Sus asesinos fueron aquellos hombres que se reunían en el palacio Vladímir: el gran duque Nicolás Mijaílovich, el príncipe Yusúpov y el gran duque Dimitri Pavlovich. Los Vladimírovich (Kyril, Borís y Andrés), residentes de aquel palacio, se quedaron a salvo en casa, sin mancharse las manos de sangre, pero no por ello fueron menos culpables. El hermano de Sergio le contó los detalles a este. Habían atraído a Rasputín al salón del sótano del palacio Yusúpov con la promesa de reunirse con la esposa de Yusúpov, Xenia, y con la hija de Sandro, Irina, que se sabía que eran las mujeres más hermosas de Peter. Ya les he contado que a Rasputín le gustaban mucho las mujeres. Y mientras Rasputín esperaba la aparición de aquellas bellezas, como los hombres le aseguraron que ocurriría en breve, le sirvieron unos pasteles rociados con cianuro y vino en el cual se habían disuelto cristales de ese mismo veneno, esperando que la noche fuese fácil. Pero el veneno, aparentemente, sorprendentemente, desconcertantemente, no hizo efecto, y Yusúpov, impaciente y frenético, sacó el revólver y disparó a Rasputín por la espalda. El staretz, con los ojos muy abiertos, se acurrucó, muerto al parecer, y mientras los hombres discutían la forma de eliminar el cuerpo, inexplicablemente, el cuerpo se levantó del suelo del salón y atravesó a todo correr el patio hasta la verja de hierro, dirigiéndose a la calle, y los hombres buscaron sus pistolas y enviaron tras él una lluvia de balas que una vez más le abatió. Allí, en los guijarros, sus aterrorizados asesinos patearon el cuerpo de Rasputín y aporrearon su rostro, y luego lo ataron con cuerdas, y por si acaso, lo envolvieron en una cortina azul que arrancaron de un tirón, improvisando, del riel de una ventana del sótano. Pero al parecer Rasputín también sobrevivió a todo aquello, así como a su duro viaje por el rústico puente de Petrovski, hasta el agujero en el hielo por el cual fue introducido, y acabó por ahogarse en las heladas aguas del Pequeño Neva. Cuando le encontraron, tenía una mano libre de las cuerdas.
Eso fue el 16 de diciembre de 1916.
¿Qué debió de pensar bajo el hielo negro? Golpeado, encadenado, con la ropa empapada de sangre y agua del río, una bota de cuero en un pie, la otra en la superficie del helado Neva, una oscura silueta por encima de él en el hielo blanco, que quedaba visible ante la cara de la luna, Rasputín sacó un brazo. ¿Sacaba el brazo para coger el zapato, la luna, el hielo que tenía por encima de él, la blanca losa de mármol de su sarcófago? ¿Levantaba el brazo para dar una bendición final, una profecía final? ¿O sencillamente estaba intentando liberarse, arrastrarse cabeza abajo por el hielo en aquel mundo negro e invertido, hasta encontrar el agujero por el cual le habían introducido, y correr, chorreando agua y hielo, hasta el palacio Alexánder, donde, igual que había gritado a sus asesinos durante su carrera por el patio del palacio Yusúpov, exclamaría: «¡Félix, se lo contaré todo a la zarina!».
Ella lo supo enseguida.
Cuando Dimitri Pavlovich entró en su palco del teatro Mijáilovich, la noche después del crimen, el público se puso en pie y le aplaudió. Los penitentes de la catedral de Nuestra Señora de Kazán encendieron grandes cantidades de velas ante los iconos del santo de su nombre. Y al día siguiente, Andrés fue cabalgando con su hermano Kyril al palacio de Dimitri en la Perspectiva Nevsky para asegurarle a Dimitri que los Vladimírovich estaban con él, y que le instaban a que volviese sus regimientos contra el zar. Pero afortunada e inesperadamente, Dimitri puso reparos. Quizás odiase a Rasputín, pero amaba a su zar. Pronto todo el mundo supo que el traicionero Andrés y Kyril habían intentado forzar las puertas del infierno. Ah, el pequeño de la familia, Andrés, resultaba también un Vladimírovich, después de todo.
Si los Románov habían sido capaces de matar a Rasputín, era posible que, animados, intentaran llevar a cabo el resto de sus planes. Y entonces fue cuando recibí la orden de Niki de acudir a Stavka con Vova.
