiosos se reunían junto a las verjas de hierro negras para contemplar al antiguo zar y a la antigua zarina en su antiguo parque, ahora prisión. En el pasado, tal acceso habría sido impensable: los centinelas cosacos jamás habrían permitido que nadie se reuniera a mirar, pero los guardias revolucionarios no tenían tales reparos. Dejaban que todos los que lo deseaban acudiesen y mirasen. Aquel día la gente estaba callada, aunque a veces se informaba de que abucheaban al antiguo zar o tiraban el papel marrón grasiento en el cual habían envuelto su almuerzo, hecho una bola, hacia el parque, por entre la verja, como un regalo para el déspota. Cuando yo llegué me quedé un poco aparte de la multitud y vi que Niki era el único visible de la familia, con un soldado con la bayoneta calada en un rifle a unos pasos de distancia, y al verle, noté que mis huesos se deshacían. El zar estaba de pie en el muelle veraniego con una pértiga larga de madera en la mano, golpeando el hielo para romper la superficie helada, de modo que se podía ver el líquido que había por debajo, el color, el movimiento, la variedad, los mismos elementos negados al zar por sus guardias. Cuando no hostigaban a la familia, los guardias mataban ciervos y cisnes en el parque de la propiedad porque se aburrían y porque ya nadie tenía poder para prohibirles hacer aquello, y porque creían que cuando llegase la contrarrevolución del antiguo régimen, ellos mismos acabarían colgados de una horca, y la gente apelotonada ante aquellas verjas abuchearía sus cuerpos colgados, y por tanto, ¿por qué dejar vivir a nadie, ya fuera animal o humano? Oí que el guardia decía:
– ¿Qué harás cuando venga la primavera, Nikolái Románov?
El comentario me irritó, pero Niki lo ignoró. Cuando el guardia se echó a reír de su propia broma, un chico quedó a la vista, un chico demasiado alto para ser Vova y delgado como un junco: Alexéi, recuperado ahora del sarampión pero destrozado por este. De modo que continué esperando, porque si por allí andaba Alexéi, imaginé, también estaría Vova, y por eso me quedé allí de pie, sin moverme, mientras los curiosos iban y venían; al final, como soy menuda y llevaba allí tanto rato sin moverme, me convertí en un imán. Nicolás se vio obligado a fijarse en mí. Miró hacia donde yo estaba sin hacer señal alguna, pero se quedó muy quieto observando durante el tiempo suficiente para atraer la atención del zarevich, que miró hacia el mismo sitio que su padre y luego dijo: «¿Papá?». Oí claramente la incertidumbre y la aprensión en aquella única pregunta, y supe por ella que los guardias debían de aterrorizar e intimidar a unos niños tan acostumbrados al respeto y el servilismo que se les dedicaban normalmente. Y desde luego, como había temido Alexéi, la pétrea postura de Niki atrajo la atención del guardia, que dio un solo paso amenazador, escrutó de forma penetrante a la chusma que estaba junto a la valla y levantó su rifle como advertencia, dirigiéndose a Niki: «¡Coronel Románov!». Niki se volvió con indiferencia, como para demostrar que no miraba nada en particular, pero el guardia, suspicaz, avanzó hacia la multitud, hacia nosotros, para ver quién había atraído la atención del zar, que podía ser un explorador venido para sacar a la familia de su prisión, porque lo único que aterrorizaba a los guardias más que la idea de una contrarrevolución era dejar escapar a sus prisioneros imperiales, una transgresión por la que podían ser fusilados de inmediato por los suyos. Como averigüé más tarde, les preocupaba constantemente que desde el exterior se enviasen mensajes mediante paquetes, encendiendo o apagando luces, mediante la línea telefónica -que los prisioneros podían utilizar solo en presencia de un guardia-, mediante cartas sin sellar enviadas a un lado y otro y leídas por el comandante a su entrada y a su salida. Me acerqué más a los otros y a la verja y bajé los ojos, doblé las rodillas y me encogí bajo mi sombrero. ¡Yo era tan menuda que podía representar incluso a un niño! Y cuando el guardia, que también era casi un niño a su vez, fue caminando a derecha e izquierda, vi que Niki levantaba una mano hacia Alexéi para tranquilizarlo, y luego hacía una seña a alguien que estaba detrás del puente, alguien indistinguible desde los oscuros troncos de los abedules sin hojas. Otro chico apareció poco después, un chico que cogió también a su vez una pértiga de madera y junto con Alexéi y Niki empezó a hurgar en el hielo. Las sombras de los abedules corrían por encima de la blanca nieve, pero Niki, actuando con la disciplina que había practicado durante veintidós años de reinado, no volvió a mirar ni una sola vez en mi dirección. Y de esa forma fue como Niki me hizo ver a mi hijo.
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