Y como la única cosa segura que se podía ser en aquellos tiempos era trabajador, eso fue lo que hice. Me disfracé de trabajadora, corté con unas tijeras el cuello de armiño de un abrigo que por lo demás era bastante sencillo, y me puse el pañuelo de mi doncella a la cabeza, como si fuera una campesina. Me llevé las joyas que no estaban almacenadas en Fabergé, las cartas de Niki, la fotografía que me dedicó hacía muchos años, el icono de mi padre y el anillo del conde Krassinski, una foto de Vova a los cinco años… un alijo un poco extraño, ya lo sé, pero cuando uno huye de una casa en llamas solo se lleva los artículos más valiosos, y se aprende rápidamente qué es lo que más se valora. Creyendo que mis sirvientes estarían a salvo, me fui sola. Pero a la mañana siguiente, cuando mi ama de llaves abrió la puerta a la multitud y los llamó: «Venid, venid, que el pájaro ha volado» -no sé si les he contado que en Peter me habían descrito como el pájaro enjoyado-, la turba entró aullando mi nombre: «¡Kschessinska! ¿Dónde está la Kschessinska?», y al no encontrarme, se llevaron a mi portero y lo apoyaron contra un muro del patio como si fueran a ejecutarle, a resultas de lo cual su mujer murió de un ataque antes de que la multitud viese la Cruz de San Jorge que mi portero se había ganado por su valor en la guerra y lo liberasen. A lo largo de las semanas siguientes los muebles desaparecieron de mi casa, igual que la plata, el cristal, los objets Fabergé, mi ropa, mis pieles, incluso mi coche, el coche que tanto miedo me daba conducir. Mi casa se convirtió en un mercado libre: todos los artículos eran gratuitos. Ninguna otra casa de la ciudad fue tan saqueada como la mansión de la concubina zarista Kschessinska, excepto la mansión del ministro de la corte, el barón Fredeericks, que dispensaba los castigos y los favores del zar. Sí, el ministro y la fulana eran famosos en Peter, y soy consciente de que se me sigue conociendo sobre todo por mi escandalosa vida privada. Justo este mismo año, 1971, cuando Kennet MacMillan creó el ballet Anastasia para el London's Royal Ballet, yo aparecí en él como personaje, en el segundo acto, actuando en un baile del Palacio de Invierno que se dio en honor a la hija del zar, Anastasia, con un traje que hacía honor a mi reputación, el cuello cargado de diamantes, el escote de mi tutú negro abierto prácticamente hasta la cintura. En fin, qué le vamos a hacer.
¡Si se me hubiese ocurrido hacer lo que hizo la condesa Kleinmichel para salvar su mansión en la calle Sergievskaya, colocar un cartel en el patio con esta mentira: «Esta propiedad ya ha sido requisada por los ciudadanos»! Al cabo de unas semanas, la división bolchevique de los socialdemócratas tomó mi casa y la profanó colgando una bandera roja de mi tejado, y pronto se convirtió en el cuartel general del Comité Central Bolchevique. Aquella noche, sin embargo, yo cerré mi casa con llave, con la ilusión de que era lo único necesario para mantenerla a salvo, corrí las pocas manzanas que había hasta la Perspectiva Kamennostrovsky, y aporreé la puerta del gran actor Yúriev.
