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Antonio Garrido: La escriba

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Antonio Garrido La escriba

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¿Podrá la hija de un escriba decidir el destino de la cristiandad? Alemania, año 799. Se aproxima la coronación de Carlomagno. El emperador debe encargar la traducción de un documento de vital importancia. La labor recae en Gorgias, un experto escriba bizantino, quien debe realizar esta monumental tarea en absoluto secreto. Theresa, la hija de Gorgias, trabaja como aprendiz de escriba. La misteriosa desaparición de su padre la obliga a infiltrarse en una conspiración de ambición, poder y muerte, en la que nada es lo que parece.

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Zenón parecía conocer bien su oficio. Cosía carne y suturaba venas con la agilidad de una costurera mientras escupía sobre el cuchillo para mantenerlo limpio. Terminó con el brazo y siguió con el resto de las heridas, a las que aplicó un ungüento oscuro que extrajo de un cuenco de madera. Por último, vendó la extremidad con unos paños de lino que anunció como recién lavados pese a las manchas que lucían.

– Bueno -dijo mientras se pasaba las manos por la pechera-. Esto ya está. Un poco de cuidado, y en un par de días…

– ¿Se curará? -se anticipó Theresa.

– Puede que sí… Aunque claro: también puede que no.

El hombre rio estrepitosamente. A continuación rebuscó en la talega hasta encontrar un frasco de cristal que contenía un líquido oscuro. Theresa imaginó que se trataría de algún tónico, pero el hombre lo destapó y echó un buen trago.

– ¡Por el santo Pancracio! Este licor reavivaría a un muerto. ¿Quieres un poco? -ofreció el hombrecillo, acercando el frasco a la nariz de Theresa.

La joven denegó con la cabeza. El cirujano repitió el gesto a Korne, quien respondió con un par de sorbos largos.

– Las heridas de cuchillo son como los hijos: todos se hacen de la misma forma, pero nunca salen dos iguales -rió-. El que cure o muera no depende de mí. El brazo está bien cosido, pero la herida es profunda y tal vez haya afectado a los tendones. Ahora sólo resta esperar, y si en una semana no aparecen pústulas ni abscesos… Toma -dijo el hombre sacando una bolsita de su refajo-. Aplícale estos polvos varias veces al día, y no le laves mucho la herida.

Theresa asintió.

– En cuanto a mis honorarios… -añadió al tiempo que propinaba un azote al trasero de la muchacha-, no te preocupes, que ya me pagará el conde Wilfred. -Y volvió a reír mientras recogía su instrumental.

Theresa enrojeció de indignación. Odiaba aquel tipo de libertades, y de no ser porque Zenón acababa de asistir a su padre, Dios sabe si le habría estrellado el frasco de vino en su estúpida cabeza. Sin embargo, antes de que pudiese protestar, el cirujano agarró la puerta y se marchó canturreando una melodía sin letra.

Entretanto, la mujer de Korne había subido a los altillos y regresado con unas tortas de manteca.

– Traje una para tu padre -comentó con una sonrisa.

– Se lo agradezco. Ayer apenas si probamos un cuenco de gachas -se lamentó-. Cada vez nos llega menos la comida. Mi madre dice que somos afortunados, pero lo cierto es que casi no puede levantarse de la cama. Por la debilidad, ¿sabe?

– Bueno, hija, así estamos todos -contestó la mujer-. Si no fuese por el aprecio que Wilfred muestra por los libros, a estas horas nos comeríamos las uñas.

Theresa cogió una torta que mordisqueó con delicadeza, como si temiese hacerle daño. Luego dio un bocado más grande, paladeando la dulzura de la miel y la canela; aspiró profundamente su aroma intentando atraparlo en su interior, y deslizó la lengua por la comisura de sus labios para no perder ni la más pequeña miga. Luego guardó el trozo restante en un bolso de la falda con la intención de entregárselo a su madre. En cierta medida, se avergonzaba por disfrutar de aquella delicia mientras su padre yacía inconsciente sobre la mesa, pero el hambre atrasada pudo más que sus remordimientos y se sumió en el reconfortante sabor de la cálida manteca. En ese momento, unas toses atrajeron su atención.

La muchacha se volvió y advirtió que su padre se estaba despertando. Corrió junto a él para evitar que se incorporara, pero Gorgias no atendió a razones. Parecía azorado, y miraba de un lado a otro como si buscase algo. Korne lo advirtió y acudió de inmediato.

