No era ninguna idiota… ¿cómo creía que podía haber memorizado si no todos aquellos divert i ssements y adagios, un paso que conducía a otros cientos de pasos? Comprendí que, sin una línea de sucesión clara, los diversos hombres Románov de todas las ramas de la familia se pelearían frenéticamente por la corona. Y con toda aquella debilidad y divisiones desde arriba, y la niebla terrible de la guerra a nuestro alrededor, las banderas rojas de la Revolución ondearían otra vez desde los tejados y las ventanas de Peter, y los antiguos revolucionarios volverían sigilosamente a la capital para aprovechar la inestabilidad del antiguo trono de trescientos años. No… no podía haber ruptura en la ruta al trono. Sí, yo lo entendía. El hijo de Niki (uno de ellos) sería zarevich. Ahora estábamos lo bastante callados para notar que Vova también se había quedado en silencio. Niki podía considerarle un niño, pero yo sabía que no era así. Vova había estado escuchando a posta. Si no quería hacerlo, si no quería irse con el zar, yo sabía que me lo diría de inmediato. Estaba sentado en el catre, inmóvil. Por supuesto, quería ir. Era la gran aventura que ansiaba, el camino que lo alejaría de mí finalmente. Y entonces dejó que una canica rodase lentamente a lo largo del alféizar para tirar al último soldado que permanecía en pie, y este cayó con estruendo al suelo.
En aquel preciso momento un soldado de verdad llegó a la puerta del estudio y le dijo a Niki que era la hora de la comida. El rostro de Sergio apareció a continuación en la puerta, y por el gesto que traía, supe que el zar ya había comentado con él sus planes, y que Sergio estaba muy afligido por ellos. Incluso le había apenado oír que Niki me los volvía a contar a mí, aunque él no sabía que nada de todo aquello era una sorpresa para mí, y que yo venía preparándome y temiéndolo desde Spala. Pero comprendí que por eso Sergio me había hablado antes de muerte, de dejarle sus posesiones a Vova: quería reclamar de alguna manera a Vova antes de que Niki lo engullese por completo. Pero ¿qué podía hacer Sergio? Vova no era hijo suyo, por mucho que lo quisiera, si bien Vova no lo sabía. Y mi hijo tampoco me pertenecía plenamente a mí. Este destino, o uno similar, habían correspondido a Vova desde su concepción. Y él no lo sabía tampoco.
Toqué la mano de Sergio al pasar a su lado, y luego Niki hizo un gesto a Vova de que se adelantase con Sergio y el soldado, mientras nosotros nos quedábamos un poco atrás. Niki se volvió hacia mí a la luz débil e invernal de aquel dormitorio.
– Te prometo que le dejaré el mayor imperio que jamás haya poseído Rusia.
El manifiesto navideño de Nicolás II a su ejército hablaría de esa visión, aunque todavía no realizada, de esa Gran Rusia, y la paz que seguiría de ella, envolviendo a todos los pueblos eslavos y resolviendo todos los conflictos que se habían ido cocinando a fuego lento, «una paz tal que las generaciones venideras bendecirán vuestro sagrado recuerdo». ¿Le creí yo acaso? Como sus súbditos más leales, yo todavía confiaba en que él era capaz de cualquier cosa. Entonces él me besó, el triple beso en las mejillas que concede el divino zar a sus súbditos en Pascua, y luego un último beso, el de un hombre a una mujer, con sus labios resecos encima de los míos. Yo abrí la boca para recibir su ruda lengua, que no había probado desde hacía catorce años, y que ahora me permitía saborear. ¿Me habría amado él durante todos aquellos años? Si él… si él me hubiera hecho noble y me hubiese convertido en su esposa en 1894 en lugar de Alix… Nuestro beso fue largo, y aunque el crepúsculo nos envolvía con un manto de piel negra, no éramos totalmente invisibles bajo él. Cuando nos separamos al final, vi que Sergio había salido, con el cachorro tras él, pero mi hijo había vuelto para esperarnos, y ahora estaba de pie en el corredor, con el asombro más absoluto pintado en la cara.
