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Antonio Garrido: La escriba

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Antonio Garrido La escriba

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¿Podrá la hija de un escriba decidir el destino de la cristiandad? Alemania, año 799. Se aproxima la coronación de Carlomagno. El emperador debe encargar la traducción de un documento de vital importancia. La labor recae en Gorgias, un experto escriba bizantino, quien debe realizar esta monumental tarea en absoluto secreto. Theresa, la hija de Gorgias, trabaja como aprendiz de escriba. La misteriosa desaparición de su padre la obliga a infiltrarse en una conspiración de ambición, poder y muerte, en la que nada es lo que parece.

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Advirtió entonces que el muro que delimitaba el patio de los talleres se había mantenido en pie, y recordó que Korne, harto de tanto robo, había ordenado sustituir la primitiva empalizada por un muro de piedra. Al parecer, gracias a aquella decisión, la zona comprendida entre la tapia y los estanques se había librado de las llamas.

En ese momento una mano temblorosa le tocó por la espalda. Era Bertharda, la esposa del percamenarius.

– ¡Qué desgracia! ¡Qué desgracia tan grande! -dijo con lágrimas en los ojos.

– Bertharda, ¡por el amor de Dios! ¿Habéis visto a mi hija? -le preguntó él con desesperación.

– ¡Ella me salvó! ¿Me oís? ¡Fue ella quien me salvó!

– Sí, sí, os oigo. Pero ¿dónde está? ¿Está herida?

– Le dije que no entrara. Que olvidara los libros, pero no me hizo caso…

– Por lo que más queráis, Bertharda, decidme dónde está mi hija -insistió Gorgias mientras la sacudía por los hombros.

La mujer lo miró fijamente. Sus ojos enrojecidos parecían ver otro mundo.

– Salimos del taller huyendo de las llamas -acertó a explicar-. En el patio me ayudó a trepar por el muro. Me ayudó hasta que me vio a salvo, y entonces me dijo que debía regresar por los códices. Yo le grité que no, que subiese al muro conmigo, pero ya sabéis lo testaruda que era -lloró-. Entró en el taller entre aquellas horribles llamas, y entonces de repente se oyó aquel ruido seco y un instante más tarde el techo se derrumbó. ¿Lo entendéis? Ella me salvó, y luego todo se derrumbó…

Gorgias se giró horrorizado para darse de bruces con un páramo de ruinas y desolación. Los rescoldos crujían y crepitaban mientras el humo grisáceo se extendía lentamente como el anuncio de un macabro desenlace.

De haber conservado la sensatez, habría esperado a que el incendio se extinguiese, pero fue incapaz de aguardar otro segundo. Sorteó las vigas que se interponían en su camino y se adentró en un caos de traviesas, puntales y machones sin atender a las llamas que le lamían los huesos. Los ojos le ardían de dolor y el calor le quemaba los pulmones. Apenas si lograba distinguir sus propias manos bajo el enjambre de cenizas y ascuas que flotaba en el aire, pero eso no le detuvo. Avanzó apartando montantes, repisas y bastidores, gritando una y otra vez el nombre de Theresa. De repente, mientras intentaba orientarse en el humo, oyó a sus espaldas un grito de auxilio. Se giró y corrió atravesando los rescoldos, pero al alcanzar unas tinajas advirtió que la voz procedía de Johan Piescortos, el hijo de Hans, el curtidor. El muchacho, de unos doce años escasos, tenía el torso abrasado e imploraba auxilio con desesperación. Gorgias maldijo su suerte, pero de inmediato se inclinó sobre el muchacho para comprobar cómo una traviesa le mantenía atrapado.

Un simple vistazo le bastó para comprender que de no atenderle pronto moriría sin remedio, así que hizo acopio de fuerzas y tiró de los tablones que lo retenían. Sin embargo, para su infortunio, la viga no se movió. Se le ocurrió arrancarse un trozo del vendaje del brazo y utilizarlo para enjugar la cara del chico.

– Johan, escúchame. Voy a necesitar ayuda para sacarte de aquí. Tengo el brazo herido y yo solo no puedo mover estas tablas. Te diré lo que vamos a hacer. ¿Sabes contar?

El muchacho afirmó con un gesto de dolor.

– Sé hasta diez -dijo con orgullo.

– Bueno. Eso es estupendo. Ahora quiero que respires a través de este vendaje, y cada cinco bocanadas grites tu nombre tan fuerte como puedas. ¿Lo has entendido?

– Sí, señor.

– Bien. Pues entonces iré a buscar ayuda, y cuando regrese, te traeré un pedazo de pastel y una buena manzana. ¿Te gustan las manzanas?

– No, por favor. No me deje -sollozó.

– No voy a dejarte, Johan. Regresaré con ayuda.

– ¡No se vaya, señor! Se lo suplico -dijo aferrándole la mano.

