Soñé con mi madre aquella noche por primera vez. Ella murió de un ataque en 1912, después de haber sufrido otro. Tenía ochenta y dos años. Durante algunas semanas, después del primer ataque, quedó confinada en el dormitorio que antes compartió con mi padre, en nuestro antiguo apartamento de la Perspectiva Liteini, y yo la visitaba allí. En mi sueño, encontré la habitación sin cambio alguno: los mismos muebles oscuros, los mismos cuadros al óleo de paisajes polacos en pesados marcos dorados colgados en la pared por largos alambres, el mismo papel pintado con dibujos, las mismas fotografías de todos nosotros, pero mi madre no yacía en la enorme cama. La encontré en el enorme y oscuro salón de baile, donde mi padre daba sus lecciones, con el largo pelo amarillo suelto y los ojos cerrados. Cuando me acerqué, abrió los ojos y me cogió la mano con sus largos dedos.
– Mala -susurró-, me has tenido muy abandonada.
De modo que el sueño no me trajo consuelo alguno, pero el teatro sí. A la noche siguiente fui al Alexándrovski, a ver a mi antiguo amigo el actor Yuri Yúriev, en su actuación del vigésimoquinto aniversario del Masquerade, de Lérmontov. Ah, cómo nos aferrábamos a nuestros antiguos rituales ante el mismísimo rostro de su disolución, los tributos de aniversario con los regalos correspondientes del zar y la corte. En el interior del teatro, un edificio color amarillo mostaza, los aristócratas llenaban la platea de bote en bote, pues venían a honrar a un artista imperial, a aplaudir una obra realizada durante el reinado de Nicolás I, el Zar de Hierro, un zar al que Niki emulaba ahora con su conducta decidida. ¿Acaso no había limpiado la capital de descontentos? ¿No estaba a punto de despejar ese corral que era la Duma? ¿No reinarían los Románov otros cien años más? En escena, los enormes espejos y las puertas doradas sugerían el gran salón de baile de un enorme palacio. Era el escenario más elaborado que jamás se montó en los teatros del zar, y sin embargo, fue ensamblado mientras los escenarios reales del mundo real eran desmantelados para siempre en las calles, allá fuera.
Al día siguiente los periódicos traían la noticia de que el pan se iba a racionar a partir del 1 de marzo, levantando así muchas protestas y pánico. Doscientas mil personas bajaron corriendo por el Neva, sobre el hielo, cuando la policía levantó los puentes para bloquear su camino hacia la isla del Almirantazgo y la plaza de Palacio, donde era tradicional que se celebrasen las manifestaciones para ocupar las calles y atraer la atención de las autoridades imperiales. De noche, las calles todavía no eran completamente seguras. Muchos restaurantes permanecían a oscuras, las vías permanecían vacías de tranvías, las calles de coches, las farolas no estaban encendidas y el faro del almirantazgo hendía la ciudad como una espada blanca. Al día siguiente, cuando la temperatura, que hasta entonces había sido fría como en Laponia, de repente subió a 5 grados centígrados, pareció que todo el populacho surgía de sus oscuros escondites y aparecía al sol para vocear su desgracia, y por la tarde, la multitud que había estado gritando: «¡Pan, pan!», empezó a gritar: «¡Abajo el zar!». Cada día de aquella semana la policía y las brigadas de cosacos (unos cosacos de reserva nuevos en Peter, no los cosacos de Niki), con los caballos asustadizos y las manos sin los látigos con los que solía ir equipado el regimiento, intentaron controlar a la multitud a regañadientes. Y luego Niki, desde la lejana Stavka, ordenó que los regimientos Pavlovsky, Volinsky y Semenovsky, que habían aplastado los levantamientos de 1905, salieran a la calle, y en la plaza Znamenskaya dispararon y mataron a cincuenta personas, y al parecer, después, el remordimiento de los regimientos produjo un motín. Esos oficiales novatos de origen humilde, a diferencia de los oficiales aristócratas de mayor graduación que habían muerto en el frente, se unían a las multitudes que llegaban al Arsenal, la fortaleza de Pedro y Pablo, la central de teléfonos y las estaciones de ferrocarril, y junto con la multitud y los cosacos, los amotinados luchaban contra la policía del zar.