– ¿Y mi bolsa? ¿Dónde está mi bolsa?

– Cálmate, Gorgias. Está ahí al lado, junto a la puerta -dijo Korne señalando la talega.

Gorgias bajó de la mesa a duras penas. Al agacharse emitió un gruñido y un rictus de dolor le paralizó, pero tras un momento de vacilación, abrió la bolsa y miró en su interior. Con el brazo sano rebuscó nerviosamente entre sus instrumentos de escritura. Maldecía sin parar y miraba alrededor como si echase en falta algo. Cada vez más irritado, volcó el contenido y lo desparramó por el suelo. Las plumas y los estilos rodaron por el pavimento.

– ¿Quién lo ha cogido? ¿Dónde está? -gritó.

– ¿Dónde está el qué? -preguntó Korne.

Gorgias lo miró con la ira salpicando su rostro desencajado, pero se mordió la lengua y giró la cabeza. Luego volvió a remover los utensilios y volteó la bolsa hasta ponerla del revés. Cuando se convenció de que no quedaba nada, se levantó y caminó hasta una silla cercana en la que se dejó caer. Luego cerró los ojos y susurró una plegaria por su alma.

Capítulo 2

A media mañana, las voces de los mozos devolvieron a Gorgias al mundo de los vivos.

Hasta ese momento había permanecido tumbado, con la cabeza ladeada y la mirada perdida, tan ajeno a los consejos de Korne como a los gestos de cariño de Theresa. Sin embargo, poco a poco su rostro pareció ir recuperando la cordura, y tras unos instantes de desconcierto alzó la vista para requerir la presencia de Korne. El percamenarius se mostró complacido al comprobar su mejoría, pero cuando Gorgias le preguntó sobre su agresor, cambió el semblante y afirmó no recordar ningún detalle.

– Cuando acudimos a socorrerte, quienquiera que fuera ya había huido.

Gorgias torció el gesto y masculló una maldición ahogada en una mueca de dolor. Luego se levantó y comenzó a deambular por el taller como una fiera acosada. Mientras iba y venía, intentó evocar el rostro de su agresor, pero todos sus esfuerzos resultaron inútiles. La oscuridad y lo inesperado del asalto habían enmascarado la identidad del asaltante. Se encontraba débil y confuso, así que solicitó a Korne que uno de sus hijos le acompañara hasta el scriptorium.

Tras la marcha de Gorgias, los jornaleros olvidaron sus miramientos y poco a poco el taller recuperó su habitual bullicio. Los más jóvenes esparcieron tierra sobre la sangre derramada y limpiaron la mesa mientras los oficiales se lamentaban del desorden ocasionado. Theresa elevó una breve plegaria por la mejoría de su padre y a continuación se encomendó con diligencia a las tareas propias de su cargo. En primer lugar limpió y recogió la basura acumulada durante el día anterior. Luego separó los retales de cuero más estropeados y los colocó en el tonel de los despojos, donde deberían permanecer pudriéndose hasta el momento en que el recipiente se llenara. Por desgracia, el barril se encontraba a rebosar, por lo que hubo de extraer el contenido y trasegarlo a las tinajas de maceración, para una vez macerado, machacado y cocido, elaborar la cola que los oficiales utilizarían luego como adhesivo. Cuando terminó, se cubrió con un saco para protegerse de la lluvia y se dirigió hacia las balsas instaladas a cielo abierto en el desvencijado patio interior.

Ya en el atrio, Theresa observó la instalación con detenimiento.

Los estanques, de forma cuadrangular y en un número de siete, se distribuían desordenadamente en torno al pozo central, de forma que las pieles desolladas pudieran trasladarse sin dificultad entre ellos, conforme al habitual proceso de corte, afeitado y raspado. La joven observó las pieles blanquecinas flotando sobre el agua como escuálidos cadáveres. Odiaba el hedor ácido y penetrante que desprendían aquellos cueros descarnados.

En cierta ocasión, y coincidiendo con un severo enfriamiento, solicitó a Korne que la relevase por unos días, porque la humedad y los cáusticos de los estanques empeoraban sus pulmones, pero lo único que obtuvo fue un bofetón y una risotada de desprecio. Nunca más protestó. Cuando Korne se lo ordenaba, se recogía la falda, aspiraba el aire tan profundamente como su pecho le permitía y, conteniendo la respiración, se introducía en los estanques para remover aquellas sábanas arrugadas.

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