Me quedé con él tres días, escondiéndome con su familia en los pasillos de su apartamento de las balas perdidas que rebotaban por las calles y a veces entraban por la ventana. Fuera, la multitud de trabajadores, campesinos, criminales salidos de la prisión y soldados que se habían amotinado luchaban contra la policía del zar, que había montado ametralladoras en los tejados de muchos de los edificios de pisos del distrito. Como el apartamento de Yúriev estaba en el piso superior de su edificio, soldados desesperados, con los abrigos desabrochados y las gorras vueltas hacia atrás como señal de su lealtad a la Revolución, irrumpían periódicamente en su apartamento para subir al tejado y registrarlo. Yúriev era un hombre corpulento, de nariz grande y mejillas gruesas, y los soldados no se metían con él, y como no tenían ni idea de quién era yo, una mujer menuda de mediana edad con un abrigo roto, no me preguntaban nada. Y el teléfono (montado en la pared y operado por una manivela) sonaba y sonaba mientras la gente escondida en sus apartamentos se llamaban unos a otros solo para oír una voz normal, para contar lo que estaba pasando en tal o cual calle en particular. Después de que el tercer grupo de soldados irrumpiera en la casa, Yúriev apartó sus sillas de las ventanas, y también sus jarrones y estatuillas, no fuera que la multitud histérica de abajo confundiese alguna de aquellas cosas con un arma, y a nosotros por tiradores de la policía, y nos acabaran disparando. Y cuando fui a ayudar a Yúriev y a su mujer a trasladar aquellas cosas, vimos un grupo de soldados que habían llegado al tejado del edificio que estaba enfrente del nuestro tirar a alguien desde allí (un policía), y vimos el ala de su sobretodo extendida como las alas de un pájaro enorme cuyo vuelo fuese muy corto. Cuando cayó al pavimento, una multitud se reunió a su alrededor para golpearle con palos.
– Mala -me dijo Yúriev-, esto es una locura. ¿Dónde está el zar? Lo único que quieren es pan. No hay líderes revolucionarios aquí.
¡Y era verdad! Todos ellos volverían a la capital más tarde, y aprenderíamos sus nombres mucho más tarde aún: Lenin y Martov desde Zúrich; Trostki de Nueva York; Chernov desde París; Tseretel, Dan, Gots y Stalin desde Siberia. Stalin no era nadie entonces, un ladrón de bancos para la Revolución con la cara picada de viruelas que idolatraba a Lenin y le enviaba sus rublos robados escondidos en botellas vacías de vino de Georgia, ¡todos enviados a Europa! Sí, aquellos hombres todavía estaban sentados en sus butacas y sus cafés en los lugares de su exilio desde 1906, y aprenderíamos sus nombres mucho más tarde; los líderes de aquellas multitudes por tanto eran improvisados (estudiantes, trabajadores y oficiales de bajo rango que en tiempos habían tenido simpatías revolucionarias y ahora encontraban que se reavivaban esas simpatías). Sus fotografías aparecieron en los escaparates a lo largo de las semanas siguientes con la frase «Héroes de la revolución». Los nombres de esos hombres (Linde, Kirpichnikov) pronto quedarían olvidados, pero eran los que andaban por las calles, organizando a la multitud muy ocupada requisando coches y camiones. Uno de esos camiones aceleró mientras mirábamos, con una pancarta colgada: PRIMER BATALLÓN REVOLUCIONARIO VOLANTE. Yúriev dijo:
– ¿Qué significa eso?
No había una verdadera revolución allí, por el momento, sino solo lo que Gorki describiría más tarde como un tumulto campesino.
– ¿Por qué el zar no trae tropas del frente para restaurar el orden? -preguntó Yúriev, y yo averigüé más tarde, por Sergio, que el general Alexéiev, que servía como jefe del Estado Mayor de Niki, temía que si enviaba a sus tropas lo único que pasaría es que perderían la disciplina y se unirían al motín, y entonces todo estaría perdido.
Por rodas las calles andaban hombres con espadas, bayonetas, cuchillos de carnicero, revólveres, palos… y nosotros, cinco pisos por encima de la masa de gente, oíamos el eco de los gritos, disparos, cristales rotos. El jefe del Distrito Militar de Petrogrado había intentado enviar un regimiento leal al régimen al Palacio de Invierno, pero allí, después de abrirse camino por las calles, encontraron que no los dejaban pasar los sirvientes con librea por orden del hermano de Niki, Miguel, a quien preocupaba que los hombres ensuciaran con sus botas el suelo del palacio y rompieran la porcelana, de modo que las tropas, desmoralizadas, se limitaron a unirse a la multitud. Fue una comedia de los errores, como un ballet mal ensayado, en el cual los bailarines, no acostumbrados a verse unos a otros con sus nuevos trajes y sin seguridad alguna en sus pasos, iban tropezando y dándose empujones unos a otros y acababan cayendo.
Читать дальше