Aquella noche soñé que seguía al zar a través de las puertas del sur de Tsarskoye, esas grandes puertas, con su fachada gótica como el portalón de una iglesia enorme. El zar iba vestido con su grueso capote y su papakhii de piel, y yo solo veía su ancha espalda mientras sus grandes perros, quince perros pastores escoceses, esa gran raza que prefería la reina Victoria, que fue la primera que los crió en Balmoral, venían a meter sus largos morros en los pliegues de su capote, y luego corrían ante él por la hierba, hacia el bosquecillo de abedules y robles, y volvían, entrecruzando sus pasos como lanzaderas en un telar. Su perro favorito, Im á n, era el único en palacio, pero Im á n había desaparecido, quizá se hubiese clavado un clavo en una pata, o nadado demasiado lejos en uno de los lagos, y ahora Niki no quería apegarse a un solo perro, de modo que disfrutaba de ellos como manada, sin querer a uno en particular más que a otro. Espaciados a diez metros de distancia entre sí, ante la alta verja de hierro, se encontraban de pie los guardias cosacos, y a lo largo del horizonte, uno de ellos cabalgaba en un enorme caballo, bestia y hombre fundidos en una sola fuerza veloz, encaminándose a los barracones de su regimiento, construido al estilo moscovita que tanto le gustaba a Niki, una imitación de pueblo medieval bautizado como Fiodórovski Gorodk. Niki caminaba solo, delante de mí, sin verme, pero yo le seguía mientras iba avanzando por la hierba, por los claros de los árboles, a lo largo de pequeñas masas de agua que se habían vuelto verdes y negras por el reflejo de esos árboles y sus sombras y la hierba, los muros amarillos y las columnas blancas del palacio Alexánder alzándose como un antiguo templo griego en el otro extremo del largo paseo y el amplio césped. Sus hijos corrían por allí, construían torres de nieve y bajaban con sus trineos en invierno, paseaban en canoas por los lagos y nadaban en los canales en verano, servían té en la isla de los Niños, en la casita de juguete, enterraban a sus animales de compañía en el pequeño cementerio que había al otro lado del puente y marcaban sus tumbas con losas de piedra en forma de pirámides en miniatura. Yo le seguí a través del puente hasta la isla de los Niños, donde subió los pocos escalones hasta el porche de la casa de juguete, que se parecía a las casas de juguete construidas para todos los niños privilegiados rusos desde Pedro el Grande, y donde, con su mano enguantada, barrió las hojas de los asientos de las dos sillas de anea; el viento sopló por encima del agua tranquila e hizo traquetear la pequeña canoa en su pequeño muelle de piedra, y las agujas de pino se movieron en los árboles, que eran dos veces más altos que el tejado. Algunas de las agujas, no sujetas a las ramas, cayeron como una lluvia ligera, y él las quitó de la mesa en la cual se encontraba colocada una vajilla de juguete: tetera, tazas y platos, y luego se volvió hacia mí y levantó un brazo con la palma hacia mí, y dijo que él no era Niki, sino Vova, que había crecido y ya era hombre, y me desperté cuando yo corría por la hierba para ir a besarle la mano.
En Petersburgo, conté a todo el mundo que había dejado a mi hijo en Stavka, con Sergio.
El 1 de enero Niki regresó a la capital y, como me había prometido, empezó a librar la capital de sus enemigos para que la ciudad y el trono fueran seguros para nuestros hijos. El príncipe Dimitri Pavlovich fue exiliado a Persia. El gran duque Nikolasha, que ya estaba en Tiflis, habiendo sido enviado allí tras su destitución como comandante en jefe del ejército para dirigir los regimientos del Cáucaso, recibió la orden de quedarse indefinidamente allí. El príncipe Félix Yusúpov, con su capote gris de soldado y bajo guardia, fue enviado a su propiedad de la provincia de Kurskaya, en la Rusia central. El hermano de Sergio, Nicolás, fue enviado a Grushevka, su propiedad en el campo en Ucrania. A los Vladimírovich se les ordenó salir de Petrogrado, y Miechen, Andrés -que me dedicó un rapidísimo adiós- y finalmente Borís, se fueron al Cáucaso, a Kislovodsk, con la excusa salvadora de que estaban realizando una cura en un balneario, y el palacio Vladímir y la mansión Von Dervis quedaron vacíos de repente. Andrés vino a decirme adiós a la Perspectiva Kronoverski, y yo le bendije con el icono de mi padre de Nuestra Señora de Czestokowa, mientras él se arrodillaba, aunque no se iba a la guerra sino a un lugar que la guerra no había tocado y donde podía estar totalmente seguro; francamente, me alegré de verle partir. Ya no era ninguna diversión para mí, y su traición ponía en peligro a mi hijo… mis ambiciones para mi hijo. Kyril, como comandante de la Marina, recibió la orden de dirigirse a Port Románov, en el Círculo Polar Ártico, muy lejos de la capital, donde quizá, con un poco de suerte, se congelara hasta morir. Después de la guerra, Niki planeaba volver su atención a sus ministros del Consejo de Estado y a los miembros de la cámara inferior de la Duma, para librar ambas de la incompetencia que estaba paralizando el país, pero sentía que reorganizar el Gobierno justo entonces, en medio de una guerra, podía ser desastroso. Primero Rusia debía ganar a Alemania. Y así, con este fin, Niki abruptamente decidió volver durante tres semanas a Stavka, y Alix y sus consejeros no pudieron disuadirle.
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