Gorgias miró al crío y soltó una maldición. Sabía que aunque lograse volver con ayuda, el chico no lo soportaría. En aquel lugar ya no se podía respirar. Johan moriría quemado o asfixiado, pero de un modo u otro moriría. Y aun así, buscar auxilio era lo único que podía hacer por él.

De repente se agachó y agarró la viga con ambas manos, flexionó las piernas y tensó los brazos hasta que su espalda crujió, pero continuó tirando como si le fuese la vida en ello. Sintió cómo el brazo herido se desgarraba y los puntos saltaban segando piel y tendones, mas no cejó en su agónico esfuerzo.

– Vamos, maldita hija de puta. ¡Muévete! -gritó.

De repente se escuchó un chasquido y la viga cedió un par de dedos. Gorgias aspiró una bocanada de humo, tiró de nuevo y la viga volvió a moverse hasta un palmo por encima del muchacho.

– Ahora, Johan. ¡Sal de ahí!

El chico rodó sobre un costado, justo en el momento en que las fuerzas abandonaban a Gorgias y la viga se desplomaba contra el suelo. Luego, tras un instante de resuello se levantó, cargó a hombros al desmadejado muchacho y escapó rápido de aquel infierno.

En la explanada donde los vecinos habían congregado a la mayoría de los heridos, Gorgias distinguió a Zenón asistiendo a un hombre con las piernas cubiertas de ampollas. El médico esgrimía una lanceta con la que reventaba las vesículas con rapidez para, seguidamente, aplastarlas como si fuesen pellejos de uva. Le asistía un acólito de ojos asustados que aplicaba unturas de aceite con discutible destreza. Gorgias se encaminó hacia él con Johan a cuestas. Guando llegó a la altura de Zenón, depositó al chico en el suelo y le pidió que lo atendiera. Tras un rápido vistazo, el físico se volvió hacia Gorgias y meneó la cabeza.

– Nada que hacer -comentó con voz resuelta.

Gorgias lo sujetó por un brazo y lo alejó del chico.

– Al menos podríais evitar que lo oyera -le musitó-. De todas formas atendedle, y que sea lo que Dios quiera.

Zenón le sonrió con desdén.

– Deberíais cuidar más de vos mismo -dijo señalando su brazo ensangrentado-. Dejadme ver.

– Primero el chico.

Zenón torció el gesto y fue junto al muchacho. Se agachó, llamó a su ayudante y le arrebató el ungüento que tenía entre las manos.

– Manteca de cerdo… Lo mejor para las quemaduras -anunció mientras embadurnaba las heridas de Johan-. Al conde no le gustará que la malgaste en un desahuciado.

Gorgias no contestó. Tan sólo pensaba en encontrar a Theresa.

– ¿Hay más heridos? -le preguntó.

– Desde luego. A los más graves los han llevado a San Damián -contestó el cirujano sin levantar la mirada.

Gorgias se agachó junto a Johan y le pasó la mano por la cabeza. El muchacho respondió con un amago de sonrisa.

– No hagas caso a este matarife -le dijo-. Ya verás cómo te restableces. -Y sin darle tiempo a responder, se levantó y se encaminó hacia la basílica en busca de su hija.

Pese a su aspecto achaparrado, la iglesia de San Damián era un edificio sólido y seguro. En su construcción se había empleado piedra de sillería, y hasta el mismísimo Carlomagno había expresado su satisfacción al conocer que un edificio consagrado a Dios se hubiera erigido sobre cimientos tan robustos como la fe que debía sustentarlos. Antes de entrar, Gorgias se santiguó y pidió a Dios por Theresa.

Nada más franquear el pórtico, le abofeteó un insoportable hedor a carne quemada. Sin detenerse, se apoderó de una de las teas que pendían de las crujías y continuó hacia el transepto, procurando iluminar las exiguas capillas que flanqueaban las naves laterales. Cuando alcanzó el presbiterio, observó tras el altar una hilera de sacos de paja dispuestos para acomodar a los heridos. Enseguida reconoció a Hahn, un chico vivaracho que mataba las horas en el taller a la espera de que le asignaran cualquier tarea. Tenía las piernas abrasadas y se quejaba amargamente. A su lado yacía un hombre a quien no supo identificar porque las quemaduras habían transformado su cara en una costra negruzca. Junto al ábside central distinguió a Nicodemo, uno de los oficiales de Korne, confesándose de sus pecados. Más allá del transepto, un hombre grueso con la cabeza vendada, del que sólo se reconocían las orejas, y a sus espaldas, la figura tumbada de un joven desnudo. Gorgias comprobó que se trataba de Celías, el hijo menor del percamenarius. El muchacho yacía con los ojos entreabiertos y el cuello retorcido. Sin duda había muerto en una horrible agonía.

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