A mediodía, la multitud retrocedió hacia la isla y se abrió camino a través del puente de Troitski, y el jefe del Distrito Policial 4. ° de Petrogrado me telefoneó para decirme que una enorme multitud estaba dirigiéndose por el Bolshói Dvorianskaia hacia mí. Mientras hablaba con él vi un camión lleno de soldados eufóricos, ondeando banderas rojas, que cruzaban la Perspectiva Kronversky. Cuando colgué el teléfono, otro camión. Parecía que todos los soldados de la ciudad, los ciento setenta mil soldados de infantería campesina acuartelados en la guarnición de Petersburgo para entrenarse antes de ser enviados al frente, se habían fugado con sus cañones y sus camiones. Pero no estaban en el frente, sino aquí, y sus enemigos no eran los alemanes, sino sus propios oficiales, junto con los regimientos, la policía y los cosacos que permanecían leales al zar, la corte y los borzhuis.
¿Y la familia imperial? ¿Estarían a salvo en Tsarskoye Seló? Cuando llamé a mi hermano (que estaba de vuelta en Petersburgo, tras haber sido reincorporado al Ballet Imperial al pedirlo yo) me contó lo que había oído todo el día de los isvotchiki, los taxistas que iban conduciendo a un lado y otro por las calles de la ciudad, llenas de alboroto. Todo el día, había oído decir, soldados borrachos saquearon las tiendas de Pavlosk para coger vino, pan y botas, y una multitud se encaminó hacia Tsarskoye Seló. Allí asaltaron unos grandes almacenes, en la errónea creencia de que era el palacio, unos campesinos tan ignorantes que no eran capaces de distinguir un edificio de otro. Había soldados en el patio del palacio Alexánder, regimientos leales al zar de la Garde Equipage, que se usaban para proteger a la familia en el mar y en sus yates, todos en formación de combate. De modo que los rumores de la multitud, si no la multitud misma, habían llegado a palacio.
El sonido de una muchedumbre es el sonido de una energía salvaje e impredecible, y en el teatro, ese sonido proveniente del público es de adulación y éxtasis, una ola que se alza hasta el escenario y parece alzar a los bailarines y levantarlos del suelo, mientras se va elevando. El sonido que oí desde la calle no era un sonido que te elevase precisamente. Aunque la multitud no sabía que mi casa era la casa de la Kschessinska, las águilas de dos cabezas brillaban en mi verja, y solo aquellas águilas ya podían desencadenar el ataque. ¿Qué vana ilusión me impulsó a poner allí esas águilas imperiales? Recuerdo que me senté. Recuerdo que pensé que no podía llamar absolutamente a nadie en la ciudad. Sergio y Niki estaban en Stavka. Hasta el deshonrado Andrés se encontraba, más por accidente que por designio, a salvo en Kislovodsk… De hecho, las facciones más poderosas de la familia Románov, debido a las órdenes de Niki, ni siquiera estaban en la ciudad. El gran duque Vladímir y Stolypin estaban muertos. ¿Y mi familia? Mi hermana vivía en el otro extremo de Petersburgo, en la Perspectiva Inglesa, mi hermano en Spasskaya Ulitsa, también al otro lado del puente. Al menos mi hijo estaba a salvo. Nadie estaría más protegido que él. Pero yo no podía quedarme allí. Sin embargo, mi coche, mi Rolls-Royce, era demasiado conocido, porque en cuestión de coches, igual que en todo lo demás, yo copiaba a los Románov, y había oído decir a mi hermano que el Rolls del gran duque Gabriel Konstantínovich había sido requisado por la turba. Para salir de allí yo necesitaría un coche distinto. Pero cuando llamé al Nuevo palacio Mijáilovich para pedir uno, mientras la multitud y las tropas iban creando desorden de camino por Bolshói Dvorianskaia hacia mi casa, descubrí que el hermano de Sergio, Nicolás, les había dicho a los criados que rechazaran todas mis llamadas y detuvieran toda comunicación «con la casa del lado de Petrogrado de la ciudad». El gran historiador quería que saliera corriendo por las calles con un abrigo y un pañuelo en la cabeza, cargada con un bolso lleno de joyas, ¡por las calles!, donde cualquiera que llevase un sombrero moderno era asesinado por ser un borzhui. Y eso no era lo único que ocurría en las calles, pero el resto se lo contaré más tarde. La familia de Sergio siempre se había referido a él como «mi perrito faldero», y pensaban que yo me aprovechaba de él despiadadamente, me culpaban de su actual deshonra y su virtual exilio en Stavka, y ahora, incluso en ausencia del gran duque Nicolás, que había sido enviado a Grushevka, se seguían sus órdenes y la familia se estaba tomando su venganza. Me quedé sentada, perpleja, con el teléfono en la mano. Y entonces me acordé de Yúriev. La fiesta posterior a su tributo se había celebrado en su apartamento de la Perspectiva Kamennostrovsky a solo unas manzanas de distancia. Quizá los Románov no pudieran ayudarme en aquellos momentos, pero seguramente mis compañeros artistas de teatro me darían refugio, y desde la distancia donde estaba sí que podría escapar a pie.
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