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Antonio Garrido: La escriba

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Antonio Garrido La escriba

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¿Podrá la hija de un escriba decidir el destino de la cristiandad? Alemania, año 799. Se aproxima la coronación de Carlomagno. El emperador debe encargar la traducción de un documento de vital importancia. La labor recae en Gorgias, un experto escriba bizantino, quien debe realizar esta monumental tarea en absoluto secreto. Theresa, la hija de Gorgias, trabaja como aprendiz de escriba. La misteriosa desaparición de su padre la obliga a infiltrarse en una conspiración de ambición, poder y muerte, en la que nada es lo que parece.

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Mientras esperaba a que la humedad exudase del atamborado, se entretuvo junto al fuego preguntándose sobre la procedencia de aquella piel. Hacía tiempo que las reses escaseaban, y hasta donde ella sabía, sólo Wilfred disponía de algunos ejemplares, de modo que probablemente Korne la habría obtenido de alguno de sus intendentes. Y a juzgar por su estado, con la única intención de plantearle dificultades.

En ese momento el percamenarius se acercó al fuego. Pasó el dedo por el tambor rezumante de humedad y miró a Theresa con desgana.

– Veo que te estás aplicando. Hasta puede que aún saques algo de provecho -dijo señalando al cuero tenso.

– Lo hago lo mejor que puedo -contestó ella.

– ¿Y esta inmundicia es lo mejor que sabes hacer? -sonrió Korne al tiempo que desenfundaba su cuchillo y lo acercaba al cuero-. ¿Has visto estas marcas? La piel se romperá por aquí.

Theresa sabía que aquello no ocurriría. Había comprobado los desgarros y dispuesto los tensores para evitar la rotura.

– Eso no sucederá -respondió desafiante.

La rabia de Korne destilaba en su mirada. Entonces, muy despacio, comenzó a pasear la punta del cuchillo sobre el cuero tenso como quien desliza un puñal por el cuello de su víctima. El filo raspó la piel y levantó una finísima rebaba. Theresa observó aterrada cómo la punta se detenía cerca de una de las marcas y comenzaba a presionar la superficie. Los ojos de Korne destellaban al crepitar del fuego y sus labios se entreabrían dejando al aire sus encías desnudas.

– ¡No! -suplicó Theresa.

En ese momento, Korne hundió el cuchillo, la piel saltó rasgada en mil pedazos y los trozos volaron sobre sus cabezas como hojarasca seca para precipitarse sobre la hoguera.

– ¡Oh! -se lamentó Korne-. Parece que no calculaste bien la tensión del tambor, cosa que por desgracia te conduce de nuevo a tu triste puesto de aprendiza.

Theresa apretó los puños mientras su rostro se crispaba. Había soportado el frío y la humillación; había mimado aquella piel inservible hasta convertirla en un cuero aceptable; se había dejado el alma preparando aquella prueba y ahora, por el sólo hecho de ser mujer, Korne la condenaba.

Aún se estaba lamentando cuando él la sujetó por el brazo y le acercó los labios al oído.

– Siempre podrás ganarte la vida masajeando la piel de algún borracho -rio.

Theresa no aguantó más. De un violento tirón se zafó de su abrazo e intentó marcharse del taller, pero el percamenarius se lo impidió.

– Ninguna ramera me trata así -masculló al tiempo que le propinaba un golpe en la cara.

Theresa intentó protegerse, pero Korne la empujó y ella resbaló, golpeándose contra el bastidor en que había estado trabajando. El armazón se bamboleó pesadamente, y tras unos segundos eternos se desplomó sobre la hoguera en medio de un gran estrépito. Al impacto, un enjambre de ascuas voló por el taller convirtiéndolo en una fragua. Las chispas centellaron en el aire y se extendieron hasta los bancos más cercanos. Algunos rescoldos prendieron en los códices, y en un abrir y cerrar de ojos las llamas se apoderaron de las estanterías.

Para cuando Korne quiso reaccionar, un mozo estúpido ya había abierto las ventanas. Alimentadas por el viento, las llamas comenzaron a lamer la techumbre de madera y zarzo, haciendo que prendieran los restos de hojarasca. Korne apenas tuvo tiempo de retirar unos fardos con pliegos antes de que una rama ardiente se precipitara sobre el lugar donde Theresa permanecía aturdida. Sin prestarle atención, ordenó a los mozos que agarrasen cuanto encontraran de valor y corriesen a la calle. Los muchachos obedecieron tropezándose los unos con los otros, y tras aprovisionarse de los útiles más cercanos, salieron huyendo como alma que lleva el diablo. Uno de ellos se acercó a Theresa, y como pudo la arrastró hasta alejarla de las llamas. Sin embargo, en cuanto comprobó que la muchacha recobraba la lucidez, la abandonó a su suerte.