El nombre de la ciudad provinciana de Maguilov procede del nombre ruso que significa tumba, ¿saben?, y el paisaje que veíamos desde el vagón del tren, todo el camino desde Minsk, parecía de mal agüero. Hacía tanto frío que cuando me bajé, en una parada, al cabo de unos segundos ni siquiera podía mover los dedos. Vova estaba de muy buen humor al pensar en ver de nuevo a Sergio, y había insistido en llevar un regalo para él, un cachorrito, en el gran bolsillo de su abrigo. Estaba tan ocupado con el animalito, buscando nombres para él y preguntándome que pensaba de cada uno de ellos (Nika, «nacido en domingo»; Gasha, «bueno», Kiska, «puro») que ni siquiera miraba por la ventanilla del compartimento, como solía hacer normalmente. Yo me alegré de que fuera así, porque no habría visto otra cosa que árboles oscuros erguidos ante el cielo, con sus ramas rotas o a veces agujereadas por fuego de artillería. Pasamos junto a trincheras abandonadas, los muros de barro fortificados con tablas de madera y con alambre de espinos colgando en rollos y ondulaciones por la superficie. Las carreteras estaban húmedas y fangosas, y mostraban las profundas huellas de ruedas de tanques y camiones, el agua se encharcaba y se congelaba en todos los huecos del suelo, y en los campos, cruces blancas sobresalían de las tumbas que marcaban.
Una valla rústica de madera rodeaba la casa del gobernador, y por encima de la puerta, en un arco de madera corlado con la forma de una cúpula jónica, se encontraba grabada la palabra stavka. Sergio nos recibió allí. Había engordado y se había quedado casi completamente calvo, y como si quisiera compensarlo, se había dejado crecer una barba mucho más larga y salvaje de la que llevaba normalmente. Y a pesar del peso que había ganado y de la barba más espesa, había en él algo de desinflado… la vergüenza, por muy injusta que fuese, y su dimisión le habían dejado inseguro. Yo lo notaba incluso en la forma que tenía de moverse, como si fuera a dar un paso en falso o perder el equilibrio. Me había defendido contra todas las críticas, incluyendo las de su propia familia, y escribió a su hermano Nicolás: «Juro sobre el icono que ella no ha cometido crimen alguno. Si la acusan de soborno, son todo mentiras. Yo trataba con ella todos sus negocios, y puedo enseñar a quien quiera detalles concretos de todo el dinero que tiene y de dónde viene». Aceptó el castigo por mí, y a causa de ello, llevaba una casaca marrón corriente… porque habiéndose visto obligado a dejar el ejército, ya no podía llevar su uniforme.
Vova echó a correr ante mí para saludarle, sin darse cuenta de los grandes cambios sufridos por Sergio; le tendía el cachorrillo alegremente con las dos manos. La cinta que Vova le había puesto al animal alrededor del cuello, en el principio de nuestro viaje, se había desatado y perdido hacía mucho.
– Es para ti. ¡Para que te haga compañía! Lo puedes llamar Kiska.
Vova sonreía, ofreciéndole su hallazgo más reciente. Sergio le abrazó y luego examinó el animalito de pelo negro, un spaniel, igual que el de Alexéi. Cuando llegué hasta él, Sergio me besó y yo me sentí absurdamente consolada por su peso, por su aroma familiar a tabaco, naranjas y whisky, y me cogí a su brazo, mientras Vova se llevaba a Kiska a correr como loco en torno al patio helado y fangoso, que tenía en el centro una fuente redonda. Los caños de la fuente eran los ojos abiertos de unas marsopas, y en verano, aquellos caños debían de proyectar chorros de agua, pero ahora Vova cogió un palo para meterlo en los vacíos agujeros de los ojos.
Desde el otro lado de la valla de madera lo llamaron unos cuantos chicos, muchachos campesinos que venían andando desde el río. Vova pasó a través de una zona rota e inclinada de la valla para unirse a ellos, y el cachorrillo ladró histéricamente, siguiendo el palo de Vova. Sergio y yo miramos a través de las tablas astilladas mientras los cuatro arrojaban el palito de Vova como un bastón para que el cachorro lo recogiera, pero Kiska todavía no había aprendido a devolverlo, de modo que inevitablemente los chicos tenían que ir a por él, riendo mientras el perrito los evitaba con rápidos zigzags a través del campo.
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