Cuando Theresa consiguió incorporarse se creyó en la antesala del infierno. Desesperada, miró alrededor para advertir que las llamas devoraban cuanto encontraban a su paso y amenazaban con cercarla. En ese momento un crujido sobre su cabeza le hizo dirigir la vista a la techumbre. Por un instante pensó que el techo se derrumbaría, pero al observarlo advirtió que las llamas se detenían en el zarzo, probablemente por la humedad y la nieve acumulada. Escrutó la estancia y reparó en que la única escapatoria pasaba por alcanzar el patio interior, pues la salida a la calle se le antojó infranqueable. A su izquierda descubrió un grupo de códices resguardados bajo una repisa. No lo dudó. Se embozó con su vestido, aún empapado por el agua del estanque e hizo acopio de cuantos códices pudo abarcar. Luego corrió hasta alcanzar el patio interior. Ya en el atrio, se fijó en un castaño que ascendía por la esquina más oriental hasta los tejados lindantes con los aleros de la catedral. Entonces se despojó del embozo y lo utilizó a modo de talega para transportar los códices. Sin embargo, cuando se disponía a encaramarse, un grito proveniente del interior la detuvo.

Theresa soltó los códices y corrió hacia el taller. Entró en la sala y la humareda la cegó. Avanzó a través del fuego sin respirar, con el calor abrasándole las entrañas. Entonces, acurrucada tras un muro de fuego, descubrió a la mujer de Korne gritando desesperada. El incendio debía de haberla sorprendido en los altillos y por algún motivo había quedado atrapada. Al acercarse, la mujer chilló como un marrano antes de ser sacrificado, y al punto advirtió con horror que parte de sus ropas estaban ya en llamas. Theresa avanzó hacia ella, pero a la altura del hogar central el techo crujió. Miró hacia arriba y comprobó que las ramas del entramado comenzaban a quebrarse bajo el peso de la nieve. Escudriñó alrededor hasta localizar una larga pala caída en el suelo, la recogió y golpeó con ímpetu las ramas que habían empezado a ceder. La techumbre volvió a crujir, pero ella siguió golpeando hasta que un sonoro chasquido la detuvo. El entramado estaba a punto de desplomarse. Con el humo asfixiándola, buscó aire y sacudió con todas sus fuerzas. De repente, un aluvión de nieve irrumpió a través del hueco que acababa de abrirse en el tejado. Cuando la avalancha cesó, las llamas que se interponían entre ella y la mujer de Korne habían desaparecido.

– ¡La mano! ¡Por Dios, dadme la mano! -le gritó Theresa. La mujer abrió los ojos y dejó de chillar. Entonces se levantó, besó la mano de la joven, y al paso que le permitieron sus gruesas piernas corrió con ella hacia los estanques.

Capítulo 3

Cuando Gorgias entró en el scriptorium, advirtió con horror que había olvidado su talega en el taller del percamenarius. Se lamentó por su torpeza, pero le reconfortó el haber previsto un doble fondo donde esconder el pergamino en que estaba trabajando. Se dijo que, de no haber mediado tal precaución, a estas horas su asaltante dispondría del documento más valioso que jamás hubiera imaginado. Sin embargo, le había robado un borrador en el que constaban algunos de los pasajes más comprometidos, y eso le retrasaría respecto a los plazos acordados.

Se miró el brazo y comprobó que el vendaje que le había aplicado Zenón se había convertido en una mortaja de sangre. Con su mano sana se desprendió de las vendas y apoyó la extremidad herida sobre una mesa iluminada. Luego intentó mover los dedos que a duras penas consiguió articular. Al comprobar que la herida sangraba, tensó la costura que cerraba la incisión, pero el dolor le obligó a desistir. Sentía palpitar la carne abierta como si el corazón le galopara. Preocupado, avisó a un sirviente para que llamase de nuevo al físico, y mientras aguardaba, se reclinó en su asiento para meditar sobre lo sucedido.

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